Desde mis mocedades soy cultor de la lectura sistemática de biografías, autobiografías, memorias y de intercambios epistolares de filósofos, escritores y artistas. A este respecto, he encontrado una fruición intensa en los diarios de ese hindú de Barcelona, Salvador Pániker, así como en las cartas de Nietzsche y en las reflexiones autobiográficas de Ingmar Bergman. Al través de mi vida de Carlos Gagini me ofreció ínclitos pasajes e imágenes duraderas de la centuria decimonónica y del cambio de siglo en nuestro país. Pero poquísimas obras de esta naturaleza me han transmitido un sentimiento de fuerza tan palpitante y vibrátil como las memorias del filósofo costarricense Claudio Gutiérrez Carranza (Cartago, 1930), intituladas El ancho panorama (EUCR, 2010). Lo sé, la sentencia parece hiperbólica, pero es tan cierta como el hecho de que sigo releyendo las memorias del filósofo por el simple placer de visitar de nuevo episodios narrados de una forma que solo admite el mote de fantástica. Lo ha dicho la escritora Tatiana Lobo en el proemio de la obra: «felizmente estos recuerdos se alejan de la crónica realista y se acercan a lo maravilloso, la imaginación constituye un mundo fantástico sobre otro que, en rigor, no es imaginado». De ello sea lo que fuere, con todo, «no sabemos cuán fiel es el autor a su pasado. La memoria suele cargar algunas tintas mientras desvanece otras».
La Editorial de la Universidad de Costa Rica ha publicado una edición de las Obras completas de Gutiérrez en seis volúmenes en el año 2011 (galardonadas —por cierto— con el Premio Nacional Aquileo Echeverría en la categoría de ensayo), que también incluye en su último tomo las memorias que habían aparecido un año antes de forma separada. Se trata de su obra que más he disfrutado y a la que vuelvo nuevamente para leer algún recuerdo de una ciudad de San José perdida para siempre, los avatares con su familia en la finca de Matina, su viaje a Corea del Norte y su detallado recuento del proceso de reforma universitaria. Aunque se trate de un proponente de un «nuevo humanismo», del viejo conserva Gutiérrez intacta una vocación por las letras, verificada en una forma de escribir que hace de los textos verdaderas obras literarias. Su talento poético no le pasa desapercibido al lector, ni mucho menos su toupé de haber escrito la letra de un bolero, que uno no puede sino cantar hacia los adentros. Alguien me contó que Gutiérrez se disgustó cuando unos poemas eróticos suyos, publicados en la legendaria revista Kasandra de Jorge Jiménez, aparecieron en la edición impresa con un par de condones adheridos a la página, pero no tengo forma de corroborar la veracidad del exabrupto. Y lo más conveniente en esta ocasión es que no revele la fuente de la anécdota.
Cuando tomé entre mis manos un ejemplar de las memorias que encontré rebuscando entre los estantes de la librería universitaria en San Pedro, mis ojos se iluminaron ante el hallazgo fortuito, consciente de que la adquisición conjugaba mi afición por el género con el hecho sorprendente de que un pensador costarricense, del fuste de Gutiérrez, hubiera hecho publicar un grueso volumen autobiográfico. A decir verdad, el género no ha sido cultivado con asiduidad en nuestro país, al menos por los representantes del conventículo filosofal. Por lo demás, Claudio Gutiérrez ha sido un testigo y un actor insigne de un siglo de la historia intelectual costarricense. Incluso sin tener conocimiento de su contenido es fácil caer en la cuenta, de antemano, de que estas memorias constituyen de suyo un documento de gran privanza.

Claudio Gutiérrez obtuvo la licenciatura en la antigua Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Costa Rica, después de una estadía en la Universidad de Madrid en la España de Franco, donde escuchó clases de José Ortega y Gasset. Participó de lleno en la reforma universitaria de la década de los años cincuenta como secretario del rector Rodrigo Facio. No es un hecho consabido el que detrás del diseño espacial del campus universitario estuviera la mente preclara del joven filósofo, pero, en arreglo con sus remembranzas, el rector se dirigió a él con estas palabras: «tengo que construir una ciudad universitaria. Pero esa ciudad física tiene que corresponder a una ciudad lógica. Usted es muy lógico: dibújeme una representación gráfica de todas las relaciones que haya entre los distintos planes de estudios de los diversos departamentos, facultades y carreras». No cabe la menor duda de que nada puede haber más apropiado, para una universidad que está dando sus primeros pasos de reforma humanística, que su propio espacio físico haya sido imaginado originalmente por un filósofo. La hermosa ciudad universitaria, que hoy en día lleva el nombre del joven rector de antaño, fue imaginada de forma lógica. Y la lógica pertenece originariamente al logos: el pensamiento que es, al mismo tiempo, palabra. Gutiérrez se imaginó un diseño arquitectónico que se inspiraba a la vez en la nueva organización: «un centro verde entrecruzado de veredas con edificios en la periferia rodeados de una carretera de dos vías completamente circular».
Las memorias de Claudio Gutiérrez cuentan la historia del niño que asistió a la escuela metálica en el San José de la década de los cuarenta y su descubrimiento de las ciencias humanas en las clases de castellano impartidas en el Colegio Seminario por el filósofo vasco Teodoro Olarte. El lector se entera, además, de los estudios de grado de Gutiérrez en la rudimentaria universidad y las fortuitas circunstancias que lo emplazaron en medio de la reforma universitaria, comandada a la sazón por el filósofo Constantino Láscaris, a quien recogió en su automóvil a su llegada en el aeropuerto en 1956, y a quien ayudó a mudarse a una residencia en Sabanilla. Una olla de garbanzos con pollo preparados por su esposa se ofreció como agasajo a la familia recién llegada de Aragón. Antes del arribo de Constantino Láscaris al país, ya jugaba Claudio Gutiérrez un papel preponderante en la reforma. Parece que el también joven rector —de 39 años de edad a la sazón— se avenía bien con la compañía de filósofos, puesto que él mismo se encargaría de convencer en persona al mismo Láscaris para que aceptara la oferta laboral en Costa Rica.
De adscripción originalmente existencialista y cristiana, Gutiérrez llegó a convertirse en el primer filósofo de orientación analítica del país y en uno de los pioneros de la filosofía de la ciencia cognitiva en la región. Decano de la Facultad de Ciencias y Letras, ocupó el puesto de rector de la universidad después de haber regresado de Chicago, en cuya universidad se doctoró. Años antes de los estudios doctorales, había hecho una pasantía en el Hutchins College de la misma universidad estadounidense con el fin de rendir un informe a su regreso sobre la concepción de los estudios generales de aquel prestigioso College. Después de su retiro de la Universidad de Costa Rica, Gutiérrez fue profesor por más de una década en la Universidad de Delaware. Su paso, breve y atropellado, como Ministro de Educación en la administración del Presidente Miguel Ángel Rodríguez Echeverría, no solamente es narrado realmente en las memorias, sino que lo engalana una «Entrevista fantasmal» entre don Claudio y un periodista imaginario. El artificio, no obstante, no le resulta tan desacostumbrado al lector que se encuentra ya a la altura de la página 237 de un mamotreto que cesa en la 542, y donde la realidad y la ficción se entremezclan, pues la vida —dice el filósofo citando a Chesterton— «se parece, sí, a una novela… aunque no siempre a la misma novela».
Vuelvo a Tatiana Lobo: «esta autobiografía nos permitirá ver al niño asustado ante las cóleras paternas, al joven enamorado, al viajero curioso, al ministros fugaz, al Homo academicus, al rector atribulado por las protestas de los estudiantes». Y no es ociosa la pregunta de la novelista: «¿qué tuvo más importancia en la vida de Claudio Gutiérrez, el culto mariano o el culto a la inteligencia artificial?» Quisiera responder esa difícil cuestión contestando que ni una cosa ni la otra. Y para sostener el aserto me valgo tan solo del ya referido talento del filósofo, no solo para la lógica, sino sobre todo para el logos en su sentido más amplio. Claudio Gutiérrez, es cierto, dedicó gran parte de su carrera a opugnar modos de pensamiento que él mismo suscribió —como el vitalismo— y su obra es contundente tanto en lo que afirma como en lo que niega. Empero, su tono y su visión de los inicios del Departamento de Filosofía no son los de un sectario. Razón por la cual no hay una sola palabra en sus obras que expresen desprecio por aquellos humanistas de viejo cuño que fueron sus maestros y colegas, ni la insinuación de que se trataba de «charlatanes» en el sentido más rancio de un Mario Bunge.
De cierta forma, Claudio Gutiérrez pendula entre lo viejo y lo nuevo. Y tiene una autoridad para dejarse llevar por ese vaivén porque él mismo formó parte de los inicios de la tradición filosófica en la universidad y de todas las etapas de su desarrollo subsecuente. Aunque es cierto que hay cosas de las que Gutiérrez no quiere ni acordarse —como su tesis de licenciatura de orientación vitalista, Teoría de nexo real, que no reprodujo en la edición de sus Obras completas—, ni Marcel, ni Ortega son solo recuerdos lejanos, como afirma Luis Camacho en su introducción a las Obras. De hecho, son nombrados una y otra vez en las obras de madurez y en las memorias, y Gutiérrez quiso reproducir en su recopilación de artículos periodísticos viejas piezas donde alababa a existencialistas como Karl Jaspers. Los elementos que todavía perviven en él de la formación del viejo humanismo hacen de su viraje posterior una instancia menos propensa a los dogmatismos logicistas y positivistas más usuales. La forma de examinar su pasado religioso, por ejemplo, se caracteriza por la reflexión sopesada que quiere inquirir en lo pasado la belleza y la alegría en las obsesiones de antaño; no solo juzgar errores o posturas ilusas soterradas para siempre.
Sin ser un pensador dialéctico, ni entender él mismo —según mi parecer—de dialéctica en absoluto, Gutiérrez se nos antoja, con todo, dialéctico al menos en lo que atañe a la autocomprensión de su propio derrotero vital. No entiende sus etapas formativas como compartimentos estancos, mónadas cerradas e incomunicables de forma inexorable, o como escalones sucesivos que se pierden hacia adelante sin tener su fundamento en antecedentes que también son arrastrados y contenidos en el presente. Como reza el título de las memorias, se trata de un ancho panorama, y ha sido la lectura del último volumen de sus obras lo que me he prestado el mejor servicio para entender el pensamiento del filósofo costarricense de forma integral. Son ciertos matices que uno adquiere leyendo las memorias los que precaven de una lectura unilateral: filósofo religioso, metafísico y existencialista rompe con el pasado y se pasa al bando del pensamiento científico-cognitivista. Nótese que, efectivamente, esa descripción no es incorrecta. Pero insisto que es parcial puesto que emplaza a Gutiérrez del lado de los sectarios del claustro —denunciados por Roberto Murillo— y desfigura el vaivén entre el concepto clásico de humanismo y el humanismo replanteado expuesto en su opus magnum en el quinto volumen de las Obras completas.
Sea de todo lo antedicho lo que fuere, lo cierto es que si alguien ha escrito unas memorias de forma magistral, ese ha sido el filósofo Claudio Gutiérrez. Su logro es tan eximio que me atrevo a colocarlo a la altura de las mejores exposiciones del género autobiográfico de que tengo conocimiento.