Más de mil páginas

Mediaba diciembre y mi papá estaba en cuidados intensivos. De todos modos, entramos a la librería a comprarle sus regalos de navidad. Mi pareja de aquel momento y yo nos paseamos un rato entre títulos y elegimos dos libros con una característica común: tenían alrededor de quinientas páginas cada uno. Ella escogió la autobiografía de Chaplin con empaste de lujo y yo una investigación periodística que se titula “El marqués y la esvástica”, escrita por Rosa Salas Rose y Plàcid García-Planas.

Envolvimos los regalos y los dejamos en el portal junto con los del resto de la familia. No tengo idea de cómo o cuándo los repartimos. Supongo que no recuerdo eso porque recuerdo otras cosas. Los dos libros junto con otros regalos que eran para mi papá quedaron envueltos después de las fiestas. Al tiempo mi mamá los puso al lado de la urna con las cenizas, en un pequeño altar que había improvisado en el rincón de su cuarto. 

El propio duelo planteó las preguntas ¿qué hacer con las cenizas y los regalos? Mi mamá nos devolvió los libros todavía envueltos en papel kraft con figuritas. Eventualmente los desenvolví mientras pensaba algo como “¿qué hago ahora con los buenos deseos?”

Al final quedaron en mi biblioteca. Destacan de los demás volúmenes por su tamaño. Me los han pedido en préstamo y no he accedido. Leí alguna vez un par de capítulos de uno de ellos. Puede que algún día los examine completos. 

Quedaba resolver lo otro ¿qué hace uno con las cenizas de una persona que ama? Al final, son pedazos de su cuerpo. La tradición enseña que no son más que polvo. No lo creo. Son los fragmentos microscópicos de alguien que te abrazó y te beso y te dijo que te amaba o no lo dijo. Alguien que se sentó frente a vos y repitió verso por verso el himno nacional hasta que lo aprendiste. Y cuando lo aprendiste lloró un poco. 

Mi papá había dicho que quería descansar para siempre en las playas de Guanacaste. Decidimos hacer varios viajes a la playa con la gente que amó (a mi papá lo amó mucha gente). En cada viaje esparcimos un poquito de cenizas y realizamos un pequeño ritual para recordarlo. 

En el primero de esos viajes leí una investigación histórica de mi queridísimo Victor Hugo Acuña titulada “Centroamérica: filibusteros, estados, imperios y memorias”. Un libro acerca de cómo se recuerda la campaña de 1856 en Costa Rica, Nicaragua y Estados Unidos. Me veo leyendo esas páginas fascinado por sus interpretaciones. Victor Hugo y mi papá se habían conocido tiempo antes en casa de un familiar y se tomaron mucho cariño. Conversaron por horas. La historia que leía era tan buena como la que pasaba en mi cabeza: ellos dos hablando sobre Nicaragua, sobre Juanito Mora, sobre Walker. Ellos dos tomando unos tragos y emborrachándose. Ellos dos discutiendo sobre el papel de la memoria.

Al último viaje llevé un diario que redactó Schowb cuando fue a Samoa a buscar, entre otras cosas, la tumba de Stevenson. Es curioso. Por muchos años ese libro había estado en mi biblioteca sin que le prestara mayor atención. Cuando llegó la hora de escoger la literatura para aquel viaje trascendental lo tomé casi al azar, tan solo recordando el cariño que me despertó el Schwob de “Las vidas imaginarias” y los prólogos de Borges. Pero cuando estuve en la playa, rodeado de lágrimas y seres queridos, me percaté de que leer a Schowb era buscar refugio, tal vez comprensión, en las extensas descripciones del largo periplo que necesitamos hacer para encontrar la tumba de un padre.

[NOTA: Este texto, con mínimas modificaciones, fue publicado por primera vez a mediados de 2018 en la querida y recordada Revista Paquidermo.]