Apologia pro scriptura sua

Defenderse sin haber sido previamente acusado es, de cierta forma, una confesión de culpa, sobre todo si el ejercicio de escritura semeja el acto de opinar.

Para un filósofo el tener opiniones es ya un signo extraño, puesto que supuestamente lo doxológico no forma parte de su elemento. Desde la Antigüedad, la prestidigitación filosófica consiste precisamente en el alejamiento decidido de todos los temas del interés común, en callar ante todo lo opinable, porque opinar no es pensar. Opinar es balbucear, participar de la cháchara irreflexiva, caer en el afán por los asuntos inmediatos. Lo del filósofo, en cambio, es pensar, es decir, causar furia, si no es que risa y desdén; inopinar, poner sobre la mesa lo inactual. Lo suyo es caer en el pozo y provocar, como Tales de Mileto, la risa de una criada que no pudo contener su sorna ante la torpeza del sabio quien, mirando atónito las alturas celestes, ni siquiera alcanzó a percatarse del suelo que pisaba. Lo del pensador contemplativo parece resumirse en la confusión del fundamento con el abismo. 

Para esa bestia amorfa denominada opinión pública, habría que rechazar la actitud contemplativa hacia alturas invisibles; esa manía por trastabillar, que Tales ejemplifica cómicamente. La caída en el pozo es ya evidencia contra un saber esotérico y francamente ridículo. El no poner los pies sobre la tierra puede motejarse de locura y obstinación, puesto que las mayorías desean opiniones claras e inmediatas, no elevadas necedades ni oscuras exhortaciones. El filósofo contemplativo parece no poder habérselas con los asuntos más pujantes y pragmáticos de la vida diaria. Ese pretendido pensador genuino, partidario de la soberbia del esoterismo, tendría así algo de ridículo, o de payaso despreciable. A más de engreído, el filósofo que concibe su papel de esa forma corre el riesgo de coadyuvar con las eternas admoniciones que señalan su falta de relevancia y su peccatum originale: el carácter extraño e inubicable de su voz. 

Hay una tesis de Hegel que aparece en uno de sus escritos del periodo de Jena que afirma que la filosofía es esotérica y, precisamente por ello, no apta para el Pöbel (Über das Wesen der philosophischen Kritik überhaupt…). Dado que Pöbel significa vulgo, esta frase tan rotunda siempre ha sido interpretada como un signo inequívoco de elitismo filosófico, como si aquel denostado Pöbel excluyese de antemano a la mayoría de los mortales y reservase el saber filosófico a un selecto grupo de iluminados. La tesis es tan radical como molesta. Suele causar incluso furia en tanta gente que toma en sus manos alguna obra filosófica clásica y la encuentra difícil en extremo, oscura y —casi que intencionalmente— ininteligible. Bien entendida, sin embargo, la sentencia hegeliana hace referencia al carácter radical de la filosofía y constata el hecho de que el pensamiento filosófico se ocupa de su propio asunto, die Sache selbst, sin preocuparse si el entendimiento común lo avala o le da permiso de existir. De hecho, como añade Hegel, “el mundo de la filosofía es en sí y por sí mismo un mundo invertido”. En otras palabras, para el entendimiento común la filosofía pone todo patas arriba. Y lo más natural, casi de forma definitoria, es que la filosofía y su asunto no sean del todo populares. Está bien si la filosofía causa molestia y enfurece, está bien que por su misma esencia resista su popularización, porque pensar es difícil. El pensamiento no se da de forma espontánea, pues requiere de un esfuerzo violento. Pensar demanda que pongamos el mundo al revés; exige lo inusitado, lo arduo y, de esta forma, todo filosofar genuino puede tender al choque frontal con lo que tenemos por usual y de fácil intelección. El pensamiento, en suma, no es el estado natural de los seres humanos. Lo usual es más bien el prejuicio prefabricado y de oídas, asumido como explicación profunda, el adagio circunspecto de la conciencia bobamente gozosa y la habladuría que constantemente regula el estado de interpretación mediocre de la cotidianidad. Lo usual es que se afirme que se piensa allí donde, precisamente, no se piensa.

Sin embargo, los mistéricos tendrán siempre la objeción de los clarificantes. Ya hemos leído en Más Platón y menos Prozac de Lou Marinoff que la filosofía no debería ser intimidante, incomprensible o extremadamente difícil. Más bien, deberíamos promover el encuentro fructífero de la filosofía con los problemas habituales de la vida, como los relativos al amor, al trabajo y a las vicisitudes del diario vivir. La filosofía encuentra su legitimación si desciende de su cielo abigarrado y si logra responder a las demandas de la vida actual. Al contrario de lo que afirma Hegel, la filosofía no debería ser esotérica, sino exotérica. La filosofía halla su validez en el servicio que le presta a las preocupaciones de todas las personas, en el entendido de que su propio asunto y ámbito temático no deben restringirse a ella misma, como si de una mónada leibniziana sin puertas y ventanas se tratase. Un filosofar que solo importe a los filósofos estaría así condenado de suyo a su propia autoculpable extinción. 

A no dudarlo, existen presiones (económicas, presupuestarias y de la organización académica de las universidades) que inciden en esta demanda oportunista. Por ello, hay miembros del gremio que, no solo venden a la filosofía por un plato de lentejas, sino que quisieran transformar las escuelas y departamentos de filosofía en lugares abiertos a cualquier tipo de discurso, con el fin de que los filósofos abandonen su postura esotérica y se transformen en intelectuales actuales y relevantes. Al menos Marinoff hallaba algunos usos prácticos en los clásicos. Empero, la nueva arenga reza de esta forma: menos Platón, menos filosofía… Más interdisciplinariedad que difumine toda pretensión de exclusividad de ese saber que solo nos ha legado obras prohibitivas, no aptas para el Pöbel. Menos tratados arduos como la Fenomenología del Espíritu de Hegel, Ser y tiempo de Heidegger, la Metafísica de Aristóteles, el Sofista de Platón y el Zaratustra de Nietzsche. Más filosofía aplicada, integrada y práctica. Menos preguntas y más soluciones. Menos enigmas arcanos y más clarificaciones y evidencias. 

Por razones en las que no cabe ahondar por el momento, mis convicciones están con Hegel: el asunto de la filosofía es autónomo, independiente y, por la misma razón, siempre urgente y fundamental. Pero la filosofía es una actividad extraña. Y la prueba más contundente de esto es que dentro de sus filas es posible encontrar a trabajadores abnegados que se dedican a combatir la misma posibilidad del pensamiento filosófico y el derecho de la filosofía a una existencia libre y autónoma. Es un asunto tan antiguo como la filosofía misma; el mismo que movió hace siglos a Aristóteles a escribir una exhortación a la filosofía (el Protréptico) y a batirse, mandoble en mano, contra sus empequeñecidos menospreciadores. 

Concedamos, con todo, que el panorama del choque de las opiniones es desolador, puesto que nos ofrece, por un lado, al alma bella que todo lo juzga desde una posición ideológica emborrachada de moralina que imita la vocación del eremita y se guarda en la cueva de la contemplación del intelectual dizque sublime; por otro lado, está el espíritu vil activista que se cree representante de una humanidad verdadera sin contagios ideológicos, alejada del intelectualismo palabrero y ocioso de la alta cultura. Una y otra actitud conforman una unidad quiasmática en su antagonismo, y se necesitan simbióticamente para seguir subsistiendo. Sostengo que la filosofía no hace parte de ninguna de ellas. 

En otro lugar he defendido la tesis de que haríamos bien en no unirnos a la vocinglería que exige la constante toma de posición sobre los trending topics. En ese ámbito mostrenco de la llamada opinión pública han desaparecido del panorama los filósofos. Se trata de una desaparición por partida doble, pues frente a quienes guardan silencio y se han atrincherado en la parcela de su conocimiento experto, están los que opinan sobre casi todo, pero sin que sus intervenciones puedan distinguirse —en cuanto voz filosófica— de las opiniones de los indignados y de los predicadores del apocalipsis. Se puede comprender de antemano por qué esta exigencia de que la filosofía se abstenga de tales posicionamientos levanta sospechas entre quienes acusan en ello solipsismo disciplinar, sordera autoculpable, irrelevancia escogida de forma irresponsable y provincialismo. 

Baste decir, por lo pronto, que el ejercicio de estilo de la pieza concebida para un amplio público de lectores, lejos de tórpido, ha menester de cierta concreción, cuyo dominio es trabajo arduo y espinoso. No quiero negar que existen asuntos espinosos relacionados con la divulgación y popularización de la filosofía, de forma que la dialéctica entre su carácter esotérico y sus alcances exotéricos no puede tan simplemente darse por saldada o reconciliada. Pero lo cierto es que el repertorio de posibilidades expresivas de la filosofía es más amplio que la monografía teórica y el paper hemorográfico, como lo demuestra el ejercicio ensayístico de la pieza breve para el amplio público que en el pasado practicaron magistralmente Kierkegaard, Marx, Santayana, Sartre, Camus y Ortega y Gasset, entre muchos otros. En fin, que es posible lanzar un proyecto de escritura filosófica que se abstenga de toda aquella fantasmagoría anclada en la contraposición pendulante entre la doxa y la episteme. Está la posibilidad de arrancarse de los antagonismos usuales y de hacer de la escritura una operación fresca, inusitada y al entero servicio del pensamiento. 

De ahí esta apología de la propia escritura.