No cabe duda de que se puede pensar en todos los idiomas y de que no existe ningún criterio que nos permita afirmar la superioridad de alguna lengua sobre las demás. Sin embargo, hay lenguas cuya historia está adherida al decurso de la formación conceptual de ciertas tradiciones del pensamiento. Y el alemán ocupa un lugar distinguido dentro del desarrollo del pensamiento filosófico moderno, si bien el papel que llegó a ocupar dentro de la filosofía no fue nunca un asunto que estuviera garantizado desde el principio. Descreo de las apologías vehementes de puntos que me parecen obvios, como que el monolingüismo mutila nuestra capacidad de comprensión conceptual. No obstante, me obligo a escribir estas líneas con el fin de ensalzar las virtudes del alemán como lengua del pensamiento filosófico, aunque se espete que el caso está prejuiciado de suyo, tomando en consideración la conocida germanofilia de quien esto escribe. Con todo, hay amores intelectuales que no me parece indigno justificar, porque parte y parcela de pensar no es solo atacar aquello que repudiamos, sino también patentizar nuestras filiaciones.
El uso del alemán como lengua filosófica tiene sus orígenes en la Reforma Protestante y, puntualmente, en la figura de Martín Lutero como creador (Sprachschöpfer) del alemán escrito, merced a su traducción de la Biblia. Jakob Grimm ha afirmado en el prefacio de su afamado Deutsches Wörterbuch (1854) que el alemán (en su variante de Neuhochdeutsch) solamente comenzó decisivamente con Lutero, y su hermano, Wilhelm Grimm, concedió además que se debe a Lutero y a Goethe la transformación del alemán en una lengua apasionada y viva. Tal como ya lo reconoció Schupp en el siglo XVII, Lutero puede con todo derecho ser considerado el “verdadero Cicerón alemán”, de forma que “quien quiera aprender la lengua alemana debería leer la traducción luterana y los demás escritos de Lutero”. En cualquier caso, fue el jurista y filósofo Christian Thomasius quien por vez primera tuvo la osadía de pronunciar —el 31 de octubre de 1687 en la Universidad de Leipzig— una lección en alemán: Welchergestalt man den Franzosen in gemeinem Leben und Wandel nachahmen solle? (¿De qué forma se debe imitar a los franceses en la vida cotidiana y estilo de vida?). El evento fue visto como una insolencia. El alemán —según se decía— solo era apto para los tratos de la vida cotidiana o para las historietas de los periódicos. Pero, ¿sirve también para la transmisión del conocimiento erudito? Precisamente, la osadía de Thomasius obedecía a su concepción de que el saber erudito no debía quedar en las manos de los sabios. Por ello, sus lecciones atraían, no solo a estudiantes y eruditos, sino también a ciudadanos comunes. La provocación no podía ser mayor: Thomasius vistió para la ocasión un traje normal de ciudadano y no la toga profesoral que marcaba las diferencias entre el sabio y los legos alumnos, entre las autoridades del saber y los meros aspirantes a la ciencia. El mismo tema de la conferencia constituye el núcleo de aquella revolución lingüística, pues imitar a los franceses, tal como proponía el título de la conferencia, también sugería el hacer del alemán una lengua literaria y erudita.
Sin embargo, el camino hacia la adopción del alemán como lengua del pensamiento no estuvo siempre pavimentado. El mismo Leibniz, quien escribió sus obras mayoritariamente en latín o en francés, veía una serie de graves obstáculos para la transformación del alemán en lengua erudita. En primer lugar, debía tomarse en cuenta la preferencia de los eruditos alemanes por el latín, que traía como consecuencia para los germano-parlantes de baja escolaridad el que la ciencia no estuviera a su alcance. En segundo lugar, estaba el cisma societal entre las autoridades que se expresaban en latín y en francés y una población que utilizaba la lengua vernácula solamente para los asuntos cotidianos, lo cual incidía en el subdesarrollo del alemán para sus usos científicos e intelectuales. De hecho, se atribuye a Federico II de Prusia la chanza según la cual el alemán tan solo era apto para hablar con sus caballos. Quienes abrigan sentimientos hostiles hacia al pensamiento germano no cejan de recordarnos, en broma y en serio, que Hegel y Heidegger fueron cultores de obras escritas casi en una jerga equina.
Mofas aparte, la cuestión del lenguaje ocupa un lugar fundamental en la filosofía desde que el término logos, en su sentido antiguo, se colocó en el centro del pensamiento. Logos, de hecho, no significa en primera instancia razón, como suele trasladarse a nuestra lengua, sino palabra y pensamiento: pensamiento que es palabra, pensamiento-palabra. De forma que la manera como hablamos determina decisivamente lo que pensamos, lo que podemos pensar y lo que se nos antoja impensable. Si no tenemos palabras para nominar alguna cosa, podemos estar seguros de que tal cosa no existe, pues sin nombrarla no tenemos tampoco forma de enfocarla con la mirada ni de asirla con el pensamiento.
Un ejemplo concreto puede servirnos para comprender la capacidad casi mágica de la palabra. El apotegma traduttore, tradidore es especialmente relevante en lo que atañe al alemán filosófico, pues dicha lengua tiene la capacidad endemoniada de duplicar los sentidos de los conceptos, dependiendo de si se recurre a la etimología de las lenguas clásicas (el griego y el latín) o a términos germánicos. Así, historia se duplica (Historie, Geschichte), lo mismo que objeto (Objekt, Gegenstand), realidad (Realität, Wirklichkeit), intuición (Intuition, Anschauung), concepto (Konzept, Begriff), relación (Relation, Beziehung), representación (Repräsentation, Vorstellung), diferencia (Differenz, Unterschied), facticidad (Faktizität, Tatsächlichkeit), temporalidad (Temporalität, Zeitlichkeit), interpretación (Interpretation, Auslegung), y muchos otros términos. Lo peor del caso es que los pensadores alemanes suelen aprovechar esa posibilidad de ampliación de sentidos, de forma que es usual que la doble significación implique una distinción fundamental en la construcción teorética. A este respecto, avanzaré una tesis arriesgada que, sin embargo, merece consideraciones más detalladas que acá no podrán ser abordadas: la exaltación de Thomasius de una dimensión vital no erudita del pensamiento no era en primera instancia una defensa de la forma de expresión de los legos, sino el reconocimiento prematuro de una dimensión fenomenológica de la vida que se encontraba quebrada o extrañada en las alturas conceptuales de las jergas científicas.
En lo que sigue, quiero patentizar el aserto anterior mediante el recurso a un concepto filosófico que ejemplifica par excellence las posibilidades plásticas del alemán. Hay palabras cuya salvaje polisemia dificulta —si no es que lo imposibilita enteramente— su traslado a nuestra lengua. Un ejemplo lo encontramos en Aufhebung, que juega un papel central en el pensamiento de Hegel. Dado que su traducción usual es ‘superación’, habría que pensar qué significa que algo supere a otra cosa, por ejemplo, que una posición filosófica supere a otra. En la Fenomenología del espíritu, Hegel afirma que este término tiene un significado doble: tanto negar, negieren, como al mismo tiempo preservar, aufbewahren. Empero, ciertamente este término tan polisémico también podría traducirse como elevar, suprimir, asumir y conservar.
No quisiera parecer exagerado, pero el sentido exacto de Aufhebung me llegó por vía de una suerte de epifanía. Yo ya había leído a Hegel antes de vivir media década en Alemania durante mis estudios doctorales, y una vez cruzando una calle mientras me dirigía a mi casa, tuve una revelación filosófica de la forma más inesperada. Una anciana alemana que estaba a mi lado mientras esperábamos el semáforo para cruzar la calle, se dirigió a mí usando la típica frase con la que un desconocido inicia una conversación: Entschuldigen Sie, bitte (disculpe, por favor). Se le había caído una moneda y me pedía si le podía hacer el favor de levantarla del suelo (vom Boden aufheben). Tengo el recuerdo de que nos aprestábamos a cruzar la Eichendorfstraße y que mi movimiento de flexión desde el pavimento hacia la posición de bípedo implume transcurrió de forma tan sosegada, que parecía que el tiempo se había detenido por un instante. ¡Oh dios! —pensé—. ¡El Aufhebung hegeliano se me ha revelado! Nunca había comprendo bien el sentido de Aufhebung hasta ese momento instantáneo. Si algo supera a algo otro, ello se debe a que se levanta sobre un suelo previo. Pero lo nuevo, aunque se supera porque algo se eleva, y aunque lo elevado suprime lo viejo por superarse, al mismo tiempo conserva y anula. Anula, porque lo nuevo elevado adquiere otra disposición; conserva, porque lleva tras de sí aquel suelo desde el que fue elevado. Camino a mi casa, no dejaba de ver en mi mente esa imagen —en cámara lenta— de una moneda siendo levantada del suelo que dejaba tras de sí partículas de polvo, no sin tener inevitablemente algunas migas adheridas. Vi a un niño sobrepasarme en bicicleta y el río Meno al fondo del paisaje. Y en ese mismo momento concluí que el movimiento del espíritu es superador y nuevo, pero tan viejo como todo lo insertado en una tradición que arrastramos. Ahí mismo me fue tan claro como nunca que el sentido de superación de un positivismo como el de Comte no era dialéctico y, por ello, una vil tramoya.
Quizá no se debe al mero azar el que aquella revelación de sentido no me haya acaecido por vías eruditas, sino en el contexto de lo que Thomasius llamó gemeines Leben o vida común. Tal vez no esté tan mal la germanofilia, es decir, el dominio de la lengua con la que Federico II de Prusia se dirigía a sus caballos, porque superare (latín), overcome (inglés), surpasser, dépasser (francés), etc., en realidad no nos dicen nada respecto de un movimiento nuevo que anula, suprime, levanta y asume, todo al mismo tiempo. Puede que sea más apropiado dirigirse a la divinidad en el latín de la Vulgata, pero quizá la lengua de los caballos resulte más apropiada para hablar de la portentosa vitalidad del pensamiento y de su humus en el mundo de la vida.