Traduciendo el país de Cheever

Traducir, para mí, es un arte adivinatorio. Desconozco el inglés, idioma con el que trabajo, y de igual forma, no estoy familiarizado con las técnicas de traducción de los profesionales. No hago tales afirmaciones por falsa modestia o por irresponsabilidad, las hago porque me considero un aprendiz, que batalla con cada palabra, con cada frase, con cada giro idiomático, como si de resolver un acertijo se tratara. Traducir es buscar una respuesta a ciegas y solo encontrar un vacío, uno que la versión final ha llenado con una sustancia parecida a la original y a la vez distinta. A veces el original te da todas las pistas; otras, te toca inventarlas. En todo caso, también descreo de la idea del “original”.

Mis primeras incursiones en la traducción fueron con letras de canciones. Posteriormente empecé a traducir poemas, específicamente modernos o contemporáneos, hasta que por fin me embarqué en un proyecto completo: la edición y traducción de la poesía escogida del escritor estadounidense Dana Gioia (California, 1950). El volumen lleva por título La oscuridad intacta. Poemas escogidos, y –pese a la pandemia– verá la luz este otoño de 2020, bajo el sello editorial Pre-Textos, en España.

Dana Gioia saltó a la fama en 1991, gracias a su ensayo “Can Poetry Matter?”, en el cual analizaba el declive del papel de la poesía en la vida pública y en el que ofrecía una serie de soluciones para recuperar su lugar. Gioia ha publicado poesía, ensayo, libretos de ópera y traducciones. Asimismo, ha sido editor de numerosos volúmenes antológicos. Ha obtenidos 11 prestigiosos premios y reconocimientos, siendo el más reciente el Poets’ Price (2018), por su compilación 99 Poems. New & Selected (Graywolf Press).

Gioia ha sido visto como el padrino del nuevo formalismo (posteriormente conocido como poesía expansiva), movimiento que adquirió especial relevancia en las últimas décadas del siglo XX, y que abogaba por el uso de las formas clásicas. Dicha tendencia no ha estado exenta de críticas, como cabe esperar, incluso por parte del propio Gioia, quien está consciente de que muchos autores se limitan a la mera imitación, sin logros importantes e innovaciones.

En sus libros, Gioia combina poemas escritos en métros clásicos y también en verso libre. Asimismo, ha inventado sus propias formas, todo lo cual refleja que no se trata de un autor que se limita a una zona de confort o que responde tan solo a formulaciones harto conocidas. También, su obra se caracteriza por dar un lugar especial a los poemas narrativos. Un buen ejemplo de esta manera de trabajar sus versos lo encontramos en el poema “In Cheever Country”, que aparece en su primer libro, “Daily Horoscope” (1986).

Temáticamente, el poema aborda uno de los asuntos más importantes en la poesía de Gioia: la vida de la clase media. El texto nos ofrece un viaje en tren del lugar de trabajo hasta la casa, con todas las observaciones del hablante sobre el paisaje y la vida cotidiana. Sobra decir que el título alude al escritor John Cheever (1912-1982), quien justamente se caracterizó por dibujar en sus cuentos, con gran precisión, la vida en los suburbios de New York y cuya influencia se puede apreciar en la serie Mad Men. Pero Gioia no solo rinde homenaje a Cheever, también se apropia de su voz, para mostrar los claroscuros de la vida suburbana. De esta manera, apela no solo a la nostalgia, por la comodidad del hogar luego de la jornada laboral, sino que también recuerre a una mirada irónica, para cuestionar el costo de esa vida, fundada en el capitalismo.

En cuanto a su forma, el poema presenta algunas estrofas en pentámetro yámbico, que domina los versos, pero con una agilidad inusitada, que lo acerca al verso libre, un verso libre que igualmente sigue patrones rítmicos, pues nunca pierde su gracia y musicalidad. En ese sentido, para esta traducción, he optado por vertir algunas estrofas en endecasílabos (con ciertas licencias) y otras en verso libre, con lo cual de alguna manera se logra reflejar un movimiento que se abre y se contrae, que se acerca y se aleja, como una metáfora del viaje mismo en tren y del camino o la vía férrea que recorre. O dicho de otro modo, siguiendo a Les Luthiers, como si el tren fuese una oruga y la viéramos desplazarse poco a poco. No omito señalar que mi primera versión utilizaba solamente endecasílabos, y no fue sino hasta después que encontré las sutilezas descritas en la disposición de los versos.

Luego de esta preámbulo, comparto ahora mi versión del poema (seguido de su original, junto con las tres fotografías que acompañan estos textos, cortesía del autor). Solo espero haber encontrado una sustancia parecida.

La estación donde Gioia abordaba el tren,
durante el tiempo en que trabajó
como administrador en General Foods


El país de Cheever

Una media hora al norte de Grand Central
el país se amplía. Por las ventanas
del vagón aparecen las quebradas
llenas de hojas y los bosques de pinos
crecen hasta volverse pintorescos.

La carretera fluye entre los ríos,
entre árboles y el aeropuerto,
pero para conocer este país
hay que verlo en tren, incluido el gentío
que trota a casa antes de que oscurezca,

con ese olor a humo y a zapatos húmedos
de una tarde de esquivar sol y lluvia.
Un viaje sin libros o sin periódicos
será suficiente para entender
un paisaje que nadie toma en serio.

La arquitectura de cada estación aún conserva
su ilusión junto a las sucias vías:
pérgolas desafiantes, cabañas de verano clausuradas,
un sombrío pabellón coronado por ventanas arqueadas
en esta tierra de sol del norte e invierno prolongado. 

Los nombres de los pueblos estampados en las señales
—Sueño Verde, Valle Escondido, Bello Horizonte—
muestran que los urbanizadores al menos creen en la poesía,
aunquen solo como un talismán contra lo ordinario.
Parece que siempre hay mucho de qué protegerse.

El atardecer se expande por un instante y los pasajeros
en el andén adquieren un brillo extraño
por la luz que llega desde el acantilado al otro lado del río.
Algunos se suben al tren. Otros saludan a los que llegan;
de espaldas al ocaso se dan la mano y se abrazan.

Si existe un cielo, que sea un poblado
apacible como ahora este lugar.
Las puertas de los vagones se cierran, 
el gentío corre hacia sus pequeños
placeres. El andén se queda atrás.

El tren toma velocidad. Los andenes son distantes.
Escaleras de mármol suben las colinas donde resplandecen
casas en ruinas, en el río iluminado por la tarde.
Algunas son conventos, otras, orfanatos;
lugares que los capitalistas entregaron a Dios.

Algunas se pudren abandonadas,
con leones de piedra que vigilan
glorietas derruidas con llantas viejas,
que nos advierten que es igual de fácil
hacer una fortuna que perderla.

Pero el esplendor en ruinas sigue siendo esplendor,
incluso entrevisto desde un tren en marcha,
y es maravilloso imaginarse ahí en medio
de jardines con barandales, cerca del río
donde las barcazas aún ejercen su antiguo comercio.

Las grandes fábricas funden metal,
las maquilas trenzan lienzos enormes,
en los campos crece el dinero verde.
Las fortunas ya están establecidas.
Suceden tan pocas cosas que es obvio.

Aquí, en la luz de una tarde lluviosa,
se hacen las cuentas, luego a descansar.
Un huésped se acomoda la corbata
y un zorzal trina en un lote cercano
a las vías por las que llega el tren.

Ya está oscuro. A través de los almacenes
y los depósitos el tren se acerca
y empieza a detenerse. Anuncios de viajes
y bancas vacías esperan en el andén.
Unos cuantos coches quietos en una lluvia repentina.

Este al fin es nuestro hogar, esta ciudad ordinaria
donde las luces de la colina que resplandecen en la lluvia
son las luces en las que se bañan los niños, y ya es hora
de volver a casa: a tomar, a amar, a cenar,
a los modestos lugares que contienen nuestras vidas.


Hudson Line, Nueva York

In Cheever Country

Half an hour north of Grand Central
the country opens up. Through the rattling
grime-streaked windows of the coach, streams appear,
pine trees gather into woods, and the leaf-swept yards
grow large enough to seem picturesque.

Farther off smooth parkways curve along the rivers,
trimmed by well-kept trees, and the County Airport
now boasts seven lines, but to know this country
see it from a train—even this crowded local
jogging home half an hour before dark

Smelling of smoke and rain-damp shoes
on an afternoon of dodging sun and showers.
One trip without a book or paper
will show enough to understand
this landscape no ones takes too seriously.

The architecture of each station still preserves
its fantasy beside the sordid tracks—
defiant pergolas, a shuttered summer lodge,
a shadowy pavilion framed by high-arched windows
in this land of northern sun and lingering winter.

The town names stenciled on the platform signs—
Clear Haven, Bullet Park, and Shady Hill—
show that developers at least believe in poetry
if only as a talisman against the commonplace.
There always seems so much to guard against.

The sunset broadens for a moment, and the passengers
standing on the platform turn strangely luminous
in the light streaming from the Palisades across the river.
Some board the train. Others greet their arrivals
shaking hands and embracing in the dusk.

If there is an afterlife, let it be a small town
gentle as this spot at just this instant.
But the car doors close, and the bright crowd,
unaware of its election, disperses to the small
pleasures of the evening. The platform falls behind.

The train gathers speed. Stations are farther apart.
Marble staircases climb the hills where derelict estates
glimmer in the river-brightened dusk.
Some are convents now, some orphanages,
these palaces the Robber Barons gave to God.

And some are merely left to rot where now
broken stone lions guard a roofless colonnade,
a half-collapsed gazebo bursts with tires,
and each detail warns it is not so difficult
to make a fortune as to pass it on.

But splendor in ruins is splendor still,
even glimpsed from a passing train,
and it is wonderful to imagine standing
in the balustraded gardens above the river
where barges still ply their distant commerce.

Somewhere upstate huge factories melt ore,
mills weave fabric on enormous looms,
and sweeping combines glean the cash-green fields.
Fortunes are made. Careers advance like armies.
But here so little happens that is obvious.

Here in the odd light of a rainy afternoon
a ledger is balanced and put away,
a houseguest knots his tie beside a bed,
and a hermit thrush sings in the unsold lot
next to the tracks the train comes hurtling down.

Finally it’s dark outside. Through the freight houses
and oil tanks the train begins to slow
approaching the station where rows of travel posters
and empty benches wait along the platform.
Outside a few cars idle in a sudden shower.

And this at last is home, this ordinary town
where the lights on the hill gleaming in the rain
are the lights that children bathe by, and it is time
to go home now—to drinks, to love, to supper,
to the modest places which contain our lives.