El uso de evidencia científica para informar decisiones en política pública, la dignidad de la mirada científica, la promesa de una sociedad de conocimiento basada en la ciencia; estas y otras experiencias de nuestro tiempo provienen, en buena medida, de la imagen de la ciencia como una empresa orientada y dedicada a preservar la objetividad. De acuerdo con esta idea, la ciencia es un acceso a las cosas tal cual son o, como señala una conocida metáfora, un «reflejo de la naturaleza». Por ello, se suele añadir, la ciencia tiene la facultad de enseñarnos a manipular la naturaleza de manera eficiente, estratégica e innovadora, a partir de la meticulosa intervención en el funcionamiento de sus componentes –desde quarks, protones y átomos, hasta moléculas, células y organismos–.
El sentido de la objetividad de la ciencia ha sido un tema crucial para los estudios de la ciencia, desde el surgimiento de la mecanización de la naturaleza en las obras de Galileo, Bacon, Kepler y Newton; los primeros adalides modernos del discurso científico. Al respecto, un hecho relevante sobre el carácter objetivo de la ciencia – y que ha dotado de valor a la producción científica de conocimiento – es que se trata de un tipo de validez que trasciende el contexto de su definición, administración y organización. En este sentido, la objetividad de la ciencia se presenta, para los ojos de la modernidad, como una marca de origen, prestigio y trascendencia.
Por esta razón, la pregunta por el carácter objetivo de la ciencia generó un debate transversal, que decantó en dos posturas aparentemente contrapuestas. Por un lado, la investigación filosófica de fines del siglo XIX, principalmente el empirismo lógico, preparó el terreno a toda una tradición posterior que comprendió la objetividad como el resultado de un lenguaje estrictamente lógico, cuyas proposiciones siguen reglas y principios matemáticamente construidos. A diferencia del lenguaje natural, con el que acostumbramos a entremezclar creencias y opiniones, y que no pocas veces nos llevan a confundir lo verdadero con lo fantástico, el lenguaje objetivo de la ciencia representa lo real desde la autonomía de su estructura lógica y, por consiguiente, posee mayor autoridad que otras formas de representación que presentan, intervienen y manipulan lo que llamamos, simple y llanamente, naturaleza. Por otro lado, la investigación sociológica interesada en ciencia erigió una mirada opuesta a la de la filosofía. Tal es el caso del llamado “programa fuerte” de la sociología del conocimiento científico. Este programa comprendió la ciencia como una actividad, cuyos discursos están determinados por factores sociales e institucionales. A diferencia de la postura filosófica, entonces, una mirada sociológica defiende la idea de que la ciencia – por muy autónoma que se quiera a sí misma – siempre depende de condiciones proporcionadas por el contexto en el que se desenvuelve.
Ciertamente, ambas posturas ejemplifican los polos más robustos o extremos de las disciplinas que hoy dialogan sobre el sentido de la ciencia y su carácter objetivo. Y no negaré que entre ambos polos hay, indudablemente, muchos matices y puntos intermedios. No obstante, este panorama general sobre los estudios de la ciencia nos permite preguntar, ¿en qué sentido la ciencia es, a la vez, autónoma y social? ¿Cómo es qué la ciencia puede ser, al mismo tiempo, un discurso universal y local? Y finalmente, ¿cómo afectan los factores sociales o locales a la producción objetiva que realizan las ciencias?
Hace 15 años, estas preguntas reaparecieron en un debate entre dos representantes principales de los estudios de la ciencia: Hans Jörg Rheinberger, filósofo y bioquímico, y David Bloor, sociólogo y representante del programa fuerte. A su libro capital, Hacia una historia de las cosas epistémicas (Rheinberger, 1997), David Bloor le critica no reconocer que su postura epistemológica es, más bien, una sociología del conocimiento científico camuflada y, a su juicio, injustamente crítica contra el dualismo tradicional, que he ilustrado aquí a propósito de la noción de objetividad (Bloor, 2005). La visión de Bloor invita, en cierto modo, a detenerse en la propuesta de la epistemología histórica y explicar por qué, a mi juicio, ella trasciende este dualismo, invitando a adoptar una postura que aquí llamaré situada, al enfocarse en la dimensión práctica de la producción científica, y particularmente en el uso y manipulación específica de los elementos que constituyen al conocimiento científico.
Rheinberger define la epistemología histórica como un método filosófico enfocado en las condiciones materiales de la experimentación científica y cuyo objetivo es comprender cómo se producen objetos científicos en el espacio del laboratorio. Se aprecia, entonces, la puesta en tensión del dualismo clásico en esta propuesta: la epistemología histórica trata justamente de entender cómo se produce conocimiento objetivo a partir de factores y condiciones contingentes, que forman parte de la vida social e institucional de todo laboratorio. De acuerdo con Rheinberger, el trabajo científico se organiza y reproduce a partir de una unidad mínima, pero dinámica, que denomina sistema experimental. Un sistema experimental es un conjunto de elementos, que pueden caracterizarse ya como objetos epistémicos u objetos técnicos. Mientras que los primeros definen elementos y herramientas teóricas y conceptuales, los segundos definen herramientas técnicas y marcos de procedimiento institucionales.
Un mismo componente –por ejemplo, un protocolo de experimentación para cultivar neuronas, un aparato tecnológico como un Eye-tracker, la manera en que se instala un electroencefalograma o incluso un lenguaje científico que define entidades abstractas para el análisis de eventos físicos o biológicos– puede ser epistémico o técnico, según el uso que se le confiere en un contexto experimental particular. En efecto, la función de los sistemas experimentales, según Rheinberger, consiste en posibilitar la interacción entre estos elementos, para producir un espacio de representaciones emergentes, orientadas a plantear y resolver preguntas para las cuales no tenemos respuestas, pero que el mismo proceso experimental, mediante articulaciones específicas entre tales elementos o incluso entre diversos sistemas experimentales, construirá de modo paulatino, iterable e innovador. Así, un sistema experimental desempeña un rol eminentemente pragmático, ya que su fin consiste en producir espacios de representaciones que, mediante el uso y aplicación de los elementos en juego, permiten producir cosas epistémicas, conocimientos específicos acerca del funcionamiento de diversos fenómenos de interés.
El punto central de la epistemología histórica, entonces, no es negar la dimensión social de las condiciones materiales que operan en un laboratorio. Más bien, la mirada filosófica de esta propuesta consiste en mostrar que la articulación epistémica de elementos heterogéneos – desde discursos a máquinas, desde teorías a modos de hacer – es posibilitada por sistemas experimentales, cuya operatividad no es reducible al carácter meramente social o institucional de sus componentes. Así, es la articulación entre los componentes, y no los componentes mismos, la que produce un horizonte propio e irreductible, el horizonte de lo epistémico o, como Rheinberger precisa en su respuesta a Bloor, el horizonte de una epistemicidad, que se agencia en toda práctica científica y experimental (Rheinberger, 2005, 409). Este horizonte, por cierto, no es necesariamente omniabarcante. Al contrario, como Rheinberger mismo sostiene en una entrevista reciente, la epistemecidad es un aspecto fundamental en el ámbito de la praxis de investigación, pero no representa más que el 10% o 20% de las actividades realizadas por los científicos (Rheinberger, 2018, 146-147). Pese a ello, este horizonte, discreto e incalculable y las más de la veces indecible antes de avizorar resultados específicos, juega un rol fundamental, porque construye el espacio en el que los científicos pueden enfrentarse a preguntas para las cuales faltan respuestas, a saber, el espacio de lo desconocido e inanticipable, el espacio de un horizonte abierto en que los sistemas de creencias, las instituciones y los relatos heredados se repliegan, para dar paso a la disposición humana orientada a producir aquello para lo cual no hay nombre – la explicación de un mecanismo desconocido, la descripción de series de eventos de relaciones ignotas, la manipulación de conductas mediante técnicas inexploradas, etc.
En definitiva, la noción de “sistema experimental” nos permite desarrollar una aproximación situada y, por tanto, más compleja de la práctica científica. Y, respecto a la idea misma de objetividad, nos permite desarrollar una mirada menos idealizada y más concreta de su sentido material y discursivo. Por un lado, nos permite apreciar que lo objetivo se produce mediante reconstrucciones experimentales, que emplean teorías, prácticas y técnicas para representar y manipular fenómenos que consideramos naturales. Así, la epistemología histórica motiva preguntas más situadas, como qué tradiciones de pensamiento científico y filosófico se emplean en los laboratorios, qué herramientas tecnológicas permiten localizar y temporalizar los fenómenos bajo análisis y qué métodos analítico-matemáticos son necesarios para descomponer estos fenómenos. Por otro lado, podemos apreciar también que estas reconstrucciones experimentales son objetivas, en tanto pueden ser replicadas y alteradas en diversos lugares, mediante un proceso recursivo determinado por las condiciones técnico-materiales propias de cada contexto experimental. Con ello, esta postura filosófica enfatiza el hecho de que toda representación científica implica siempre un plano material que la constituye, delimitado a partir de recursos técnicos, pero también de financiamientos para proyectos, agenda de trabajo, intereses políticos, etc. Esto no quiere decir, por cierto, que la objetividad se esfuma en el brasero de la contingencia. Más bien, esto indica que el carácter objetivo de las ciencias se forma y reforma en un contexto experimental atravesado por horizontes histórico-sociales, que informan, pero no subyugan al juego de estrategias de justificación, aplicación y utilización que los sistemas experimentales posibilitan.
El hecho de que en un mismo proceso productivo puedan emplearse distintos sistemas experimentales nos señala que lo objetivo también opera como un juego de desplazamientos entre diversas tradiciones científicas, teorías y modelos, que exceden con mucho la distinción tradicional entre disciplinas. Las ciencias son objetivas, en este sentido, porque ellas mismas son efecto y causa de procesos históricos, colectivos y transdisciplinares, en los que se generan paulatinamente diversas culturas experimentales, vale decir, contextos en los que nuevas formas de representación y manipulación científica se vuelven posible. Así, frente a una postura dualista, que representa a la ciencia ya como un discurso idealizado o una construcción ideológica de lo real, la epistemología histórica propone una mirada multifocal y pragmática, orientada a entender cómo el conocimiento se produce –con sus propias credenciales de validez– a partir de condiciones materiales, cuya diversidad puede ser tan amplia como los contextos mismos en donde se hace ciencia.
Referencias
· David Bloor, “Toward a Sociology of Epistemic Things”, Perspectives on Science, vol. 13. Nº3, pp. 285-312, 2005.
· Hans Jörg Rheinberger, Experimentalität. Labor, Atelier, Archiv, Berlin: Kadmos.
· Hans Jörg Rheinberger, 1997, Toward a History of Epistemic Things, Stanford: Stanford University Press.
· Hans Jörg Rheinberger, “A Reply to David Bloor: Toward a Sociology of Epistemic Things”, Perspectives on Science, vol. 13. Nº3, pp. 406-410.