Philip E. Agre contra el ‘morbus hermeneuticus’

Antes de desaparecer como por arte de magia en el año 2009, Philip E. Agre fue profesor de ciencia de la información en la Universidad de California, Los Angeles, después de haber realizado estudios doctorales en el laboratorio de inteligencia artificial del MIT (dirigido, a la sazón, por el eminente roboticista Rodney Brooks). Se presumía que había sufrido algún desequilibrio mental y, según algunos reportes, aparentemente estaba viviendo como mendigo en las calles de Los Angeles. En el año 2010, sus familiares anunciaron que Agre se encontraba bien, pero que no quería ser molestado ni tenía pensado volver a su trabajo en la universidad. El suceso no es otra cosa que la desaparición de uno de los teóricos más creativos y talentosos de las relaciones entre la ciencia computacional e informática y las humanidades. En efecto, pienso que se trata de una suerte de catástrofe teórica, tomando en cuenta el espíritu poco filosófico, tosco y reduccionista que reina en esa quimera denominada computational philosophy, transida de la ideología del algoritmo y de las rutinas características de los programas que empobrecen las actividades vitales y desdibujan la complejidad dinámica del existir con sentido.

Tropecé con la obra de Agre cuando estaba redactando mi tesis doctoral. A la sazón corrían las noticias de su desaparición y leía con asombro todo lo relacionado con su búsqueda. Un lustro después publiqué un artículo en inglés sobre sus ideas fundamentales que llamé, en frase exactamente agreana, Making AI Philosophical Again. No debo negar que, con extraña celeridad, llegué a considerarme su discípulo enmontañado y del trópico (aunque lo haya descubierto un invierno nevado en una ciudad universitaria de Baviera). Y no ha de ser culpa sustancialmente de nadie el que sus acólitos actuales nos contemos con los dedos de una sola mano. La prueba está en que mi artículo para la revista Continent me ganó honrosas menciones de exdiscípulos y mensajes de algunos de sus excolegas en el MIT. Los agreanos semejamos más bien una secta exclusivamente minúscula. Quizá la mejor citación de lo que he escrito es una mención en un artículo aparecido en AI & Society acerca mis opiniones sobre la relevancia filosófica de Agre. Otro botón de muestra de nuestra soledad fue mi voz pronunciando su nombre en el coloquio doctoral de Würzburg y en una escuela de verano en una abadía medioeval alemana en medio de un grupo consagrado a temas cognitivos en que Agre decía tanto como nadie. El que un eminente teórico alemán de la inteligencia artificial como Dietrich Dörner (el autor de un proyecto para programar el alma) se haya encogido de hombros ante mi insistencia en la relevancia teórica de Agre, no hizo otra cosa que envalentonar mi apreciación por el ingeniero computacional devenido pensador filosófico. Quiero por ello pasar a considerar algunas viñetas de las ideas agreanas, no solo porque me siguen pareciendo hoy en día de relevancia fundamental, sino a causa de esa consideración de la soledad distintiva de quienes hemos tenido la suerte de tropezarnos con su obra. 

Aparte de brillante roboticista, Phil Agre fue un teórico de internet (¡incluso un proto-fundador de la web 2.0 en la década de 1990!) que comenzó a albergar graves preocupaciones acerca de los efectos societales para la privacidad de las personas causados por el dominio de las tecnologías de la comunicación y de la información. Sus colegas lo han descrito en términos laudatorios como el estudiante de doctorado más brillante de su generación en el MIT. Según Michael Traven, lo que distinguía a Agre era su coraje intelectual que se abalanzaba contra las sensibilidades dominantes en el MIT y su pretensión de ser, más que un científico computacional, un filósofo de la tecnología: “Phil tenía la habilidad de tomar campos enteramente ajenos a la cultura del MIT (la filosofía continental, la sociología y la antropología) y traducirlos en términos que un nerd como yo podía entender”. Fundó el Red Rock News Service, una lista de correos electrónicos que suele concebirse como modelo pionero de los blogs y de los boletines informativos actuales, y que contenía noticias, reflexiones breves, ensayos, y opiniones semejantes a las que se encuentran hoy en día en tweets y posts de las redes sociales. Su conocimiento teórico, rayano en la obsesión, se corrobora en una lista bibliográfica (What I’m interested in) que contiene un número ingente de obras sobre todos los temas, incluyendo las de los filósofos Derrida, Husserl, Lukacs, Adorno, Hegel, Gadamer, Nietzsche, Marx y Foucault; no solo nombres desacostumbrados en círculos cognitivistas, sino sistemáticamente desechados de tales conventículos. 

Su magnum opus, Computation and Human Experience (1997), es uno de los intentos más serios y creativos de utilizar la riqueza de la filosofía fenomenológica (de signo heideggeriano) en la implementación tecnológica. El programa de investigación de la inteligencia artificial —pensaba Agre— debía volverse filosófico, porque hunde sus raíces en la tradición del pensamiento que asume sin reflexión, amén de que las dificultades en las que recae muchas veces se deben a asunciones no cuestionadas de naturaleza filosófica. Por aquel entonces, Agre hablaba de una práctica técnica crítica: “el tipo de postura crítica que adoptará como guía una decisiva autoconciencia de sus proyectos en tanto práctica específicamente histórica”. Según Agre, hay metáforas fundantes que subyacen a las ideas de implementación tecnológica que deben ser investigadas y que no deben simplemente asumirse acríticamente. Por decirlo con el investigador de las metáforas filosóficas, Hans Blumenberg, lo metafórico no puede ser reducido o eliminado. No se trata de ‘restos’ (Restbestände), sino de ‘elementos constitutivos’ (Grundbestände) de la imaginación científica. La ingenuidad conceptual causa estragos en la práctica científica.

Lo de Agre no se deja explicar cual aparente inconsistencia, pendulación inexplicable o ambivalencia circunstancial y antojadiza entre los ámbitos técnico-científicos y especulativo-filosóficos. Hay enemigos de una supuesta calistenia intelectual infructífera llamada despectivamente filosofía que se imagina como humorada vacía, o gimnástica masturbatoria de mentes ociosas, desordenadas y alógicas. El prurito agreano de ir a contrapelo de los usos del laboratorio de IA del MIT nos lo presenta casi con un rictus de sorna contra la confiada arrogancia de los neófitos de la historia del pensamiento que abjuran de toda erudición conceptual. Muchos impasses científicos —pensaba— no son otra cosa que producto de la ignorancia conceptual, de la falta de imaginación y de ciertos prejuicios teóricos que se asumen sin cuestionar. Ya el título Computation and Human Experience se pretende crítico, tanto que el and de la cópula bien podría haberse tratado de un versus. La exactitud de la computación contrasta con la contingencia del lenguaje vernáculo y con la sedimentación inaprensible de la existencia histórica que funge como su humus. La práctica técnica crítica no solo pretende arrancarse de la ingenuidad conceptual que pervive en la implementación tecnológica, sino poner todos los conceptos y métodos en riesgo “por medio de un continuo desvelamiento de su trabajo como una práctica histórica específica”. 

Agre no está tan solo afirmando con esto la verdad de perogrullo de que las ideas y los conceptos tienen una genealogía y despliegue históricos reconocibles, sino algo más radical: que la práctica científica necesita de una conciencia filosófico-conceptual de la que carece. Según sus palabras, no basta con matematizar alguna idea y diseñarla en alguna máquina computacional, sino investigar las mismas metáforas que hacen las veces de ideas previas a toda implementación tecnológica. La práctica técnica no solo deriva del trabajo estrictamente tecnológico, sino también de una construcción discursiva cuyo origen se encuentra en metáforas asumidas sin investigación. Los ejemplos son legión, pero puede pensarse en ideas típicas, como que la percepción es una suerte de óptica inversa que construye un modelo del mundo en retro-referencia a impresiones sensoriales; que la acción se ejecuta mediante constructos mentales denominados planes, entendidos como programas computacionales; o que el conocimiento consiste en un modelo del mundo que puede ulteriormente formalizarse en sus elementos atómicos constitutivos. Tan metafóricas e inseguras son estas ideas como las contraposiciones entre la mente versus el cuerpo, la actividad mental versus la percepción, la interioridad versus la exterioridad, lo abstracto versus lo concreto. En concordancia con Agre, la inteligencia artificial y la ciencia cognitiva han heredado una serie de presupuestos acerca de la mente y del mundo que simplemente se han terminado inscribiendo en un proyecto científico. Sin embargo, al intentar trascender la historicidad de este lenguaje heredado, la investigación cognitiva ha terminado ofuscando una conciencia lúcida de las tensiones internas inherentes a este lenguaje meramente contingente. El resultado: las tensiones que han ido a parar a una región oscura emergen en ocasiones  por medio de impasses técnicos, equivocaciones teóricas y confusiones ontológicas. 

En lo tocante al entero esclarecimiento de los prejuicios que nos dominan, habría que recordar el apotegma de Gadamer que aparece en Verdad y método, según el cual somos más ser que conciencia, de forma que los prejuicios siempre tendrán primacía sobre nuestros juicios. En arreglo con ello, el proyecto de Agre tiene la desventaja de dirigirse ineludiblemente hacia un despeñadero. Su propósito mismo de llevar a cabo una revolución cognitiva merced al diseño de programas orientados hacia la acción interactiva, se inspiró en los conceptos heideggerianos de Vorhandenheit (estar-ante-la-vista) y Zuhandenheit (estar-a-la-mano), para trastocar el énfasis de la tradición cognitivista en lo mental y contemplativo. Empero, objetivó la acción con su propia jerga metaforizada de entidades deícticas (the-door-I-am-opening, the-stop-light-I-am-approaching, the-envelop-I-am-opening, the-page-I-am-turning) y así no logró sustraerse enteramente de la tradición mentalista que pretendió minar desde sus fundamentos. 

Una discusión más detallada y compleja de estos problemas se encuentra en mi trabajo citado supra, pero el punto de esta pieza era más bien exhibir el acierto de Agre en lo tocante al ineludible sintagma entre los conceptos y su historia. La investigación rigurosa de los conceptos que conforman nuestro acervo teórico, no solo no es accesoria o prescindible, sino parte y parcela de la labor del pensamiento. Que Agre inscriba esta labor reflexiva en la misma práctica científico-cognitiva es ya suficientemente radical como para ganarle acusaciones de escolástico, metafísico o filósofo especulativo. En esto el desaparecido discípulo de Brooks se nos antoja tanto más filosófico que aquellos profesionales de la filosofía que motejan la reflexión sobre la historia de los conceptos de actividad exógena e intrascendente para el pensamiento. Se trata del debate entre aquellos que se jactan de avanzar el pensamiento mediante un tratamiento directo de los problemas, y aquellos que supuestamente solo se ocupan de textos fundamentales de la tradición. Esta última praxis filosófica consistiría en una evidente concentración en la exégesis que, las más de las veces, recibe el grave reproche de no ser más que filosofía de escritorio (armchair philosophizing). ¿Es la filosofía solamente un saber erudito y exegético que se dedica enteramente a las discusiones filosóficas de más de dos milenios? ¿Debe ser la filosofía solamente una suerte de práctica filológica de textos filosóficos? ¿Se confunde la filosofía con su propio estado de la cuestión? 

En este respecto, Schnädelbach arguyó en un artículo crítico que, precisamente, la exclusiva concentración de los filósofos en las grandes obras del pensamiento podría denostarse como una suerte de ‘enfermedad filosófica’. Se trataría de una patología que impregna amplios sectores de la práctica filosófica: el morbus hermeneuticus, a saber, la idea de que “filosofar consiste en leer la obra de los filósofos y de que la filosofía se realiza en la interpretación de los textos”. De tal forma, la filosofía sería un saber erudito y filológico. La objeción es de vieja data y ha sido parte y parcela de los aspectos ideológicos (negativos) de la filosofía de orientación cientificista, cultivada sobre todo en el pensamiento anglosajón. 

El pensador historicista argumentaría que, a diferencia de las ciencias, la historia conceptual y el estado de discusión del pensamiento filosófico no son aspectos exógenos a la filosofía misma, sino un aspecto fundamental de su ámbito de investigación. Puede que la historia de la química sea inconsecuente para la práctica de la ciencia química, pero este ciertamente no es el caso de la filosofía, porque la historia efectual de la conceptualidad forma parte de su ámbito de investigación de forma fundamental. Así que no es que los filósofos sean como médicos más interesados en la historia de la medicina que en la propia práctica médica, sino que —a diferencia de los médicos y la historia de su campo— la historia de los conceptos forma parte de la propia práctica de la filosofía, es decir, esa práctica no puede llevarse a cabo sin la referencia concienzuda y analítica al propio estado histórico de la discusión.

Al igual que Agre, mis propias convicciones están del lado de una praxis filosófica históricamente informada. Al igual que Gadamer, creo que debe entenderse nuestra conciencia de la historia, no sólo en el sentido objetivo del genitivo (como conciencia de la propia situación histórica o percatación consciente de que, en efecto, somos históricos), sino más radicalmente en el sentido subjetivo del genitivo (en tanto nuestra pertenencia a la historia rebasa los límites de nuestra propia conciencia de su eficacia en nosotros). De hecho, nuestra propia conciencia está determinada por los efectos de la historicidad, de forma que —de nuevo, como ha dicho Gadamer— somos “más ser que conciencia”.

Si bien las acusaciones del morbus hermeneuticus caracterizaron por un tiempo los estilos filosóficos analíticos y continentales, defender hoy en día el carácter secundario de la historia del pensamiento es más bien una actitud paleolítica. Como ha dicho Hilary Putnam —a quien nadie se atrevería a acusar de continental—, la disociación del ejercicio de la filosofía de su historia constituye un yerro fatal, puesto que obstaculiza el tener conciencia de que los supuestos que generan nuestros problemas son contingentes. Así, el carácter determinante de la tradición radica en que los conceptos con los que pensamos siguen siendo parte de nuestro bagaje teórico y científico, si bien lo usual es que este acervo nos pase desapercibido o que lo demos por sentado. Empero, en ausencia de una apropiación originaria de este legado conceptual corremos el peligro de limitar las propias posibilidades del pensamiento, puesto que los conceptos con los que pensamos nos indican lo que puede decirse y lo que no, lo que puede pensarse y lo que no; incluso pueden nublar nuestra visión y ofuscar eventualmente posibles dimensiones que se nos niegan como si no existieran.

La dirección de la investigación científica complementada con una rigurosa reflexión de su historia conceptual sugerida por Agre no es precisamente el enfoque mayoritariamente practicado. Su contribución científica es honda porque no pretendió llevar a cabo un análisis filosófico de la inteligencia artificial con tintes fenomenológicos, sino intervenir en la misma investigación cognitiva oponiéndose a una serie de presupuestos de raigambre filosófica que se daban por sentado. Pero también nos puede servir su obra para sacar lecciones filosóficas, puesto que mostró la inanidad de enfoques más bien tradicionales que no en pocas ocasiones suelen ser presentados bajo la rúbrica de ser más rigurosos, menos oscuros o más científicos. Su rigurosidad no es tal y su claridad puede ser disputada a causa de todo el trabajo conceptual que se reserva a las sombras. De ahí la grave herida que ha dejado la ausencia de Agre merced a su desgraciada desaparición hace más de una década.