Hora de almorzar

I

El jueves debí ir a San José. Tal sería bueno aclarar -con más detalle- que me ofrecí como voluntario para resolver en el centro de San José y alrededores, algunos pendientes. Debo confesar que lo ajusté todo para que la hora del almuerzo me encontrara en la ciudad en conjunción con el juego entre el PSG y el Leipzig. Así agregaría algo de peso a mis asuntos y se justificaría un poco mejor pasar a algún sitio, retrasarme un par de horas. Nadie sospecharía nada. Pasé frente a El París (el que estuviera abierto fue ilusionante) pero hay algo en ese lugar que, tal vez infundadamente, me repele. No puede ser más céntrico y tiene todo lo que yo busco; pero ha de ser algún recuerdo enmascarado, alguna objeción pulsante que me hace detenerme dos segundos frente a El París y seguir caminando. No iba a entrar a McDonald’s, a Pizza Hut y mucho menos a Subway. ¿Acaso tengo doce años? No. Y como La Bohemia sigue cerrada (¡esta peste puta!) no fue difícil decidirme por pasar a La Embajada. Es decir, si El París está abierto, «La Embassy» también lo estaría. Ojalá uno fuera tan bueno para deducir así las otras cosas a diario. 

II

Y estaba abierto. Pero una vez que entré sentí una mezcla de ruina y desolación. No era aquel sitio enorme, bullicioso y atestado de tránsfugas. La música a muy bajo volumen. Las mesas junto a la entrada, desierta. Todos los taburetes de la barra, apilados al fondo como caballitos de un carrusel que ha tenido un accidente irremediable. Caminé hasta la mitad del salón del fondo y el mesero fornido de siempre apenas me saludó. Me detuvo, me ofreció alcohol en gel de una botella sin marca para que aseara mis manos y me dijo: «ya te ubico». Volteó hacia la esquina y se puso de puntillas para después agregar: «la 49». Y me fui a sentar a la «49», una de las mesas junto al muro, de las más retiradas. En tiempos precovid, ese tipo de mesas fue sin duda el preferido de quienes buscan un rincón en el rincón: topadores, amantes, prófugos en general. Y da el caso que yo esa tarde era el prófugo. El juego de fútbol apenas empezaba, lo que me animó, pero eso no duró lo suficiente. A mi alrededor, una pareja discutía con recato, un tipo dormitaba con sus pertenencias peligrosamente desatendidas, otro no hacía más que ver su whisky como si en él corriera todo río Clyde y otro alternaba comentarios sobre el PSG, el Leipzig y la muerte.

III

«Cómo han cambiado las cosas» —le comenté al mesero al pagar. Él solo murmuró algo incomprensible, torció la boca y desaprobó con su cabeza todo lo que pasa. Nunca en su vida él será más elocuente. Yo me fui como suelo irme de los velorios: camuflándome en el luto de los más tristes.