Charlton Heston en Montezuma, Puntarenas 

(Crónica del 14 y 15 de septiembre de 2021)

A Montezuma habíamos llegado dos días atrás y nos hospedamos en un hotel cerca de la catarata. En la noche del 14 salí a buscar un helado. Carla se quedó en la habitación. En el pueblo me topé con el acto cívico de la escuela. Lo realizaron en el parquecito frente a la heladería y reunió a varias decenas de niños, niñas, padres y madres. El temor al COVID pudo más que el fervor patrio y observé el acto a lo lejos mientras comía una pelota de chocolate y otra de banano. La brisa del mar dejaba escuchar algunas palabras de las recitaciones y se distinguía la obra de teatro con una escenografía tan sencilla como asertiva. La chiquillada aprovechaba el despiste parental para hacer loco con sus faroles aún sin encender. 

Cuando volvía al hotel me topé con la continuación del acto cívico, ahora desfilando con sus faroles encendidos. El carro de la Cruz Roja iba a la cola de este desfile de faroles por una calle de lastre a la orilla del mar. La luz de emergencias encendida dejaba ver una columna más amplia de lo que era.  Yo caminaba a contramano y veía los rostros pequeñitos con sus mascarillas que se alumbraban alternativamente por la luz de los faroles y del carro de la Cruz Roja. Un parlante dejaba escuchar música patria. 

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El día 15, Carla y yo decidimos ir a conocer una catarata en Playa Cocalito. Intuíamos que sería una travesía larga pero no cuán larga. Teníamos que atravesar Playa Montezuma y Playa Grande hasta llegar a Cocalito. Por pertrechos nos llevamos una bebida hidratante y una buena dosis de bronceador sobre la piel. Más tarde nos arrepentiríamos de las manzanas y las mandarinas que dejamos en el cuarto. Salimos como a las 9 de la mañana.

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Playa Montezuma era el camino conocido, pasando el hotel Ylang Ylan llegamos a ese riachuelo idílico que desemboca en el mar. Luego nos internamos un poco en la montaña por el sendero El Sueño Verde, que es parte de la Reserva Natural Nicolas Wessberg. La tierra que hoy es reserva fue antes la finca de Nicolas (Olof) Wessberg y Karen Morgensen, un matrimonio de europeos que vinieron al país en 1955. A los pocos años ya estaban dejando crecer el bosque local en los terrenos que compraron. Tiempo después, supongo que cuando fueron testigos de las alocadas políticas del Instituto de Tierras y Colonización de aquella época; comenzaron las gestiones para que estas fincas se declararan zonas protegidas. La montaña densa y el follaje que nos legaron Nicolás y Karen nos protegieron del sol por un trecho. Los rótulos del sendero hacían referencia escuetamente a la muerte de Nicolas, luego averigüé: en 1975 fue asesinado por un delincuente común, el mismo año que se declaró Parque Nacional Corcovado, por el que luchó incansablemente. Karen le sobrevivió hasta 1994 y en su testamento, donó sus tierras al Ministerio de Ambiente y Energía. 

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Habremos andado una hora y media desde que salimos. Nos sentamos a descansar sobre un gran tronco frente a la playa. Carla me preguntó cuánto nos faltaba, busqué en el Google Maps, ni siquiera habíamos llegado a la mitad. El camino comenzaba a verse como un reloj de agujas: señala que el tiempo avanza hacia adelante, pero para hacerlo da vueltas en círculos. 

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El mar estaba particularmente furioso ese día. Golpeaba las rocas con fuerza. Las tres playas son muy rocosas, en algunas partes, sustituyen por completo a la arena. Además de las piedras enormes, abundan troncos que hacen breves travesías cuando las olas llegan a la playa y los levantan unos centímetros. Es bonito para ver, pero peligroso para caminar. También abunda el plástico: botellas, tapas y chancletas. El trabajo incansable de guardaparques y personas voluntarias no es óbice para que siga llegando a la playa toda esa evidencia de la gran civilización que somos. Una civilización en pugna, en la que hemos acostumbrado a los malos a ganar.

Cruzamos un pequeño bosque y un río y llegamos a Playa Grande que está frente al Refugio de Vida Silvestre Romelia. No se divisaban más que un par de personas, probablemente voluntarias del Refugio. En estas playas también abunda el agua dulce que baja de la montaña y en momentos de gran calor, como este, cae muy bien refrescar los pies en los pequeños ríos. Caminando, dejándome sentir la sensación de frescor del agua, tomé la mano de Carla. Playa Grande tiene mucha distancia entre la arena y el mar. Estaba repleta de enormes y pesados troncos que parecían dispuestos en una galería, un jardín de estatuas espontaneo. Éramos esa pareja que caminaba rodeada de grandes troncos, como tallados por un pueblo olvidado en el tiempo. Pensé en esa escena famosa: en una playa al borde un acantilado, cabalgan un mismo caballo el Coronel George Taylor (Charlton Heston) y Nova (Linda Harrison) cuando finalmente han logrado huir de los peligrosos simios. Entonces descubren nada menos que a una desvencijada Estatua de la Libertad semienterrada en la arena. El Coronel, que es el único que entiende lo que aquello significa, baja del caballo y ante la mirada sorprendida de Nova se arrodilla frente a la estatua, maldice y llora. Creyó, creímos, durante toda la película que el Coronel había viajado por el espacio, pero nos damos cuenta de que, de tanto remontar el espacio había atravesado el tiempo. Este drama, muy propio del Coronel Taylor, se lo vimos actuar a Heston en tantas otras películas. El drama masculino que hemos dado en llamar heroísmo o civilización y que ha sido motor, fundamento y justificación de tantas guerras (como las de independencia).

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Ya pasábamos de las tres horas de caminata, se nos acababa la única botella de líquido que llevábamos y el sol arreciaba. Comenzábamos a extrañar las manzanas y las mandarinas.

Al final de Playa Grande encontramos un camino lleno de troncos y piedras resbalosas. Dudamos si atravesarlo porque el mar estaba embravecido. Allí fue donde apareció Don Antonio con un saco de cocos al hombro y un pequeño corvo. Nos fijamos por dónde pasaría él y lo seguimos. Luego le hicimos conversación. Hablaba rápido, quiero decir, montaba las palabras una sobre la otra. Le preguntamos por la catarata, nos dijo que lo siguiéramos, y nos internamos en un bosque de enormes pochotes. Mientras caminábamos nos contaba de la pesca, nos señalaba el acantilado que se veía a la derecha y hablaba de caletas donde se pescaba jurel y pargo en verano. 

—Dioslibreahoraeninvierno.

Sabedor de los ritmos del mar y vecino de la zona, nos tranquilizó diciendo que la marea iba a bajar al medio día. Al final de ese bosque ya estábamos en Cocalito y apenas llegamos a la playa, Don Antonio señaló un pequeño punto a lo lejos y dijo:

Ustedesvanpaallá, tienenquecruzarlaplaya.

Y donde él señalaba se alcanzaba a ver una caída de agua hacia el mar. La catarata estaba suficientemente cerca para verla y suficientemente lejos para pensar en devolvernos.

Habían pasado casi cuatro horas desde que salimos.

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La catarata parecía alejarse cinco pasos cada vez que avanzábamos dos. Llegamos a una parte de la playa donde el mar llenaba peligrosamente. Cortamos por un camino de montaña no menos peligroso. Otra vez salimos a la playa, ahora sí, extenuados, insolados y al borde del enojo. Por fortuna encontramos un pequeño arrollo que nos permitió bajar un poco la temperatura en sus aguas. Llegar o no a la catarata era algo de segundo orden ¿Quién querría ver un grupo de piedras y agua que les cae?

Para cuando la divisamos, había pasado a ser ya un accidente geográfico. Carla dijo:

—Bueno, esto era.

Tomamos un par de fotos queriendo hacer ver un tipo de sonrisa que esconde lo que estoy contando. Iniciamos inmediatamente el camino de vuelta. Se nos había acabado la bebida hidratante e imperaba un poco de humor ambiguo. Las mandarinas y las manzanas seguían en el refrigerador del hotel. 

A la vuelta éramos las ruedas de la carreta de Atahualpa Yupanqui tratando de entonar una canción. Volvimos a toparnos a Don Antonio y conversamos brevemente. Luego de eso no paramos hasta llegar, un tanto maltrechos, a Montezuma y corrimos al supermercado por algo de beber. 

En total, entre ida y vuelta, habíamos caminado un poco más de siete horas.

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Sería hasta la noche del 15 que nos enteraríamos de la celebración que organizó el gobierno, a la que asistieron un limitado grupo de representantes al Estadio Nacional. Por supuesto, fueron los memes los que nos pusieron al tanto, de hecho, fue lo único que vimos mientras descansábamos las piernas y revisábamos las redes sociales. 

No pude evitar imaginarme al presidente sosteniendo las riendas de su caballo, con Claudia asomando por encima de su hombro, mientras, a la orilla de un acantilado la cámara comienza a revelar la Estatua de un León Cortés carcomido por el óxido.