Porque soy hombre

Me preguntaba cuáles podrían ser las razones que llevan a tantos hombres, clérigos y laicos, a vituperar a las mujeres, criticándolas bien de palabra bien en escritos y tratados. No es que sea cosa de un hombre o dos […] Al contrario, filósofos, poetas, moralistas, todos –y la lista sería demasiado larga– parecen hablar con la misma voz para llegar a la conclusión de que la mujer, mala por esencia y naturaleza, siempre se inclina hacia el vicio.

Christine de Pizan, La ciudad de las Damas (1405)[1]

Necesitamos dos sexos potentes que se relacionen con plenitud.¿No sería más rica una cultura que hubiera alcanzado la igualdad también en lo sexual?

Svenja Flasspöhler[2]

A. Mejor disparos que pezones

Pasando canales me topé con la peli Break Point (1991), con Keanu Reeves y Patrick Swayze. La pesqué en la escena en que unos policías allanan una casa de narcos y se arma una trifulca. La secuencia muestra sin tapujos un balazo a la cabeza de un malhechor, pero difumina los pechos desnudos de una mujer que forcejea con los agentes. Esta es nuestra normalidad: ocultar pezones femeninos pero mostrar gráficamente disparos directos al cráneo.

Supongo que censuraron los senos porque no era un canal de suscripción: la violencia es gratis, pero debemos pagar para ver pechos de mujer; o bien, buscarlos donde sí se ven de gratis pero normalmente acompañados de agresión: la pornografía más común.

Consideramos inmoral la desnudez pero mostramos tranquilamente la violencia. El lugar de la violencia es público y previsible. Los lugares de la desnudez y la sensualidad se mantienen oscuros y mórbidos. Por eso no debiera sorprendernos que la insalubridad asociada a lo segundo se manifieste junto con la normalidad de lo primero. La cantidad de femicidios es una evidencia cruenta de este tipo de asociaciones sistemáticas.

B. Cuerpo

A veces publico selfis que muestran mis hombros desnudos. A veces el torso. Nunca lo había considerado de mal gusto hasta que una amiga me preguntó por qué ponía fotos “chingo”.

–¿Chingo por mostrar los hombros?

–Sí –confirmó–, se ve poco serio.

–Pero no me interesa parecer serio en Instagram, ni siquiera profesional. Lo uso como álbum de fotos de toda mi vida.

–Igual –replicó–, se ve muy feo. –No aclaró si me veía feo yo o era feo que lo hiciera o ambas. En todo caso, no creo que mostrar los hombros o el torso sea estar “chingo”; ni que sea “poco serio” evidenciar lo ya de por sí evidente: tengo cuerpo, hay piel debajo de mi camisa, soy humano y no máquina ni solo mente.

Piel

Hacer como si no fuéramos cuerpo: eso me parece poco serio. Y más porque soy hombre: nosotros, se supone, somos poco sensibles y emocionalmente invulnerables y, en consecuencia, solo debemos usar y mostrar nuestro cuerpo como herramienta de fuerza, carente de emotividad. O bien, debemos esconder nuestra fragilidad o cualquier expresión de delicadeza o necesidad de afecto.

La desnudez del cuerpo puede exponer también la desnudez afectiva de cualquier persona humana. Si tenemos el coraje de aceptarla y de mostrarla. Una desnudez que, por ejemplo, dice, y a veces grita: me asfixia la falta de contacto con otras personas. Ser persona entraña una necesidad irrenunciable de conexión con otras, con la naturaleza y con todo aquello que nos alegre la vida y por eso mismo tiene valor, aunque no se le pueda asignar un precio. Y a los hombres nos adoctrinan para que ocultemos, incluso ante nosotros mismos, esa necesidad. Pero no dejamos de sentirla, aun si no podemos nombrarla, y de alguna forma busca expresarse y a veces lo hace como rabia, o impotencia, desolación o violencia. O como grito mudo en redes sociales.

C. Alma

Dicen que los ojos revelan el “alma”. Yo creo que la persona aparece no solo en la mirada, sino en su conjunción con los movimientos del cuerpo, sus gestos, incluso su voz. Obviamente una foto no puede mostrar todo eso. Pero por eso he llegado a preferir imágenes que muestren más que un acercamiento del rostro: el cuerpo situado en un contexto, un trasfondo, y no solo el rostro amplificado y recortado como si fuese un órgano cualquiera: un pulmón, una oreja, un pene. Reducir el rostro a un órgano en las selfis de moda confunde la persona con un primer plano pornográfico de su cara.[3] En cambio, la desnudez situada del cuerpo muestra mucho más de estas raras entidades que hoy deambulamos espectralmente entre la realidad y la virtualidad y de nuestras emociones y pasiones, muchas veces incomprensibles para uno mismo.

D. Intimidad

Este es quizá el texto más íntimo que he publicado en internet desde que empecé a hacerlo hace unos quince años. Otros han sido personales, pero protegían mi intimidad detrás de argucias argumentativas. También este empecé a escribirlo en un estilo teórico y con referencias históricas y filosóficas. Lo intenté por semanas y nunca me satisfizo el tono, los razonamientos, nada. Hasta que comprendí que mi desasosiego se debía a una incoherencia: al intentar constreñir su asunto en un aparato analítico me estaba negando a mostrar, precisamente, mi intimidad; pero el asunto mismo exigía intimidad. Y me resistía a exponerme al desnudo. Deseché múltiples versiones y comencé de nuevo y dudé de todo. De cosas que digo, de otras que muestro. De publicar el texto. De incluir las imágenes que lo acompañan. Pero nunca dudé de su relevancia. No me quedaba más que desprotegerme y exponerme a ciertos riesgos desconocidos hasta ahora para mí. Desconocidos, entiéndase, porque soy hombre.

E. Racionalidad

Es muy común que los hombres recurramos a la racionalidad como excusa para no mostrarnos vulnerables y emocionales, es decir, desprotegidos. Porque, en efecto, nos amparan una infinidad de capas discursivas, instituciones y tropos culturales. La impasibilidad de nuestra lógica; nuestra mayor fortaleza física y mental; nuestra capacidad natural de liderazgo; etc. Todos, quistes tradicionales en esa extensa columna vertebral de pares binarios jerárquicos que han ordenado nuestras culturas y vidas desde tiempos inmemoriales: hombre(+)/mujer(-), alma(+)/cuerpo(-), espíritu(+)/materia(-), razón(+)/emoción(-), naturaleza(+)/cultura (-), etc.

En un sentido a la vez figurativo y literal, (ex)pongo aquí mi cuerpo y algo de mi intimidad para mostrar experiencias que, en aras de ser coherente, no podía solo decir analíticamente. De todos modos, solo es otro mito que razón (mente) y emoción (cuerpo) existan por separado en una persona.

La razón, además, no basta para expresar la intimidad; se requiere también compartir miradas, caricias, secretos, entrelazamientos de cuerpos. Y también aquí hay al menos dos personas: el cuerpo del texto y usted que lee, unas imágenes y usted que observa. Y no olvide que las imágenes le observan a usted de vuelta.

F. Exposición

Algunas personas encontrarán polémico este texto. O quizá no tanto el texto como las imágenes. Algunas dirán que solo quiero llamar la atención. Otras que me meto donde no me importa (las luchas de las mujeres). Otras, tal vez, que lo hago para fingir que soy aliado del feminismo. O que solo reciclo lugares comunes. O me tildarán de viejo ridículo y se burlarán de mí. Los estimo, todos, como riesgos previsibles que no encontré cómo mitigar y a los que, necesariamente, por el asunto mismo, debía exponerme. En los tres sentidos del verbo “exponer”: dar a conocer un proceso interior de pensamiento, presentar visualmente la intimidad de mi cuerpo, y ponerme en riesgo deliberadamente.

Curiosidad

Exponer la intimidad del pensamiento y la experiencia presupone ser juzgado de manera más severa que cuando lo expuesto es una materia técnica; por eso se parece mucho más a la exposición del cuerpo. Pues un buen día se me ocurrió que debía experimentar el temor de ser juzgado por una exposición personal que fuera raramente masculina para ver si así podría entender mejor la experiencia femenina del riesgo. Porque los riesgos a los que se exponen las mujeres son más y de mayor gravedad. Asumí, así, el riesgo de exponerme, casi –pero ese «casi» representa un abismo infranqueable– como si fuese una mujer.

G. Empatía imposible

Ignoro cuál proporción de mujeres sienten en algún momento de sus vidas presión por exponer su cuerpo y sus emociones más íntimas, pero intuyo que ha de ser elevada. Se les enseña desde niñas a arreglarse y maquillarse y a cuidar su figura para hacerse atractivas para los hombres. Hoy, en redes sociales, a semidesnudarse o mandarles fotos íntimas a sus pretendientes para sentirse deseables y queridas. Encima, son juzgadas un día sí y otro también y reducidas a objetos públicos de contemplación, y a veces de uso y cambio. Sé de muchas que vencen esas presiones y, o no ceden del todo, o lo hacen de otra manera, seguras de sí mismas y empoderadas de su cuerpo y su libertad.

Yo, porque soy hombre, nunca he sentido ese tipo de presiones, o solo en mucho menor grado. Tampoco había expuesto nunca mi cuerpo como lo hago aquí. Pero me siento más libre de hacerlo que las mujeres porque este ejercicio de mi libertad no me expone a riesgos tan violentos como a ellas. Por ejemplo, es muy poco probable que sufra acoso por publicar el tipo de fotografías que adjunto. Menos aún que a los tres minutos de publicarlas vaya a recibir invitaciones de extraños a tener sexo o que alguien me envíe fotos de su pene erecto, o, menos probable aún, de su vulva, para “seducirme”. La sensación es análoga a la mayor libertad que creo sentir cuando camino solo por una playa o una calle vacía y me topo con un grupo de mujeres. En todos esos casos pienso que mi libertad es mayor que la de ellas en las mismas situaciones porque la mía es una libertad con menor probabilidad (y cantidad) de consecuencias adversas. Claro, en la calle podrían asaltarme, incluso matarme, especialmente si opongo resistencia; pero ellas deben sumarles a esos mismos riesgos los de ser secuestradas, torturadas y violadas antes de ser asesinadas.

Yo siento que mi cuerpo de hombre es mío. ¿Sienten las mujeres, en la misma medida, que su cuerpo es de ellas? Menciono un caso extremo: por más que quiera, no puedo prever en mi cuerpo cómo sería ser violado, quedar embarazado y querer abortar y que no me lo permitan ni la cultura oficial ni la ley. Esta, para mí, es una empatía imposible.

La empatía implica sentir lo que otra persona siente, identificarse con sus emociones, y yo no puedo identificarme con muchas de las presiones, temores, riesgos y experiencias de las mujeres en una cultura estructuralmente machista. Sin embargo, si no una empatía emocional en sentido estricto, incorporada en el registro de mis propias experiencias, al menos con educación, analogías y razonamiento puedo practicar deliberadamente una compasión racional hacia ellas; es decir, puedo entender su situación.[4] Es lo mínimo que, creo, como hombres, debemos aprender todos. Entender los peligros y las discriminaciones que sufren las mujeres solo por ser mujeres y reconocer los privilegios que tenemos nosotros solo por ser hombres. Aprendizaje que podemos concretar porque sí sabemos cómo se siente ser hombre en una cultura que nos otorga privilegios y que, tras una revisión de nuestras propias experiencias, podemos ver como tales y consecuentemente actuar de otras maneras. No puedo saber cómo es ser mujer, pero sí puedo aprender a ser otro tipo de hombre.

H. Experiencia

Fue hace unos pocos meses, ya en pandemia, cuando quise por primera vez conscientemente saber qué se siente exponerse de una manera íntima. Experimenté con un par de fotos levemente «reveladoras», no tanto para medir las respuestas de los demás (que solo me dirían mis personas más amigas y no, como en el caso de las mujeres, extraños que se creen facultados para opinar sobre sus cuerpos) sino las mías.

Excepto por un factor inesperado de autoedición, que comentaré más adelante, mis propias reacciones no fueron mayor cosa. Verme semidesnudo en imágenes que sabía que verían otras personas no me hizo sentir mal, ni avergonzado ni inmoral ni “zorra” ni nada parecido. Prácticamente no sentí nada. Nadie, eso sí, entre mis escasos seguidores, me insultó ni criticó mi cuerpo, nadie me envió invitaciones ni imágenes no solicitadas, nadie me acosó. Supongo que me sentiría distinto si algo de eso hubiese sucedido. Aparte, como trabajo por cuenta propia, publicar ese tipo de imágenes tampoco tiene repercusiones laborales ni, creo, afectaría mi reputación. Dada la ausencia de consecuencias no me sorprende que mis reacciones hayan sido prácticamente nulas. Además de que, en parte por ser hombre (otra parte depende de rasgos de personalidad), no tengo interiorizado un gran miedo a exponerme o a ser criticado. ¿Qué me podía pasar, que alguien se riera de mí? Una insignificancia en comparación con el riesgo de ser acosado o violado.

Fueron muy distintas, sin embargo, las reacciones de algunas buenas amigas.

I. Escándalo

En una de mis fotos experimentales aparezco detrás de una palmera enana que tengo en mi patio. La imagen revela: 1. que estoy desnudo; pero, 2. que oculto mi desnudez integral. Si acaso se ven tres o cuatro centímetros de cadera o muslo.

Morbo

A los pocos minutos de publicarla ya me habían llamado un par de amigas muy queridas que se habían preocupado por mi salud mental. La imagen incluía un texto que hacía referencia a la pandemia: “Me pregunto en cuánto tiempo más sin salir ni tener contacto físico con otros humanos me convertiré en planta… ¡O en maceta! 🤔 Lo bueno es que en 2 meses casi no he ensuciado ropa. 😎” Aparte de mi experimento secreto de exposición, también había aprovechado para hacer un chiste. Otra amiga querida me dijo que si no lo hacía por llamar la atención y solo me sentía libre y alegre, le parecía muy bien; y un amigo entendió que se trataba de no perder el sentido del humor dentro de la grave situación sanitaria. Pero luego me llegaron otras reacciones y, en general, en lugar de risa, todas implicaban preocupación por mi (falta de) cordura. ¿Por qué casi nadie interpretó que me siento cómodo con mi cuerpo, o que solo trataba de no tomarme muy en serio el confinamiento? Mostrar unos centímetros de cuerpo que normalmente no se muestran parecía implicar que sufría un problema de la mente. Es decir, ni siquiera el desnudo, que casi no se ve, sino la simple insinuación de desnudez parecía una locura de mi parte.

Me conmovió mucho que se preocuparan por mí. Y entendí que por las semanas de encierro y soledad mis amigas pensaron que estaba deprimido y me desahogaba de una manera, digamos, indebida, o, más específica y correctamente, incoherente con mi carácter: saben que tiendo a la introversión, que soy muy privado con ciertas cosas y que desde siempre he detestado ser el centro de atención.

En todo caso, fue un miniescándalo. Lo curioso es que la misma foto, con pantaloneta de baño en una piscina, solo tendría unos cuatro centímetros de diferencia en la cantidad de piel mostrada y no sería escandalosa. ¿Por qué esos pocos centímetros y un cambio de contexto harían la diferencia entre una foto normal y una indecorosa?

Pasada la desvergüenza con la palmerita empecé a experimentar con otras imágenes similares en mis historias y publicaciones. En una, por ejemplo, mostré algunos centímetros de mi ingle y de nuevo me llegaron preguntas del tipo: “Víctor, en serio, ¿qué te pasa, estás muy mal?” De nuevo nadie pensó, o nadie me lo dijo, que, al contrario, me sentía bien por sentirme libre de experimentar con mi propia imagen.

J. Hombre

En los últimos meses ha habido muchos casos más de mujeres desaparecidas, violadas y asesinadas. Podría parecer que no hay relación entre mis exposiciones epidérmicas y los femicidios. Pienso que sí las hay y este texto va en parte de eso. Entre otras cosas por lo siguiente. Creo que algunas buenas amigas se identificaron con mi gesto “temerario” y por eso se preocuparon más de la cuenta, como si me dijeran (aunque sin usar exactamente estas palabras): “No ves lo que nos pasa a las mujeres, juzgadas y acosadas siempre, tenemos que ser muy precavidas, ¿para qué te exponés así?” A lo que yo más o menos contesté: “Yo no tengo por qué ser así de precavido. Soy hombre.”

K. Nudes

La práctica actual de tomarse y enviar nudes (desnudos enviados a ligues, parejas, crushes, etc.) revela, entre otras cosas, enormes diferencias en sensibilidad estética y educación erótica entre hombres y mujeres. Ellas –según manifiestan y algunas muestran en redes– se toman y envían fotos de alto contenido estético, con juegos de luces y sombras, o velos, lencería elegante, imágenes que insinúan su desnudez más que exhibirla gráficamente, y con escasa genitalidad…

¿Y los hombres? Ellos se fotografían su pene erecto.

Parecen tan obsesionados con el pene –con el suyo, obvio, pero también, seguramente como símbolo incorporado del dominio masculino, con los penes en general– que consideran que las mujeres desfallecen por ver penes erectos porque nada las excita más. Educados, claramente, no por la realidad sino por la pornografía común, los pobrecitos ni siquiera ven que eso es lo que más los excita a ellos: la excitación falsa de mujeres ficticias ante la sola visión de un pornopene. Y entonces yerguen su miembro y lo blanden como ariete o espada o emblema cuasimilitar, porque para ellos es un arma que desarmará a las mujeres, incluso a cualquier desconocida en redes. Algunos, al parecer, llegan al rigor bibliográfico de incluir como pie de foto los datos técnicos: largo X centímetros, grosor Y centímetros. Como un mueble en el catálogo de una tienda: Largo, Ancho, Profundidad. “Everything is bigger in Texas”, dicen los tejanos, y pareciera que en esto buena parte de los hombres quisieran ser tejanos, aun si a las mujeres les importa una mierda. Su desubicación llega a veces al punto de preguntarles a ellas, como aspecto esencialísimo, si les gustó su pene, como si eso, ese dato, fuese el culmen de la masculinidad principesca.

Espejo

Este “erotismo” masculino, gráfico e intimidante, reduce el deseo a un dedo más gordo de lo usual. Ha de ser por eso que, convencidos de su carácter irresistible, o solo ávidos de demostrar su presunto poderío, que a menudo claudica rápidamente en batalla, acostumbran enviarles fotos del susodicho a mujeres que ni se las han solicitado ni las aprecian como estrategia de seducción. Y adeptos de una sexualidad visual, luego las presionan a ellas para que reciproquen con fotos suyas como “prueba de amor”, y, si las reciben, tienen además la indecente manía de compartirlas con sus amigotes o, peor, de publicarlas en páginas de internet sin el consentimiento de sus dueñas, por venganza si los dejan o sencillamente porque les importa un ovario las consecuencias para ellas.

Yo, en un caso como ese, exigiría en cambio como “prueba de amor” que el machito de turno demostrara primero que me ama más a mí que a su propio dedo gordo.

L.  Autoedición

Aunque no tengo mayores complejos con mi cuerpo y mi desnudez, con este experimento descubrí a qué grado el asunto no es igual en privado que en público. Por ejemplo, sentí por primera vez en la vida que mi pancita podría amenazar gravemente mi autoestima. Porque una cosa es verse en el espejo o en una intimidad compartida y otra que el espejo sea público. Es decir, sí, me incomodó que se me vieran esos kilitos de más que representan el peso anticipado del juicio ajeno sobre mi cuerpo.

Más allá del blanco y negro, que me encanta, quería mostrarme sin filtros, ese era un eje del experimento, y me creía muy capaz de hacerlo precisamente por mi falta de “rollos” sobre mi cuerpo. Pero de pronto los otros rollos –los abdominales, no los psicológicos– empezaron a resaltar y minar mis seguridades y empecé a verme en mis imágenes con ojos extraños.

Creo que ya solo por esa experiencia valió el experimento. ¡Porque es horrible! Y eso que lo hacía voluntariamente; y eso que creía no tener rollos psicológicos. Pero los otros rollitos, los adiposos, aunque muy moderados, me mostraron que sí tenía de los primeros y que simplemente se habían mantenido protegidos por mi masculinidad: nunca me había sentido observado de esta manera tan marcada y anticipatoria. Las mujeres –asumí porque no puedo saberlo– seguramente se ven obligadas a experimentar esto siempre: antes de verse a sí mismas tener encima, de antemano, la mirada de los hombres.

Y no lo noté de inmediato. Solo después de muchas autofotos caí en cuenta de que las estaba editando para curar la imagen final que daría de mí si publicaba alguna. Primero, obvio, me defendí: “Todo el mundo lo hace, al menos no estoy usando filtros para suavizar mi piel o tapar lunares y arrugas, etc.” Y segundo me pregunté: “Pero, entonces, ¿qué tan realista es el experimento?” ¡Realísimo! Porque esto mismo, este proceso mismo, estos descubrimientos, ese impulso espontáneo por editarme son parte de esta trama: incluso inconscientemente editamos el “yo” público porque sabemos que va a ser juzgado.

Escribo públicamente hace tiempo y conozco esa anticipación del juicio respecto de mis textos, pero fue algo nuevo experimentarlo respecto de mi cuerpo. ¿Es así –me pregunté– como crecen y viven las mujeres en esta cultura que las observa lúbricamente y las juzga de abajo arriba, sometidas por dentro y por fuera a la mirada, la opinión, la decisión ajenas, especialmente de hombres? Muchas veces he leído sobre estos asuntos, pero solo ahora tengo también esta experiencia cercana a la cosificación. Con una enorme diferencia: para mí solo ha sido un experimento voluntario; para ellas es su vida.

No crean, sin embargo, que por estas revelaciones omití elegir –con ayuda, confieso, femenina– las imágenes que más me favorecen. Mis rollos no me dejaron llegar a tanto.

M. “Me gusta” pero a escondidas

Publico muchas fotos de paisajes, insectos, comidas, momentos y viajes de mi pasado y muchos textos breves y solo muy de vez en cuando alguna imagen reveladora. Y mis fotos de bichos y platos y recuerdos tienen generalmente más likes que las escasas fotos “de piel”, pero estas siempre tienen muchísimas más visualizaciones. Es decir, muchas más personas las ven aunque casi nadie se atreve a poner “me gusta”. ¿Será que les parece más atractiva una lagartija o mi pulpo a la gallega que yo? Es muy posible y no tengo problema con eso. Pero entonces ¿por qué ven más las otras fotos? El morbo: “sí, voy a ver semidesnudo a mi amigo o conocido, pero a escondidas; no puedo poner “me gusta” porque revelaría que soy morboso(a).” A mí me parece al revés: lo morboso es verlas a escondidas.

N. Morbo

¿Por qué sentimos que debemos ocultar el cuerpo o que nos gustan los cuerpos? Históricamente se han depositado en los cuerpos todo tipo de inmoralidades, pecados y vergüenzas. Lúgubre asociación. Porque las personas ocultan actos ilegales, pecaminosos si son religiosas, u ocultan su culpa; o se ocultan si se sienten feas, sucias, impuras. Pero ¿la desnudez es algo de todo eso? ¿Por qué debemos esconder pequeñas partes de nuestra común humanidad?

Sol

Usualmente las respuestas incluyen algún aspecto morboso, es decir, relativo a una enfermedad (moral, en este caso) o, como enseña el mataburros, que pudiera indicar o promover un “interés malsano”. Bajos instintos, suciedad, pecado… Es triste que el goce de la piel y la desnudez humanas sigan considerándose malsanos y sigan siendo motivo de escándalo y violencia. Y que por eso mismo sean causa y no consecuencia de la cosificación, el consumo y la agresión de (y hacia) los cuerpos, especialmente de las mujeres, culpables únicas, según la mitología misógina de Eva en adelante, de incitar a los hombres al pecado y la perdición.

Muchas culturas antiguas no tenían tal morbo hacia el cuerpo, otras tampoco hoy en día, o en mucho menor grado; pero en Costa Rica el morbo –y sus consecuencias– son graves. En público, por ejemplo, los hombres son angelitos, pero en privado corren a diario a pornhub a consumir el porno más machista y degradante que encuentren. Su pésima educación afectiva y sexual y el morbo asociado contribuyen a una visión malsana de la sexualidad que al buscar desahogarse lo hace muchas veces de formas egoístas y agresivas.

Es normal ver cuerpos desnudos en la pornografía, pero es anormal y reprensible verlos en la vida cotidiana. Es normal ver cuerpos desnudos (casi siempre de mujeres) en el cine y la televisión y hasta en periódicos de cuarta. Es normal que sean las mujeres (especialmente jóvenes y cumplidoras del estereotipo oficial de belleza) y no los hombres quienes se desnuden y que nosotros solo seamos consumidores de sus cuerpos. Y por todo eso es aún más a-normal que un hombre como yo muestre algo de piel. Anormalidad que resalta la normalidad de que lo muestren solo las mujeres.

Ñ. Cultura

Mis fotos experimentales revelan mucho más de nuestra cultura que de mi propio cuerpo. Incluso personas que en privado disfrutan sanamente de sus cuerpos sienten la obligación de mantenerlo todo en regiones ocultas, como si fuese un crimen y porque para algunas gentes casi lo es. A veces ni siquiera entre personas amigas nos permitimos hablar de estas cosas, o solo lo hacemos entre risillas y silencios incómodos. O, si son solo amigos hombres, a lo pachuco o lo abstracto. Hasta personas muy leídas e intelectuales –acaso por eso mismo– no se permiten hablar de cosas tan “básicas” porque las consideran vulgares, con lo cual ni cuenta se dan de que reproducen un estereotipo clasista. O peor: nos reprimimos incluso en privado porque hemos incorporado tan bien esta normatividad que hasta en el seno más íntimo nos avergonzamos. Todo esto sigue rodeado de morbo, deshonra, abyección y simpleza. Vivimos entre doble moral y profundos complejos. Y casi todos alimentamos el morbo, a veces sin darnos cuenta, ese carácter enfermizo, prohibido pero deseado y consumido, de la piel y su reclusión en la pornografía, en clósets y sótanos y encierros. Seguimos relegando los cuerpos y las sexualidades a un rincón prohibido pero, a la vez, de libre acceso.

Lo digo de otro modo. Si a usted le escandaliza un cuerpo desnudo o semidesnudo, ¿será que es usted quien tiene un problema y no la persona que se siente cómoda y libre en su cuerpo? Cierto, culturalmente escandalizarse es lo normal. Pero la cultura está enferma. ¿Cómo no vamos a ser criaturas deprimidas, hipócritas y agresivas si nos han inculcado demasiado bien que la mayoría de nuestros deseos y afectos y nuestra propia piel son aspectos malvados o vergonzosos de nosotros mismos?

Y así se nos va la vida, entre la autocensura, la represión y el temor. Pero ¿a qué le tenemos miedo? ¿Al infierno? ¿Seguimos así de mitológicos?

O. Saber

El observador sabe, al ver la foto, que estoy desnudo, o que lo estaba cuando me la tomé; pero no ve mi desnudez. Extrañamente, incluso este “saber” parece hacerles sentir morbo a muchas personas, aun cuando el objeto más obvio de morbo (mi genitalidad) permanece oculto. Una foto en traje de baño en la playa mostraría más cantidad de piel que esta, pero no sería morbosa. Es decir, es como si ese saber (“sé que estás desnudo aunque no veo toda tu desnudez”) fuera ya, en sí mismo, inmoral. Pero aparte del contexto, ¿cuál es la gran diferencia? Ninguna, son solo convenciones.

Saber

El morbo por saber que estoy desnudo, o el morbo de querer ver (también ver es una forma de saber) la desnudez de otra persona, me suena análogo a esta otra necedad: querer saber si alguien es, por ejemplo, homosexual o lesbiana o bisexual. Como cuando se convierte en notición que la celebridad equis o ye “reveló” su orientación sexual.

Queremos obsesivamente ver y saber la “verdad” de los otros. ¿Será porque solo así podemos clasificarlos en la columna correspondiente a “bueno” o “malo”? Porque si queremos que otra persona revele su verdad, no es para respetarla y acogerla en su diferencia singular –otra en cuanto otra–, sino para encajarla en alguno de los cuadritos que tenemos previstos para cada categoría de otra persona. Pero ¿hacemos lo mismo con nosotros mismos? Claro que no. Nos urge verlo y saberlo todo respecto de los demás, pero no respecto de nosotros mismos. Uno mismo puede vivir sin una verdad definitiva, incluso sin una identidad definida claramente y para siempre… Morbo: quiero ver el cuerpo entero desnudo del otro, pero que nadie vea el mío; quiero saber la verdad del otro, pero que nadie sepa la mía. Lo ideal no sería que todo el mundo sepa mi verdad, sino que la “verdad” de nadie fuera noticia y ni siquiera nos importara.

P. Distancia filosófica

En un texto en Facebook me mostré muy afligido y expresé mi sensación pandémica de soledad y, como con las fotografías, también algunas personas amigas me llamaron o me escribieron preocupadas. “Tranqui –les dije–, sentirme triste y decirlo no me hace suicida, solo expresamente humano.” Pero otras personas se sorprendieron doblemente porque era un hombre quien expresaba públicamente su aflicción. No porque les pareciera mal, sino, al contrario, porque, siendo hombre, me atrevía a hacerlo. ¡Ha de ser tan raro que hasta me felicitaron! Esta también es nuestra normalidad: por ser hombre, es incoherente e insólito mostrar fragilidad.

Mi único grado universitario me define como “Licenciado en Filosofía”. Y la filosofía, que hasta hace poco y en su mayor parte ha sido asunto de hombres, con pocas excepciones le ha tenido pánico a la autobiografía y la intimidad del cuerpo. Como si la “verdad” solo pudiera ser una abstracción que se hace presente únicamente a la razón y la mente masculinas. Falo-logo-centrista, le llamó Jacques Derrida a la tradición filosófica occidental. Como si el filósofo no tuviera cuerpo o el cuerpo fuera innecesario para pensar. Y como si solo los hombres pudieran pensar filosóficamente.[5]

De ser así, yo sería un filósofo enfermo. O “peor”: femenino. O no sería filósofo. Pero no me siento enfermo (ni filósofo). Enferma es la sociedad que quiso enseñarme desde niño a esconder mis flaquezas y a no manifestar afectividad ni sensualidad sin algún grado de indolencia, y, luego, a no pensar ni expresarme sin apoyarme en la supuesta inmaterialidad de la razón. Enfermo es que nos protejamos detrás de esa razón supuestamente impersonal. Enfermo es que los hombres pensemos y vivamos el feminismo solo desde la barrera, como si, por no ser los protagonistas, no pudiéramos ser ni hacer ninguna otra cosa. Y que entonces mantengamos un distanciamiento que se convierte en indiferencia, una indiferencia que, en las alturas de muchas mentes masculinas, no sería más que peccata minuta. Y así ni siquiera nos damos cuenta de que el distanciamiento que mantenemos es en primer lugar con nosotros mismos: seguimos abstraídos, analíticos, teóricos; seguimos sin poner el cuerpo, sin hablar de nuestra intimidad o de cuándo y cómo nos dimos cuenta de nuestros privilegios. Confundimos el no tomar el liderazgo y quedarnos callados a la retaguardia con quedarnos callados en general, en privado y en público.

Q. Ridículo

Otro lío que me persiguió mientras redactaba y me fotografiaba fue la sensación de estar haciendo el ridículo. Van a burlarse de mí. Se supone que soy un hombre maduro y formal, ¿qué diablos hago mostrando mis nalgas? Tenían razón mis amigas: Van a pensar que enloquecí. Fue muy confuso. Un día pensaba que sí era ridículo. Al siguiente que no, que esta experiencia era importante y su valor superaba los riesgos. Y al tercero que las dos opciones anteriores son ciertas a la vez: es importante pero también ridículo. Sin escapatoria. Y repetía el ciclo.

Pero ¿por qué, a fin de cuentas, sería ridículo?

Humanidad

Llegué a la conclusión de que, entre otros factores, uno fundamental es mi edad. Me sentiría diferente si tuviera 20 o incluso 30 años. (Ignorando el hecho de que a los 20 no estaba ni cerca de pensar estas cosas.) Pero recién cumplí 49 y en nuestra cultura no solo se juzga morbosamente el cuerpo, sino también la edad del cuerpo.[6] Como si fuese vergonzoso envejecer o, al menos, mostrarlo. Como si, a cierta edad, los sentidos, la sensualidad, los placeres del cuerpo ya no debieran existir. O debiéramos fingir que ya los superamos por banales y que maduramos y que madurar implica prudencia y racionalidad y no dejarse llevar por impulsos.

Pero no me lo creo. Todas las personas seguimos viviendo enmarañadas de cuerpo hasta el día de nuestra muerte amén. Y nunca dejamos de sentir impulsos y la razón nunca llega a ser pura. Además, me autopercibo mucho más joven de lo que indica el registro civil, al menos 10 o 15 años más joven y quienes mejor me conocen saben que no miento y que incluso lo practico… ¡Al diablo entonces con tanto reparo –decidí–, haría el ridículo y gustosamente!

Solo añadiré que en lugar de envejecer y “madurar” hasta podrirme, seguiré creciendo, que es distinto y mejor. Y que, como dijo Sanchica en el Quijote y luego Góngora y a cada rato exclamaba mi sabio padre castellano: “Ande yo caliente, ríase la gente.”

R. Belleza

Tanto me fascina la imagen de una nebulosa como un amanecer entre montañas o las ondulaciones de una silueta humana. Son la misma belleza de la vida en diferentes manifestaciones. La vida desnuda, imperfecta y mortal, porque hasta las galaxias mueren. Una cordillera a la distancia o unos glúteos o un árbol milenario o un cuello. La noche estrellada o una mirada. Y también los sexos, vivos, iguales y diferentes como flores o caballitos de mar o gotas de lluvia.

Vulnerabilidad

¿Por qué admiramos la belleza que vemos en la naturaleza y nos avergonzamos de nuestro propio cuerpo? ¿No somos también productos de la evolución, registro de miles de millones de años de vida y sus fracasos y triunfos? ¿De verdad nos creemos descarnados, entidades mentales, ángeles caídos, perversos de nacimiento? ¿Mis piernas no son árboles capaces de trasladar sus raíces? ¿Mis ojos no son soles que alumbran y animan y queman? ¿Mis manos no son olas de mar y caricias de viento en una cintura o una mejilla? ¿Avergonzarnos del cuerpo no implica despreciar secretamente la naturaleza por verla impura, histórica, contaminada? Pero ¿de qué? ¿Qué hay de malo en que mi piel señale el paso y el peso del tiempo? ¿No lo muestran también las piedras, las edades geológicas de la Tierra, los fósiles?

Mañana o pasado mañana habré muerto: ¿qué puede tener de inmoral dejar un rastro de mi brevísima existencia desnuda, vulnerable y desprotegida? ¿Qué hay de sucio en que algunas personas vean –tanto como las he compartido físicamente con otras– mis huellas de humanidad?

S. Anormalidad

Una aparente solución para algunos de estos líos sería promover que nadie, ni mujeres ni hombres, mostraran sus cuerpos o manifestaran sus sensibilidades. Ocultar todos los cuerpos y toda vulnerabilidad y castigar con un juicio moral público cualquier expresión de sensualidad y de ser criaturas necesitadas de afecto. Meternos todos y todas en un gran clóset; o en dos, mejor, para no estar revueltos y no caer en tentación y librarnos del mal.

Este remedio sería peor que la enfermedad. Esos clósets serían aún más sombríos que los actuales. E implicaría claudicar y aceptarnos como pecaminosos ante un dios cultural implacable. Sería un puritanismo redivivo que solo vería valor en el “espíritu” y condenaría el cuerpo al fuego de la hoguera o del infierno, que son lo mismo.

Preferiría otra estrategia: romper los estereotipos, trastocar las categorías, borrar las fronteras y jerarquías oficiales entre los pares binarios que nos rigen. En lugar de normalizar algo nuevo, superar el instinto de normalización. Eliminar el fanatismo por lo normal –que siempre implica una exclusión– ayudaría a eliminar el morbo. Y también al revés: despojarnos del morbo ayudaría a desdibujar la normalidad y a acoger y celebrar las diferencias singulares.

¿No suena mejor una fiesta de personas singularmente diversas que una represión puritana generalizada? De por sí vivimos ya, hoy, otra vez, demasiados puritanismos y vuelven las furias raciales y la prohibición de hablar de tal o cual cosa por incorrección política o se “cancelan” figuras históricas o literarias del pasado sin crítica ni contextualización. Hasta la belleza se reduce a fotos con filtros que alisan la piel y borran todos sus “defectos”. Yo preferiría reivindicar la belleza de lo impuro o la impureza de lo bello, los contextos que rodean y sitúan la desnudez, los rostros y cuerpos con sus marcas y cicatrices, la vulnerabilidad y hasta las faltas y errores más íntimos comprendidos como fondo de común humanidad.

T. Porque soy hombre

Cualquiera me entiende si digo que estas fotografías son reveladoras. Pero ¿qué revelan? ¿Que tengo cuerpo debajo de la ropa? ¿Que mi piel es humana y se extiende más allá del rostro, el cuello, los brazos y las manos? O ¿revelan partes de mi cuerpo que no deben publicarse porque revelarían la verdad de mi cuerpo? ¿Mi identidad? O ¿debo ocultarlas por mi propia protección porque instigarían burlas, o dispararían algún instinto violento, o sería yo inmediatamente tratado como un objeto de consumo? O ¿podría alguien obsesionarse conmigo hasta llegar a pensar, idiotamente, que le pertenezco? O ¿revelan qué he hecho de bueno y malo en mi vida o qué pienso de tal y cual cosa?

Aparte de la obviedad del cuerpo –algo tan común que cada persona lleva uno puesto de por vida–, para quienes no me conocen las imágenes revelarán algo diferente (seguramente equivocado, es decir, no revelarán nada) de lo que revelan para quienes me conocen bien (quizá, de nuevo, nada).

Pero a mí me han revelado cómo se siente exponer el cuerpo. Cosa que, por ser hombre, no estoy acostumbrado a sentir. Ni siquiera la presión por hacerlo. Ni el temor a que me juzguen. Revelan, pues, como señalé antes, más de la cultura en la que vivimos que de mí mismo. Por ejemplo, esto: que si fuese mujer, este tipo de fotos podrían conducir a insultos, a ser catalogada de puta, a que algunos hombres se creyeran con derechos sobre mi cuerpo, a que me enviaran mensajes o imágenes no solicitadas ni deseadas, a que alguien en mi lugar de trabajo me acosara y agrediera o me exigiera sexo, a que fulanito o menganito crean que si muestro parte de mi cuerpo o hablo libremente de sexo implica que quiero con cualquiera, o peor: que aunque no quiera pueden obligarme. Pero soy hombre, y porque soy hombre, es muy poco probable que las consecuencias lleguen a esos extremos de agresión. Este y muchos otros son privilegios porque solo nosotros los gozamos.

La conjunción de estos dos asuntos –exponer mi cuerpo y experimentar mis privilegios por ser hombre– me llevó a crear algunas imágenes-con-texto para poder mostrar y decir a la vez la distinta y doble exposición en que transcurren las vidas de hombres y mujeres: la presión por exponer (o no) el cuerpo, y los riesgos a los que nos exponemos (o no) por realizar ciertas actividades. No es ni de lejos lo mismo vivir en un cuerpo masculino y en uno femenino. Esto, que debiera ya ser obvio, parece no serlo aún para gran cantidad de hombres. Y a ustedes –ojalá sobrara decirlo– les hablo.

Porque soy hombre

U. Mercado

Conozco hombres que consumen regularmente imágenes de mujeres jóvenes desnudas o semidesnudas pero ni locos publicarían una foto de ellos mismos medio destapados. Es cierto que en las generaciones más jóvenes está cambiando el equilibrio de pudores y también los jovencitos publican fotografías reveladoras. Pero los cuerpos normalmente visibles y vendibles siguen siendo de mujeres y los cuerpos invisibles y consumidores de hombres. También es cierto que cada día más mujeres jóvenes venden imágenes y videos íntimos suyos por internet y que lo hacen voluntariamente. Muchas dicen estar cómodas con ese trabajo y empoderadas de su cuerpo y por eso libremente lucran con su imagen. No hay intermediarios, o solo, en algunos casos, los sitios web donde alojan sus productos. Ciertamente es una forma directa de ganar dinero, más en estos tiempos de precariedad laboral y desesperación por la escasez de fuentes de ingreso. Por un lado, quizá el fenómeno sea parte de una liberación del cuerpo. A mí me incomoda que, por otro lado, esa liberación –si verdaderamente lo es, en cada caso– se enganche todavía más al aparato mercantilista y consumista de nuestro modelo socioeconómico actual: reducir las libertades a la libertad de vender y consumir, reducir el valor al precio. Quizá sea parte del denominado “porno ético”, no lo sé pero lo dudo. Pero al mismo tiempo ayuda a cimentar el entramado que sostiene la obra (normalmente las mujeres venden y los hombres compran) y a seguir estableciendo relaciones humanas a través de la mediación de dinero y a reproducir estructuras de desigualdad.

Por supuesto, la libertad no aumentaría ni mejoraría con invertir la relación –hombres venden y mujeres compran– ni con generalizarla, sino solo si se eliminara del todo la mediación comercial y el consumo entre unos cuerpos y otros. Que los cuerpos solo tuvieran valor, pero no precio, aun si es un precio que yo mismo le asigno al mío, o ni siquiera al cuerpo sino a imágenes o videos del cuerpo. Me dirán que eso más bien restringiría la libertad de otras personas de hacer lo que les plazca con su cuerpo. Tal vez tengan razón. Yo preferiría, sin embargo, que viviéramos el cuerpo fuera-de-mercado y solo lo gozáramos como se goza un paisaje o el canto de los pájaros. El capitalismo es ya de por sí una compraventa de la fuerza y el tiempo de cuerpos humanos. ¿No haríamos bien en dejar al menos nuestra intimidad, afectividad, sensualidad y sexualidad fuera del mercado? Liberarnos sería poder compartir todo eso sin temor, sin juzgamientos ni violencias, voluntariamente y sin la mediación ni del dinero ni de terceros. Que la liberación del cuerpo coincidiera con la liberación de este delirio mercantilista que nos asfixia, esta reducción de todos los aspectos valiosos de la vida a objetos consumibles. En lugar de objetos de producción, intercambio y consumo, que los cuerpos solo fueran sujetos de admiración y goce, como cualquier otra belleza natural. Que la desnudez tuviera el mismo morbo que un atardecer, es decir, ninguno; y que todas las formas posibles de afectividad, erotismo, belleza y amor entre personas disfrutaran de la misma libertad.

Déjenme… que de por sí la vida es sueño.

V. Envidia

¿Por qué nos sentimos urgidos a juzgar y condenar las acciones de otras personas? Incluso en relación con sus cuerpos o su (supuesta, adivinada, especulada) sexualidad. O por la forma en la que viven sus afectos y sus amores. Que por qué se exhibe sin pudor si es tan flaca o tan gorda o pequeña o vieja. O que hizo esto o dijo aquello. O que es un monstruo porque no está de acuerdo conmigo en tal o cual cosa. Es como si cada día más personas se levantaran por la mañana con la única misión de entrar a las redes sociales para encontrar a quien criticar, insultar, odiar, desearle la muerte y de paso lapidar con piedras verbales.

¿Qué nos molesta realmente de esas otras personas que se arriesgan y dicen y hacen y se exponen? ¿No será mera envidia? Envidia, digo, no por su cuerpo, o sus relaciones o actividades u opiniones, sino por su libertad: parecen dueñas de sí mismas y hablan y hacen sin miedo al juicio ajeno. Quisiéramos sentirnos igual de cómodos en nuestra piel y vencer nuestros propios complejos o represiones; pero no lo logramos y para disimular que nos juzgamos a nosotros mismos juzgamos a los demás y declaramos así, en negativo, nuestra sumisión a las normas. Al juzgar la libertad de otras personas declaramos nuestra falta de libertad.

W. Expresión

¿Por qué, finalmente, me expongo? Porque es anormal que yo lo haga. Porque me opongo en teoría –y entonces también debiera oponerme en la práctica– a que se les asigne tanto morbo a los cuerpos humanos. Porque exponer esta experiencia me muestra a mí mismo y a otros mis privilegios por ser hombre.

Educación

No quiero implicar que todo el mundo deba hacerlo –sería imponer otra “norma” encima o en sustitución de las ya existentes–, sino que nos convendría crear una cultura en la que exista la libertad de vivir y expresar el cuerpo sin morbosidad, sin que se nos juzgue como inmorales, y, especialmente las mujeres, sin ser acosadas, violadas y asesinadas.

Me gustaría que la libertad de expresión fuera también libertad de expresión del cuerpo y no solo de opiniones o argumentos. Seguimos anclados en un imaginario que sataniza el cuerpo, cuando, la mayoría de la veces, la violencia surge de procesos mentales a través de la transmisión cultural de normas vetustas como las que sostienen en pie el machismo sistemático. Liberar y apropiarse del cuerpo es una expresión contra ellas. Un grito: “no estoy de acuerdo, ya no tendrán mi complicidad”. Si podemos hablar y escribir libremente de nuestras vulnerabilidades, sensibilidades e intimidades, ¿por qué no podemos también mostrarlas?

Sí podemos.

X. Des-empoderamiento

Hoy, mientras las mujeres hablan de empoderarse de su propio cuerpo, los hombres seguimos habitando el nuestro como si solo fuese una herramienta fría, casi carente de emociones. Ellas se van liberando de sus cárceles históricas y muchos de nosotros seguimos erigiendo barrotes. ¿A quiénes vamos a encerrar ahora en nuestras celdas? Fácil: a nosotros mismos, aún más amargados y solos.  

Yo no quiero vivir ni amargado ni solo ni encerrado en mi propia prisión. Por eso me esfuerzo por botar todo tipo de hierros y reconstruir mis libertades de otra manera, consciente de mis viejos privilegios pero también de mis afectos y sensibilidades más íntimas. Nuestra propia libertad no será menor, sino mayor y mejor, cuando queramos compartirla con la libertad de las mujeres.

Si me siento triste quiero poder decir simplemente que me siento triste, sin intelectualizaciones y sin traducir mi tristeza velada a una rabia latente; o poder mostrar mi fragilidad sin que me tengan lástima porque los hombres son fuertes. Estoy harto de tener que ser hombre en una cultura de hombres fuertes. Hombre entre hombres cuyo único propósito vital parece ser ganar una competencia nadie sabe contra quién o qué. Hombre sin que me feminicen si lloro porque esa feminización insulta a las mujeres y me reprime a mí. Hombre sin sentirme presionado a ejercer mis privilegios de hombre. Quiero, en fin, des-empoderarme de mis privilegios y empoderarme yo también, no de mi cuerpo, que no lo requiere, sino de una renovada sensibilidad. Por eso me expongo.

Tengo, soy, cuerpo, soy persona humana, es decir, sensible y vulnerable, y me da igual si soy hombre. Pero también soy hombre aquí y ahora y ya no quiero quedarme callado. Ni oculto y protegido en el clóset cómplice de una masculinidad indiferente.

Y. Presidenta

Quiero sobrevivir la pandemia para llegar a ver, entre muchas otras cosas y eventos, a Alexandra Ocasio-Cortez como Presidenta de EE. UU. Me ilusiona pensar que en ese momento el mundo ya será, o empezará a ser, algo diferente y mejor.

Z.


Notas

[1] Citada en Anna Caballé. Breve historia de la misoginia. Barcelona: Ariel, 2019.

[2] Svenja Flasspöhler. La potencia femenina. Barcelona: Taurus, 2019.

[3] Byung-Chul Han. La salvación de lo bello. Barcelona: Herder. 1ª ed. digital, 2015.

[4]  Sigo aquí, con salvedades, la distinción entre “empatía” y “compasión racional” del psicólogo Paul Bloom. La razón no basta para exponer la intimidad emocional ni empatizar con la de otra persona; pero en el caso de emociones difíciles de autopercibir (en mi ejemplo: violación, embarazo, negativa de aborto), una empatía cognitiva, más racional y no emocional (la “compasión racional” de Bloom), puede ayudarme a comprender una situación que no puedo reflejar en mí mismo emocionalmente. (Véanse Paul Bloom, Against Empathy. New York: Ecco, 2016; y algunas salvedades, que suscribo, en la reseña que hace Diego García Rabines, Persona, núm. 20, ene-dic, 2017, pp. 160-165, Universidad de Lima, Perú.)

[5] Solo un ejemplo entre miles posibles. Kant señala que todas las cualidades innatas de las mujeres confluyen en “hacer resaltar el carácter de lo bello”, mientras en los hombres la característica central es “lo sublime”. La de las mujeres es una inteligencia “bella”; la de los hombres es “profunda”. Y el objeto de la inteligencia bella son los “sentimientos delicados” y por eso las mujeres deben abandonar “las especulaciones abstractas” y “los conocimientos útiles”. A ellas la “meditación profunda y el examen prolongado” no les sientan bien. El “estudio trabajoso” borra los “méritos peculiares de su sexo” y debilitan “sus encantos”. Por eso puede decir Kant que a “una mujer con la cabeza llena de griego, como la señora Dacier, o que sostiene sobre mecánica discusiones fundamentales, como la marquesa de Chastelet, parece que no le hace falta más que una buena barba; con ella, su rostro daría más acabadamente la expresión de profundidad que pretenden.” Finalmente, dice Kant, la “filosofía [de las mujeres] no consiste en razonamientos, sino en la sensibilidad.” Las mujeres se conmueven y nada hay de malo en que lo demuestren: incluso sus defectos son bellos. El hombre, en cambio, “no debe nunca de llorar más que lágrimas magnánimas. Las que derraman por dolores o situaciones desdichadas lo hacen despreciable.”  (I. Kant. Lo bello y lo sublime. Capítulo III.)

[6] Y peor, de nuevo, en las mujeres: las canas, las arrugas y la posmenopausia son distintivos de “la bruja”. Nadie, en cambio, les diría despectivamente “brujos” a Richard Gere o George Clooney sesentones. Véase Mona Chollet. Brujas. ¿Estigma o la fuerza invencible de las mujeres? Madrid: Ediciones B, 2019.