Diatriba derridiana


Cuando era estudiante de grado en la Escuela de Filosofía a principios de este siglo, la discusión bizantina de la época gravitaba en torno a los malvados posmodernos: pensadores supuestamente relativistas, irresponsables, bufonescos e irracionalistas. Participé en la polémica como contradictor de los azuzadores indignados que caricaturizaban a filósofos como Nietzsche, Heidegger y Derrida, pues me parecía que su mosqueo no venía acompañado de lectura y estudio de los pensadores denostados, sino tan solo de prejuicios y lecturas ligeras que querían hacerse pasar por crítica sociohistórica e ideológica. Todo ello se me antojaba, en suma, indigno del claustro universitario.

Aquellas escaramuzas me han venido a la mente porque, recientemente, tropecé con un viejo artículo publicado en The Guardian en el cual Terry Eagleton —a quien nadie se atreverá a acusar de posmoderno y, mucho menos, de derridiano— monta una defensa de Derrida como pensador. Eagleton habla de cierto filisteísmo anglosajón, manifestado en ocasión de los obituarios que se dedicaron a hacer un balance de la obra del fenecido pensador: “esta semana en The Guardian nuestra intelligentsia criolla ofreció una serie de respuestas perplejas y bobas a la muerte de Jacques Derrida. Parece que, o no lo han leído, o creen que su obra tiene que ver con palabras que no significan lo que uno cree que significan. O bien no es otra cosa que un montón de basura”.

En cualquier caso, lanzar al viento acusaciones de charlatanería es una práctica extendida. El sonado Cambridge affaire en torno a la figura de Derrida deviene un caso ejemplar. Un grupo de académicos (entre ellos W. O. Quine) advirtieron que la obra del pensador francés no cumplía con los estándares mínimos de rigor y claridad que se demandan del pensamiento filosófico serio y que, por ello, recomendaban se le denegara el doctorado honoris causa de la Universidad de Cambridge. Cómicamente, los mismos autores de la misiva violaron esos principios al citar una frase supuestamente de Derrida (‘logical phallusies’) que no aparece en ninguno de sus textos. Dieron así la impresión de haberse armado de prejuicios que habían obtenido de oídas, es decir, sin cumplir los estándares de rigor y seriedad que ellos mismos exigían. Como afirmó Derrida en respuesta al agravio, “el hecho de que esto sea extremadamente gracioso no disminuye la seriedad del síntoma” (The Cambridge Review, No. 2318, 1992). Y el síntoma es indicio de una rampante práctica no filosófica entre los filósofos, tan grave como nociva, pues no puede declararse al otro charlatán cuando de forma tan evidente se practica la charlatanería y el ataque falaz. He aquí una regla básica de rigor intelectual: uno no escribe nunca sobre un autor que no ha leído y cuya obra no comprende. Otra regla, tan antigua como la filosofía misma: creer saber lo que no se sabe es antifilosófico per definitionem.

Tanto el Cambridge affaire (1992) como los obituarios odiosos (2004) parecieran cosa del pasado, pero están más vivos que nunca. Recientemente han aparecido una serie de opiniones sobre los supuestos vínculos entre el monstruoso posmodernismo y el relativismo supuestamente defendido por Derrida y la cínica manipulación de los hechos del presidente Donald Trump (Ver el artículo de Casey Williams en el New York Times). Derrida sería así uno de los arquitectos intelectuales del fenómeno de la posverdad y de la política de los hechos alternativos. Como se sabe, la frase orwelliana alternative facts fue acuñada por la consejera del presidente Donald Trump, Kelly Ann Conway: tan hábil en las técnicas retóricas del whataboutism como del esquivo de los cuestionamientos. Un escritor tan intrépido como oportunista, Michiko Kakutani, ganó el premio Pullitzer culpando a Nietzsche y a sus epígonos del desastre (The Death of Truth. Notes on Falsehood in the Age of Trump, 2018). Lo de Kelly Ann Conway y Donald Trump sería así la consecuencia de la irresponsabilidad de un movimiento académico que se rindió ante el relativismo posmoderno sin concesiones y que preparó el camino para la actitud mendaz de los políticos actuales. 

En fin, que lo que no pasa de moda es la pereza, el prejuicio descarado, la chismografía y el ‘conocimiento’ de oídas. Derrida, dice Eagleton, “fue uno de los anti-filósofos en la línea de Kierkegaard a Wittgenstein que inventaron un nuevo estilo de escritura filosófica. Derrida comprendió que el pensamiento oficial resultaba de oposiciones rigurosamente exclusivas: adentro/afuera, hombre/mujer, bien/mal. Se liberó de tales antítesis paranoicas merced a la habilidad y brío de su escritura y, al hacerlo, habló por quienes no tienen voz, de cuyas filas él mismo surgió”. Que un pensador de orientación marxista, como Eagleton, quien además escribió tantas veces de forma crítica sobre Derrida, se vea compelido a defenderlo de ataques ruines, nos demuestra una vez más que el mundo académico está plagado de disputas que en ocasiones se antojan más dignas de un bar, que de conventículos ilustrados.

En lo que atañe al estatuto de la discusión en la actualidad, habría que tomar en cuenta una serie de factores que inciden en la fácil caída del debate crítico en rifirrafe alborotado. Vivimos adheridos al sistema global de redes computacionales interconectadas que llamamos internet: la tecnología de información y comunicación donde el contenido informativo es muchas veces dudoso y la comunicación deviene no pocas veces gritería. El ascenso de las redes sociales como el topos par excellence de la opinión pública fue caracterizado por Umberto Eco como la invasión de los idiotas e internet como el espacio donde es posible fiarse de cualquier historieta disparatada. Con todo, el idiotismo no es tan solo un asunto de los legos.

Todo esto lo pude corroborar en una ocasión cuando un profesor, que adhiere a la crítica cultural latinoamericanista, intervino en mi muro de Facebook cuando defendí al filósofo Jacques Derrida. Para mi sorpresa, me recordó el supuesto daño causado por el deconstruccionismo en el debilitamiento de la verdad en la política estadounidense. Me parece que las rrss han demostrado, sin asomo de duda, que los intelectuales no están exentos del prurito por participar en la vocinglería. Claro, una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa, como bien diría Cantinflas. Pero las habladurías también pueden tener tesitura ‘académica’ y pueden provenir de personajes de la fauna universitaria.