El problema no es Bob Dylan. Nunca lo fue, nunca lo ha sido y, a no ser que decida venir a aburrirnos con su música, nunca lo será. Creer que el problema es que a un músico le den el Nobel de Literatura es como pensar que el inconveniente del sida es hacer que nos resfriemos más seguido. Ante todo, lo fundamental es no olvidar que el premio es conferido por una serie de academias y que, a las canciones de Dylan, les dedican cursos en Yale y Oxford. Esto, que por sí mismo no es ninguna garantía de talento literario, a ojos de un homo academicus, legitima la obra de cualquiera.[1] De igual manera, traer a colación que la poesía antigua y medieval se creaba con miras a ser cantada tampoco resuelve el problema de la legitimidad de considerar poeta a un cantautor; ya que, si deseamos reivindicar el rol de la oralidad dentro de la historia literaria, nada lograremos olvidando que, en la compleja tradición rítmica y métrica de dichas poéticas, la música no pasaba de ser un mero recurso mnemotécnico, supeditado a las necesidades de la palabra (de forma similar a como ocurre con las canciones de Facundo Cabral que tanto entusiasmaban en vivo a sus secuaces, pero de las que solo los más intransigentes fanáticos tienen el valor de escuchar las versiones de estudio).
No, el problema de fondo es muy distinto y tiene muy poco que ver con Facundo Cabral y Bob Dylan. Pasa por la falta de claridad con que hemos intentado responder a la pregunta sobre qué es y qué no es literatura; situación que tiene por principales responsables a los mismos que más se han beneficiado de tal vacío: la industria editorial y la crítica académica.
Salvo por su novio y el tipo con que le pone los cuernos, nadie con dos dedos de frente pensaría que la Miss Universo de turno es por 365 días la mujer más guapa del planeta. Sin embargo, la acreditación que otorga a un autor el Premio Nobel -si bien participa de una lógica cultural en muchos aspectos similar a la de los concursos de belleza- es mucho más resistente al paso del tiempo. Como es natural, las consecuencias derivadas de ello resultan bastante lucrativas para las partes interesadas; pese a lo cual solo en muy raras ocasiones se traduce en un beneficio para la comunidad de lectores y futuros escritores.
El de literatura, al igual que el de hombre, es un concepto acuñado en un pasado no muy lejano; y denota algo que, en sentido estricto, no existía ni transmitía sentido hace menos de quinientos años[2]. Aun así, no es la falta de una definición clara y distinta, de esas que tanto emocionaban a Spinoza, lo que supone una dificultad. A la larga, todo escritor maduro hace su trabajo sin prestar demasiada atención a las tonterías que dicen críticos e historiadores. Cada quien, con el paso del tiempo y conforme se sumerge en el oficio, desarrolla su idea de lo que es literatura y actúa en conformidad con ella. No, lo repito: el problema pasa por un lugar muy distinto.
Cada vez que una editorial reúne, en la misma colección, a Gargantúa y Pantagruel con Rebelión en la granja[3], un crítico se deshace en elogios para un poemario que considera una afrenta a la herencia de Kavafis porque su autor es un amiguito del colegio, un programa de estudios condena a la ignorancia a toda una generación al permitir que lea Harry Potter en lugar de Matar un ruiseñor con el cuentro de que “lo importante es que lean”, se incurre en la ingenuidad de pensar que la belleza de una ópera tiene relación con su libreto, cuando en una entrevista a un novelista solo se le pregunta por sus posiciones políticas[4], o los editores se obstinan en publicar cartas, borradores y diarios de escritores como si constituyeran parte de su obra, ponemos un clavo más en el ataúd de eso que -a falta de un nombre más preciso- voy a llamar literatura.
Hace veinte años asistí a una charla sobre arte erótico. Como ocurre siempre cada que vez se habla de este tema, surgió la pregunta acerca de cómo diferenciar este tipo de arte de la pornografía. El expositor reiteró una idea que desde entonces pasó a ser una de las escasísimas cosas que tengo por ciertas en mi vida: Arte es todo aquello que, por partir de su propia historia, podemos reconocer en sus manifestaciones previas. Desde luego que esta definición no nos saca por completo del apuro (puede que los pornógrafos actuales rindan pleitesía a los grandes pornógrafos de generaciones anteriores); pero al menos nos pone sobre una pista que, en mi condición de sujeto moderno, considero oportuno y útil rastrear: El lugar donde debemos indagar qué son, con legitimidad, escultura, arte, literatura y música está ligado a sus respectivas historias. Comprender esto nos pone sobre el rastro correcto, si bien con un grave inconveniente: A diferencia de otras artes, como la fotografía, la música, el cine y el cómic, de la historia literaria se ha hablado con escandalosa negligencia. Una muestra de esto es que varios tratados de literatura francesa señalen no sé qué diablos documento, firmado por no sé qué diablos nieto de Carlomagno, como punto de partida de las letras francesas. En igual equívoco incurren los manuales de literatura latinoamericana que establecen las crónicas de los conquistadores y las mitologías de los pueblos amerindios como origen de la literatura de nuestro continente. (No es mi intención negar la influencia que ejercieron estos textos, pero de reconocerla a proponerlos como embrión de nuestras letras hay una enorme diferencia.)
Unos diez años después de asistir a la charla sobre arte y erotismo, llegó a mis manos El arte de la novela de Milan Kundera. Un ensayo magnífico lleno de preguntas y respuestas, en que su autor se declara heredero de la larga tradición, iniciada por Cervantes y Rabelais, de la novela moderna. Echando mano a una hermosa metáfora, Kundera traza el recorrido de la novela europea (en la que incluye la escrita en otras latitudes) como un largo viaje en el que cada obra de ese canon ha perseguido el deseo de responder, por vías estrictamente narrativas, a una pregunta sobre la condición humana. En el proceso de desarrollar esta idea no tiene reparos en negar, a muchas obras célebres, su pertenencia a dicha tradición; en especial a aquellas que ofrecen más respuestas que preguntas. No faltará a quien esta clasificación pueda parecer arbitraria, incluso antojadiza. Sin embargo, es mucho más arbitrario dar a ciertos relatos el estatuto de novelas, solo por exceder determinado número de páginas, o dar por sentado que la letra de cualquier canción constituye en esencia un poema, con independencia de las influencias y tensiones que podrían actuar sobre ella.
De igual modo, a muchos sorprendería constatar cuán fácil es clasificar a un relato de cuento o de novela sin traer a cuento su extensión. Se puede uno cuestionar, como Kundera, si en el plano epistémico el relato constituye la exposición narrativa de una interrogante existencial; o si por momentos se distancia lo suficiente de su trama para presentarnos una historia tan o más interesante que la desarrollada en la diégesis central; o tomar en cuenta la cantidad de personajes dotados de una suficiente evolución a lo largo de la historia; o llevar la cuenta del número de temas examinados y tratados en el relato. Sin duda que proceder de esta manera es mucho más arduo, por cuanto exige un auténtico esfuerzo analítico y exegético; así como también es cierto que este sistema no resuelve nada de lo concerniente al ensayo, la sentencia, el drama y la poesía. Aun así, tengo motivos para alimentar una dosis de optimismo, y creer que sumergiéndonos en la historia de estos géneros encontraremos la clave para determinar, más allá de arbitrariedades, contingencias y preferencias personales, criterios legítimos con que nos sea posible trabajar.
Sin embargo, creer que basta con que alguien haga uso de la palabra, en el ejercicio de su oficio, para considerarlo un literato no es solo caprichoso y arbitrario, sino también tonto y puede que hasta malintencionado. No sé de una sola actividad humana que no esté mediada por el lenguaje. Lo utilizamos para ir a Automercado y no por ello la lista de las compras es un documento literario[5]. Muchos filósofos y científicos han sido autores de excelente pluma por la claridad con que expresaron sus ideas y la precisión lógica con que de sus premisas se derivaron sus conclusiones, pero nada de esto los convierte en escritores en estricto sentido literario. Pero no por la pueril razón de que expongan sus ideas por medio de aforismos o ensayos (hace mucho que Gracián y Montaigne otorgaron a estos géneros ciudadanía en la república literaria), sino porque su escritura no tiene sus raíces en la historia de la literatura. Freud, Darwin, Marx y Schopenhauer poseían un considerable dominio del registro escrito, pero al escribir no tenían en mente perpetuar o acabar una tradición que incluyera a Shakespeare, Calderón o Schiller; ya que eran Brentano, Kant, Hegel, Lamarck y Adam Smith con quienes estaban dialogando.
Desconozco si en las canciones de Bob Dylan podemos rastrear la influencia de Robert Frost, W. B. Yeats o Dylan Thomas; de modo que me abstendré de opinar si concederle el Nobel fue una buena o una mala decisión. De lo que no albergo dudas es que J. K. Rowling no es ninguna continuadora de las viejas sagas medievales sobre magia y hechicería, que sus brujas están tan inspiradas en las hechiceras de Macbeth como el futbol de Messi lo está en el mío, y que no tomó de Bierce y Updike material para las aventuras de sus personajes. El mero acto de escribir no hace de nadie un literato, así como observar por un telescopio las estrellas no nos convierte en colegas de Galileo, si al hacerlo no nos inscribimos dentro de una tradición de preguntas, métodos, observación e hipótesis que dé propósito y sentido a un trabajo científico.
A lo mejor no esté lejano el día en que nos sintamos a gusto con la idea de que un autor de cómics, un libretista de ópera, o guionistas de cine y videojuegos reciban el Nobel, el Goethe o el Príncipe de Asturias. Con lo que jamás podré sentirme cómodo es que tales reconocimientos no destaquen la herencia de Safo, de Hildegarda, de Cervantes, de Bashõ, de Blake, de Pushkin y de Kafka. El día en que esto suceda la literatura, al menos como institución de la sociedad moderna, habrá llegado al final de su camino. Por el caos que a diario veo en las librerías, sospecho que ese día no está tan lejano; y la culpa de que ocurra no será de Bob Dylan.
Para concluir admitiré que me tranquiliza que alguien como Dylan obtenga el Nobel. En el muy remoto caso de que mañana su música deje de aburrirme, puedo descargar su discografía completa de Internet y, también, encontrar allí las letras de sus canciones, sin necesidad de pagar un cinco. Grave sería entrar mañana a una librería y descubrir que los libros de Amos Oz, Elena Ferrante, Milan Kundera, Haruki Murakami, Ismaíl Kadaré, Salman Rushdie y Susanna Tamaro, han subido de precio entre un veinte y un treinta por ciento. Más grave aún -y esto quiero reiterarlo- es que la última palabra sobre qué es literatura, y otras relacionadas con ella, haya estado siempre en boca de personas que no sabrían escribir siquiera qué esperan de la vida: críticos, editores y académicos fungen todos como invitados de honor en una fiesta de la que está ausente el cumpleañero.
[1] En todo caso, a este respecto lo que cabe preguntarse es: ¿por qué Bob Dylan y no Silvio Rodríguez? Del cubano se han publicado también numerosos estudios en su país y en universidades de toda América Latina; y nadie con un mínimo entendimiento literario negaría sus méritos poéticos. ¿Qué hay, entonces, tras el olvido en que ha permanecido? La hipótesis del imperialismo cultural parece demasiado obvia; pero si se ve, camina, come y se escucha como un pato, difícilmente será una grulla.
[2]Los sabios del Medioevo, y no hablemos de Homero y los veinticinco fulanos que habrán escrito el Poema de Gilgamesh, ni siquiera distinguían entre textos ficción y no ficción, y mucho menos se preocupaban por ver si ponían los diálogos de Platón junto a Sófocles o a la par de Aristóteles.
[3]Para quien no haya resultado obvio porqué mencioné estos dos textos hago la siguiente aclaración: es un sacrilegio incluir en la misma oración a la obra fundacional de la literatura francesa y la novela moderna y un libro escrito para despotricar histéricamente contra la Revolución bolchevique.
[4]Muy representativa de esta situación fue la nota que un prestigioso diario español dedicó a otra ganadora del Nobel, Olga Tokarczuk, con motivo de su recepción del premio: todo giraba alrededor de su condición de ecologista, vegetariana y feminista; ni una palabra sobre quiénes eran los escritores y libros más influyentes en su obra, sus fuentes de inspiración ni sobre cómo o por qué se inició en las letras. De esta sutil manera, Tokarczuk desapareció como escritora, para ser convertida en activista; algo que la iguala a cualquier estrella de cine o deportista.
[5]Hecho irrefutable que muchos poetas nacionales se resisten a entender, como lo revela su costumbre de guardar, para una posteridad dudosa, inclusive sus cuadernos de caligrafía de primer grado.