El odio en escritura: entre el compromiso y la falta

Hace tiempo no me dedicaba a leer por gusto. La escritura de artículos y proyectos ha consumido buena parte de mi experiencia pandémica. Y si he tenido la ocasión de leer algo, por lo general es una lectura ejecutiva; un skim and scan que rara vez coincide con el goce que se requiere para conversar con los textos que leemos. Tras hojear los pocos libros que tengo conmigo e intentar algunas campañas de lectura infructuosas – de nuevo, por esa forma ejecutiva de ocupar el tiempo–, encontré en Facebook un texto titulado El odio a la técnica, de Julieta Marchant. El texto está bellamente escrito y tiene este pasaje que me motivó a imaginar las siguientes líneas: 

“La escritura es mucho más doméstica de lo que deseamos. Y ocurre entre un computador, una taza de té y el odio. Pero qué odiamos cuando no podemos escribir. ¿Será que el enojo venía de la ausencia de la musa o de que las palabras se desplazaban cuando él ansiaba tocarlas?” 

Lo primero que sentí con esta descripción fue una suerte de gratitud. Es un pasaje breve y honesto que describe la intimidad común a quienes se dedican o deben dedicarse – por una u otra razón – a escribir. Entre un computador, una taza, y el odio, propone Julieta Marchant, se erige una suerte de epistemología estética y material de las condiciones de escritura. Son elementos domésticos, pero necesarios para articular un espacio o fraccionar el tráfago cotidiano para ponerse a escribir. Sin ellos, no parece posible hacer de la escritura una actividad que conduzca a un pensamiento ordenado, claro y distinto, aunque la actividad misma no sea ni muy ordenada ni muy clara.

Es evidente que no hay mejor soporte para escribir que el computador. Hay quienes defenderán el papel. Pero el papel, para mí al menos, es el lugar para otras formas de escritura. Una lista de supermercado, los apuntes durante una conversación o los esquemas y garabatos que anotamos en cuadernos para atrapar una idea. No diría que estas formas de escritura generan odio; el ritmo acelerado con que las trazamos suele producir una coreografía agradable en la punta de los dedos, incluso si llega a transformarse en un frenesí que genera calambres en las falanges de la mano. El computador, en cambio, permite crear un tipo de escritura multiforme y fragmentaria, que hace de la experiencia del ensayo y error un dínamo de posibilidades insospechadas e incluso ajenas a nuestras propias ocurrencias. El computador, además, ofrece ventajas estéticas que se mantienen en la vida privada de los escritores y que ayudan, en más de una ocasión, a pensar en el medio de la desesperación. Cambiar tipografías, tamaños de letra, ordenar y desordenar los párrafos, jugar con los sinónimos en una oración compleja, o reescribir infinitamente una oración sin tener que desperdiciar tinta y hojas; son pequeñas variaciones que silenciosamente asisten durante la tarea de componer un texto.

La taza de té juega un rol no menos importante para escribir. Ella bien podría reemplazarse por un café, un cigarro o una copa de vino, como han sugerido otros autores respecto a este tema.[1] En cualquiera de estos casos, el rol parece ser el mismo y se podría llamar una sana o mesurada distracción, necesaria en primer lugar para mover el cuerpo de la amenaza siempre inminente del letargo frente a la pantalla. Pero la taza de té puede ser también el instante de un respiro, toda vez que las palabras no dicen lo proyectado y debemos someterlas a juicio. Ya en este punto, de hecho, podríamos avizorar el odio que menciona Julieta Marchant, pero volveremos sobre esto más adelante. Hay, por cierto, otras distracciones hoy en día, pero ninguna de ellas cumple la delicada tarea de distraer sin absorber. Las pestañas del browser, por ejemplo, solo engañan si se presentan como una sana distracción. Pues abrir redes sociales o noticias es un riesgo constante y difícil de evitar, porque su poder de atracción no tiene reparos en extenderse infinitamente, hasta sacarnos de la escritura sin siquiera notarlo. La taza de té, nos da la ocasión de dar un paso atrás mientras escribimos, cuando sabemos que hace falta, pero sin arrojarnos lejos del texto que resta escribir.

Si el computador y la taza de té dan curso a la escritura, ¿qué rol cumple el odio? Julieta propone una respuesta en su pregunta, al señalar que se odia no poder escribir. ¿Se trata, entonces, de odiar la imposibilidad de decir? ¿O, tal vez, odiar no saber qué decir? 

Estos casos, por muy odiosos que puedan ser, no producen odio, sino más bien rabia. Da rabia no poder o saber qué decir, así como también puede dar rabia tener o deber decir –algo, lo que sea–, cuando no tenemos resuelto qué decir, pero la tarea aparece ya por una invitación afectuosa o un deber agendado. En cualquier caso, la rabia es quizá el primer paso hacia el odio que hace posible a la escritura, si es que efectivamente el odio es, junto con el computador y la taza, una condición para la escritura. De serlo, el odio no es ya una condición material como las otras dos –aunque ni el computador ni la taza son meramente materiales en su uso–. Y no dudaremos de que, de ser una condición, su naturaleza no es positiva. Si moviliza a la escritura, lo hace a riesgo de ser en primera instancia una experiencia negativa; una experiencia de súbita incomodidad que genera rechazo frente a lo escrito, al punto de arrojarnos fuera del texto, para terminar abruptamente ensimismados en la imposibilidad de confiar en lo escrito. 

Pero yo no escribo poesía, como Julieta Marchant, sino filosofía. Más precisamente, no escribo cualquier filosofía, sino filosofía académica, que se ha vuelto paulatinamente escritura de proyectos y artículos. Pero no me quiero detener en los sentimientos que esta clase de escritura genera. Académica o no académica, la filosofía produce también odio, y un odio que, si bien puede ser distinto al de la poesía, algo tienen en común. Ya lo decía a propósito de la taza de té: el odio se asoma cuando las palabras no dicen lo proyectado y debemos someterlas a juicio. Por cierto, no todo enjuiciamiento conducirá al odio. Solo el juzgar lo escrito a la luz de lo no escrito, de aquello que nos quedó en la mente y no pudimos llegar a decir. Esta experiencia es siempre sentimental y reflexiva, porque esta vuelta hacia uno mismo y su tarea de escribir, ya sea poesía o filosofía, y tiene una relación directa con el odiar en escritura. 

El odio nos arroba cuando debemos enjuiciar nuestra escritura o, lo que es peor, los garabatos con que empezamos a bosquejar lo aún no escrito. No se odia no poder escribir –como dijimos, esto da más bien rabia–, sino el tener que hacerse cargo de escribir lo que hace falta decir. O, dicho de otra manera, se odia el hecho de decir lo que hace falta decir, pero diciéndolo siempre con limitaciones, asperezas y extravíos. El odio es, entonces, una experiencia que se disemina entre el compromiso asumido y la falta: reconocerse a uno mismo como el responsable de poner por escrito lo que hace falta escribir.

Se dirá, al respecto, que esta experiencia parece mínima, comparada con el odio al enemigo o a la injustica, por ejemplo. Sin embargo, para quien asume el compromiso de escribir o de dedicarse a escribir, con facilidad esta experiencia hace perder la razón. Y porque perdemos la razón, y porque nos frustramos al balbucear y rumiar lo que resta decir, parece inevitable terminar odiando. Además, cabe recordar que la escritura misma, como sistema auto-significante de símbolos, siempre dice más y menos de lo que uno proyecta o quiere decir; en este sentido, la escritura pertenece más al lenguaje que al hablante, quien decide firmar el texto solo una vez que este parece aproximarse, aunque nunca de modo definitivo, a lo que se buscaba enunciar.[2] Odio, entonces, a la fracción no escrita que lo escrito no llega a decir, bien a falta de elegancia o de estilo, pero en cualquier caso a falta de algo – una suerte de astucia tal vez– para sugerir entre líneas lo que no podemos formular. Y si el odio en escritura apela a esta torpeza robusta, íntima pero a todos común, se puede entender entonces por qué se trata de una condición para la escritura. El odio, que no es ni mera rabia ni mera frustración, es la experiencia estética que nos revela como hablantes erráticos en la escritura. Normalmente, errar en el habla no nos preocupa. Hablamos corrigiéndonos, desdiciéndonos, dando vueltas confusas alrededor de lo mismo, incluso sin llegar a terminar nuestras oraciones. Y esto, naturalmente, no nos incomoda y no nos odiamos por ello. Al contrario, hay quienes hacen gala de sus torpezas y han sabido transformarlas en marcas registradas. Pero en la escritura, este errar encantador que pertenece al habla pierde, justamente, su encanto. Hay quienes han sabido integrarlo con astucia. Pienso, por ejemplo, en las primeras obras de Jacques Derrida y en las de algunos de sus sucesores, que también supieron integrar este errar como una estrategia de sugerencias, alusiones y metáforas. Pero en estos casos, no es ya la torpeza del habla la que se pone por escrito, sino la escritura la que se impone al habla. Y cuando esto ocurre, el odio sigue siendo condición necesaria para superarse a uno mismo, o si se quiere, para salir de uno mismo y descubrir lo no escrito que apenas se asoma en el texto. No se escribe para odiar, pero no se escribe sin odiar, porque de lo contrario la escritura no encuentra su propio curso. O, mejor dicho, no se puede escribir sin odiar, porque estamos forzados a abandonarnos en el curso de la escritura. Y esto es, justamente, la experiencia de una responsabilidad que avasalla toda clase de pasajero bienestar. Por esto mismo, tal vez, el punto final siempre se anhela y se asemeja a una especie de alivio. 

El odio, entonces, es a propósito de la creación y la técnica. O, más precisamente, a propósito del hecho incuestionable de que no hay técnica que nos prive de la responsabilidad de crear en escritura. En este sentido, creo, Julieta Marchant habla del “odio a la técnica”. Porque no se trata de la técnica como recetario de normas y consejos para escribir bien. Esta clase de técnicas –el uso correcto de la puntuación, comprender la función y las posibilidades de la sintaxis– son tan necesarias como conocer una herramienta antes de usarla. Al respecto, su texto señala:

“No está la poesía «técnica» por allá, hecha en un laboratorio, y la poesía que reniega de la técnica por acá –con un cuerpo lleno de chinches que dicen «memoria», «inspiración», «inconsciente», «aparición»–; en realidad, la poesía es una técnica: ocurre en el cruce de algo preverbal –lo intuitivo, la memoria, la emoción, una disposición de los sentidos– y formas que conducen eso que era invisible trayéndolo al campo de lo visible: el lenguaje articulado, la manera que hallamos para que la intensidad se haga espacio, afirme su fuerza y logre tocar al lector.” (el subrayado es mío).

El odio a la técnica es la técnica de lidiar con el odio. Dicho de otro modo, la técnica que se odia es la técnica de aprender a odiar. Esto puede sonar esotérico o elevado, pero no lo es en ningún caso. Más bien, la técnica, así entendida, es el conjunto de experiencias que surgen de los rituales personales para habitar y no evitar el odio. Todos recolectamos y seleccionamos estas experiencias con cierto cuidado, si es que efectivamente decidimos hacernos cargo de lo no escrito que está en juego. Una técnica personal, por ejemplo, consiste en usar palabras como separador de secciones, con el fin de ordenar el texto antes de que esté escrito. Otra técnica similar, y que alguna vez deduje de la anterior, ya agobiado por la tarea de revisar una y otra vez lo escrito, consiste en poner breves frases dentro de un paréntesis al inicio de cada párrafo. No hago estas cosas tan solo para estructurar el texto o recordar la idea general del párrafo, sino también y sobre todo para contar con un tenue alivio frente a la ansiedad odiosa que genera no saber decir lo pensado. Pero yo no escribo poesía y, sinceramente, no sabría cómo traducir mis técnicas tan pedestres a la escritura poética. En cualquier caso, la técnica que se odia en escritura es la de saber asumir la responsabilidad de poner algo por escrito, y no perder por completo la razón en el intento. Porque el odio, ahora lo sabemos, es una experiencia estética que necesariamente acaecerá al escribir.

En filosofía hay mejores descripciones del odio en la escritura o de la escritura, como sea que a uno le acomode llamar a esta experiencia. Y hay aún mejores descripciones en literatura. Páginas tristemente bellísimas sobre el miedo a escribir o el riesgo que supone dedicarse a esta actividad. Los abismos de Bolaño son siempre los primeros que se me vienen a la cabeza. Pero yo no sé de Bolaño. Además, no creo que con esa metáfora él estuviera hablando solo del odio. Solo sé de la experiencia de odiar cuando se escribe, porque odio mucho, todos los días que escribo algo más que las listas del supermercado o los garabatos de mis cuadernos. Y creo, sinceramente, que no he escrito nada que valga la pena leer, sin haber odiado durante el proceso. Sé que hay otras personas que preferirían hablar del amor a la escritura. Y tal vez el odio se transforma en algún instante en amor. No se me ocurren razones para negar esa metamorfosis cliché. En cualquier caso, ya sea odio u amor, se trata de una experiencia que es necesaria para escribir: la experiencia de tener que avanzar hacia lo no escrito, con la sola esperanza de llegar a decir lo que nuestro balbuceo nos permita. Y de llegar a decirlo, confiar en que se transformó en lenguaje.


[1] Oyarzún, Pablo, Devaneo sobre la estupidez y otros textos, Santiago de Chile: Mundana Ediciones, 2018.

[2] Derrida, Jacques, De la Gramatología, México: Siglo XXI editores, 1971.