El filósofo costarricense Roberto Murillo (1939-1994) fue un observador experto de la belleza, puntualmente de la belleza de parajes, bosques y cantones de Costa Rica. Recordado por sus discípulos, amigos y colegas como un hombre entregado a la filosofía como pocos, la afición de Murillo por el diálogo mayéutico solo es comparable con su amor por las caminatas por las montañas y su fina observación de los paisajes costarricenses. Dedico estas líneas a sonsacar el significado filosófico del caminar y la lentitud, tomando como fuentes documentales las dos colecciones murillistas de textos breves: Estancias del pensamiento (1978) y Segundas estancias (1990). Salvo indicación contraria, todos los textos entrecomillados provienen de ambas colecciones de preciosos textos concisos.
Lo de Murillo era una filosofía de la vida. Con todo, pretendo ser más preciso con la expresión porque creo que el embuste que incide en confundir el filosofar con alguna doctrina externa sin efectos para la vida se debe a una mala comprensión del genitivo. La preposición de que acá se utiliza para vincular los sustantivos filosofía y vida, admite dos acepciones del genitivo: su sentido objetivo y subjetivo, respectivamente. En el sentido objetivo del genitivo, una filosofía de la vida apunta a la consideración teorética sobre el fenómeno vital, a un cuerpo doctrinal de conocimiento sobre la vida como tema de investigación y de indagación. Este es un sentido fuertemente cognitivo de la expresión, dado que lo que así buscaría tal investigación no sería otra cosa que una dilucidación del fenómeno que contribuya con nuestro conocimiento objetivo sobre la vida: sus caracteres, estructura, límites, y demás expresiones de este jaez. Si lo que tenemos en mientes es la filosofía de la vida de Murillo en este sentido, se seguiría una exposición sobre sus tesis sobre el fenómeno y sus concepciones filosóficas. Sostengo, no obstante, que el sentido subjetivo del genitivo es el más adecuado para justificar nuestro acercamiento al tema que nos ocupa, puesto que, sin dejar de ser una forma de conocimiento, una filosofía de la vida de esta factura define nuestra pertenencia radical a la propia vida.
Ahondemos la sentencia. Un filósofo debe aprender a observar. La capacidad de observación, por cierto, no está dada de antemano, ni es innata, sino que ciertamente puede extraviarse. Así como el ojo debe entrenarse para convertirse en un observador atento y concentrado, Murillo practicó el arte del caminar y del andar. Al mejor estilo heideggeriano, en Murillo los derroteros del pensar y los caminos de bosque constituían dos escorzos de su forma de vivir filosóficamente. Y “muchos son los caminos que se dibujan y desdibujan sobre la tierra entrañable y divina”. De esta forma, “caminos hay que se internan dentro del alma, por donde se va ocultando el pasado, por donde se desvanecen imágenes queridas, allí donde se oye el alegre rumor de la juventud secreta, donde se juega el juego sin fin del tiempo con la permanencia”. No ignoro que la tentación inmediata sería definir a Murillo como un peripatético, pues tal cosa viene casi que exigida de suyo por las usuales imágenes que tenemos de la historia de la filosofía, pero se me antoja más apropiado motejarlo de pensador nómada; transido así de aquel espíritu arriesgado de descubrimiento y de la curiosidad, a veces deletérea, hacia lo que se encuentra más allá, que lanzó a la humanidad a habitar toda la tierra y a conquistar lo que, en principio, parecía imposible de alcanzar.
Seguramente habría que hacer el estudio sobre los pensadores caminantes (ignoro si tales ensayos ya se han hecho), pero, filosóficamente, en esto es Murillo un nietzscheano avant la lettre. Su ‘Defensa del caminar’ (1983) se abre con las palabras de Nietzsche: “la carne sedentaria es el auténtico pecado contra el espíritu santo”. Con todo, más que contra el sedentarismo, su artículo se dirige polémicamente contra la moda de “correr, agitarse y sudar, de día y de noche, en la ciudad y en el campo”. El filósofo se bate contra el encomio del correr, tan lleno de dioses y de héroes, que promete las mieles de la victoria e impulsa el espíritu competitivo. Los caminantes, dice Murillo, no tienen contrincantes, sino amigos con quienes conversa. El caminar, al contrario del correr, no se precipita hacia una meta prefijada, no se apura intensamente, sino que se demora en la paciencia. La fábula de la liebre y la tortuga —nos dice— es la prueba perfecta e irónica de que la ambición del corredor puede acabar en el ridículo: “sabio es el pueblo cuando dice que el que mucho corre, presto para”.
La afición por el caminar y las dotes de Murillo para la observación de los paisajes constituyen caracteres fehacientes de la definición de la filosofía de la vida en el sentido subjetivo del genitivo antes apuntado. Se trata de una forma de filosofar que se obtiene ejercitando la mirada en el caminar, y que requiere, además, de la lentitud como su condición de posibilidad. Aprendemos de Murillo la relación intrínseca entre el caminar y el filosofar, y del caminar como metáfora de la existencia humana.
Se nos da otra seña: el ritmo del caminar debe ser la lentitud. Desde el punto de vista de la existencia, y si de caminar se trata, el filósofo costarricense es un partidario decidido de la lentitud de la tortuga. Autor de un libro extenso sobre Antonio Machado (1975), Murillo encarnó el verso del caminante, puesto que el caminante, que andando hace su camino, también aventaja al corredor en las posibilidades para observar la belleza que le depara su ritmo paciente y calmo y la ausencia de una meta. Mientras que el correr rima al unísono con una suerte de voluntad de dominio, el caminar lo hace “con la de mejor ver para ser más plenamente”. Ver y ser no han de separarse, como así tampoco se abre un hiato entre el caminar y el pensar. Deplorable es, por ello, tanto imaginar la vida humana como una carrera, como denominar el curso de estudios universitarios de la misma forma. Como si lo fundamental fuera apresurarse y dejar a muchos otros atrás, derrotados sobre el camino, vencidos por el ajetreo; como si no fuera también cierta la sabiduría popular que reza que quien llega de último, ríe mejor. Y quien ríe, no lo hace a causa de una corona de la victoria sobre su cabeza que aguarda en la meta, sino a causa de la alegría que solo depara la paciencia del paso calmo. Murillo está convencido de que la lentitud es una condición de posibilidad para el buen pensar.
Como se dijo, cierto es también que otro desvarío es denominar carrera académica a la vida de quien se dedica a la docencia y a la investigación universitarias, imbuido por la locura del espíritu de carga, gestor responsable de convertir a la universidad más noble en un lugar desértico. Un botón de muestra: la exigencia de los tiempos que corren, a saber, que zafiamente no caminan ni esperan, y que se pronuncia en inglés: publish or perish. Corra, apúrese, afánese, o la parca aguarda. No conozco ningún artículo de Murillo donde quiebre lanzas contra este nuevo vicio del espíritu de carga, pero quizá ello se deba a que la demanda no se había instalado en la academia de su época. Pero caigamos en la cuenta de las intuiciones proféticas del filósofo costarricense. En efecto, es fácil llegar a la conclusión de que del denuesto de Murillo contra el apuro del correr cabría sacar algunas aplicaciones contemporáneas. A no dudarlo, el publish or perish desnaturaliza groseramente la tarea filosófica de la escritura. Hay tesis de licenciatura, y hasta de doctorado, que no deberían haberse publicado (y que causan pena ajena) porque, como afirma Murillo, “la escritura exige paciencia… saber esperar que las ideas se acomoden por sí solas, descansar en espera de la síntesis acertada, sin prisa y sin pausa, protegiendo el libro en gestación de manera que un ritmo espurio no venga a imponerse sobre el auténtico”. Y no es broma, desafortunadamente, el hecho de que algunos maestros del pensamiento —como Husserl— que en vida escribieron mucho pero publicaron poco, no sobrevivirían al ritmo de los tiempos actuales, pues lo suyo no erra el correr, sino el mucho pensar y el mucho escribir, pero el poco publicar lo que no debe salir a la luz. O puntuarían en las calificaciones de la comisión de régimen académico por debajo de los oportunistas y arribistas, que hacen publicar alocadamente todas sus ocurrencias sin sonrojarse, si bien miran sus punticos en la noche y los comparan —satisfechos y ufanos— con los de aquellos desgraciados ubicados más abajo (voy ganando). Así envilecen el pensamiento para toda la eternidad. Lo ha dicho Nietzsche: “callar es muy difícil, sobre todo para un charlatán”.
Si fuéramos serios con las exigencias del pensamiento, en la universidad habría una comisión de régimen de la escritura, conformada por los más eximios y experimentados maestros de la palabra que devolverían nuestros textos con la advertencia que sigue: este libro debe ser colocado debajo de la almohada y sus pensamientos deben ser recorridos muchas veces más, sus palabras más meditadas y su forma transformada. Háganos llegar el texto dentro de media década, o una, o dos. Es dable imaginar una universidad utópica que se desmarque en franca rebeldía de los indicadores que suelen demandarse en nombre de la productividad, que se dé a sí misma sus propias exigencias, pues la genuina productividad del pensamiento es asunto de la lentitud y del largo meditar. El carácter fructífero de lo que merece ser dicho solo puede ser producto de la paciencia de un pausado caminar, a más que la autonomía radical de la universidad tiene a su alcance todas las potestades para instituir sus propias exigencias. La lentitud podría ser una de ellas, así como la seriedad verdadera del largo meditar.
Inadvertidamente, estas reflexiones sobre la paciencia del caminar ilustran a la perfección la idea de una filosofía de la vida en el sentido subjetivo del genitivo. La voluntad de dominio, que hace las veces de oculta ideología del corredor ambicioso y de sus metas espurias, encuentra en el ejemplo vital del caminar a su reverso antitético. Lo genuinamente filosófico en el sentido socrático del pensamiento es el caminar y la paciencia que espera que las ideas ocupen su lugar, en el tiempo preciso. El corredor se asemeja a aquellos que creen que saben, y lo saben con celeridad o, como suele decirse, a la carrera. Mientras que el uso más importante de la filosofía quizá radica en hacernos conscientes de que lo verdaderamente fundamental es adoptar una actitud vigilante de nuestra ignorancia, que apunta a lo que estamos esperando saber. Ser filosófico significa ser consciente de que lo fundamental es lo que ignoramos y que lo verdaderamente filosófico radica en las preguntas que no podemos contestar, y no en un supuesto saber del que estaríamos en posesión, que rápidamente hay que hacer publicar. La existencia filosófica es así inherentemente insegura. La seguridad del corredor ambicioso, por la misma razón, se nos antoja enteramente anti-filosófica. Un pensador no hace carrera, sino camino. La carrera tendrá su corona, puesto que su triunfo y su meta es la derrota de muchos, de aquellos dejados atrás. Pero el camino del pensador no tiene meta, sino que hace camino al andar, pues su propósito más preciado es el recorrido mismo, las estancias del pensamiento, la inocencia de un niño sin carga que lo apesadumbre.
En ‘Senderos en el Jardín Lankester’ (1980), Murillo no deja escapar la oportunidad de referir el cuento de Borges El jardín de los senderos que se bifurcan y el título de la obra de Heidegger Caminos de bosque. La idea borgeana apunta más al laberinto, a la metáfora de la existencia como un andar que tiene que descubrir su propio camino y no se debe a los dictados de una competencia prediseñada por los funcionarios y los gestores de la administración del juego al cuadrado. Los Holzwege heideggerianos indican la carencia de una meta, los caminos que se pierden tan solo en medio del bosque. Se me excusará mencionar que yo mismo pude comprobar el sentimiento de extrañeza que suscita el seguimiento de los devaneos de Heidegger cuando hice una excursión en el año 2006 a la cabaña del pensador en los bosques de la Selva Negra en Todtnauberg. El recorrido está señalizado (Heideggers Rundweg) hasta que se alcanza la última indicación: fin del Rundweg. En medio de bosque denso, termina uno internado en un paraje que ejemplifica lo dicho por Heidegger al comienzo de su obra sobre los leñadores y guardabosques: “ellos saben lo que significa encontrarse en un camino que se pierde en el bosque”. Lo que vale para el pensador alemán es igualmente sugerente para Murillo. Los caminos tienen todos esos elementos que permiten concebirlos como el trayecto del pensar y de la vida, pues “hay bifurcaciones, momentos de indecisión; luego, de abandono de un rumbo por otro, de ir por uno pensado en lo que en otro habría podido ser, en lo no pensable”. Al corredor se le sustrae toda bifurcación, toda busca laberíntica y toda indecisión. Se abalanza en línea recta hacia el triunfo de la meta. Pero su corona y su medalla es la de un juego que, en sentido estricto, carece de verdadera seriedad. No solo no ha ganado nada, sino que lo ha perdido todo (aunque haya ganado un cargo).
Textos como el del jardín ofrecen, en su brevedad y su maestría, atisbos de la filosofía de la vida murillista. La idea fundamental subyacente es que uno bien podría escoger una metáfora inadecuada, no solo para concebir la vida, sino para, de hecho, vivirla de manera inauténtica. Tal es, pues, la fatal metáfora de la carrera hacia una meta y de las mieles del triunfo que nos imaginamos que alcanzaremos al proseguir el paso atolondrado de nuestras ambiciones. A todas luces resulta más apropiada la perspectiva de los caminos que “pasan por lo claro, por lo oscuro, pero más frecuentemente por el claroscuro”.
Cabe pensar en triunfos pretendidos, en victorias que no son más que derrotas definitivas, donde la gesta en cuestión no se trataba, al fin y al cabo, del juego más decisivo. Por ello, la lentitud y el caminar nos instruyen, en tanto categorías sobre todo éticas, acerca de una forma de concebir la existencia que imponen el ritmo adecuado para trazarnos nuestra propia senda.