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Al esculpir la piedra y manejar una máquina mortal que en un segundo llega al hueso, el cuerpo tiene que estar bien posicionado en el suelo negando la gravedad a como se pueda. El equilibrio es fundamental. Entonces el cuerpo empieza a imaginar sus vacíos, sus protuberancias, sus encuentros, sus disoluciones, sus choques… Esto guía el baile que ahí se gesta a partir del golpe y del tacto. 

Al esculpir hay mucho que el ojo no enfoca, planos que el ojo no siente, caídas que no se transitan y sonidos que se vuelven invisibles. De pronto, la visión se vuelve limitada y hay que recurrir a algo primario, al tacto. Las palpitaciones del tacto entienden del movimiento, y es a partir de esta pulsión que el cuerpo se sumerge en otro, intentando reconocer dónde y cómo puede expandirse. 

En lo escultórico hay múltiples tiempos (algo así como multidimensionales). Está el tiempo en el que la máquina va a cuatro mil revoluciones por minuto y hay que tener cuidado en controlar el plano. Otro tiempo es el de la resistencia del cuerpo al sostener esa máquina por al menos cuatro minutos, porque al inicio se soportan solo dos, luego cuatro y así hasta encontrar el siguiente límite, la siguiente resistencia del cuerpo, hasta pasar un umbral y llegar a veinte minutos. También está el lapso que hay de descanso para volver a tomar la máquina, algo así como el impulso necesario para no diluirse de nuevo en el umbral. A veces el descanso es de tres minutos y a veces de quince o veinte; es un momento para la respiración, los parpadeos, la mirada hacia el cielorraso y las contorsiones necesarias para relajar la espalda; es decir, es un momento donde se sienten las palpitaciones del exceso. 

Todo esto se enmarca a su vez en otro tiempo: el día. A veces por día se trabajan dos horas, cuatro horas… pero ya se sabe que mientras más dure el día, más fuertes son las proyecciones de esas repeticiones. 

Y bueno, esos son tiempos cronometrados, pero hay otros tiempos que no son necesariamente calculables, en los que la unidad de medida se vuelve obsoleta. Estos son los tiempos de las impresiones, cuando las vibraciones de las cuatro mil revoluciones por minuto se quedan en el cuerpo, conteniendo, acelerando, desfasando y sosteniendo movimientos. Y nos damos cuenta porque cerramos las puertas como si no hubiera un borde, o como si el borde se desplazara cada vez más de su cierre o cuando el pulso tiembla y no puede con las sutilezas del balance, porque el brazo ya memorizó la fuerza que necesita para dominar el choque de la máquina con la piedra, y esta es la imagen que sigue determinando a ese fragmento del cuerpo que parece tener vida propia, porque a pesar de que ya no está bailando con la piedra y la máquina, el brazo contempla como presente ese escenario, esa imagen. 

Es como una intensidad contenida que no encuentra el carácter fugitivo para pasar a la siguiente escena. Así, las impresiones de esas cuatro mil revoluciones se disuelven en “el” recientemente, y actualmente se expanden, posteriormente vuelven, próximamente pasan y temporalmente penetran, son tiempos que se dilatan en la convergencia del vaivén. 

Pero donde no hay vaivén sino más bien atrofia de lo patético es en uno de los últimos pasos del quehacer escultórico, el más necio. Es la terquedad de lo atemporal, de querer sellar el poro, la brutalidad, la insensatez y la necedad de imponerse, de no escuchar la madera rechinando en las noches, que aunque la madera se corte no se muere, que la piedra no hay forma que esté caliente, ella siempre va a estar fría… Se busca imponer el tiempo de un cuerpo a otro, pero la piedra y la madera son irreverentes a controlar el plano. Toda esta insistencia por contener el paso del tiempo, al parecer es para que la imagen quede momificada en el qué. ¿Qué es esa escultura? preguntan, ¿qué representa esa escultura? siempre preguntan, como si siempre tuviese que referir o estar subordinada. No representa las 79 lunas de Júpiter, ni representa los 300 mil millones de estrellas, ni el estrecho de Bering. 

Esa explicación que reclama el qué nos arrebata de estar inmersos en lo atmosférico del cuándo de la imagen, en el sfumato, en esa deriva por el humo, el evaporarse como humo. La mirada, los pómulos y los pliegues de La Dama del Armiño se componen a partir de transiciones, llegamos a la imagen con el tiempo y no con líneas y bordes definidos sino mediante gradaciones de capas traslúcidas de pintura, es el impacto de la profundidad lo que conforma la imagen. Pero profunda también es la Venus de Willendorf, la cual ha presenciado infinitos cambios atmosféricos, ella misma es un paisaje insondable de sutiles gradaciones durante 30.000 años. Abismales también son las huellas de las cavernas, imágenes de la presencia fluida que no pertenecen ni pertenecieron al impacto de un solo ahora, sino de múltiples ahora durante 2000 mil años. Dibujo nómada que se iba componiendo conforme la corteza oceánica se acelaraba, mientras hoyos negros se disolvían… pero todo esto es insignificante si nos preocupamos solo por el qué, porque entonces en las cavernas ya no presenciamos un dibujo nómada, porque nos preocupamos por reconocer la figura, que si es un mamut, que si es un bóvido y qué representa, el remate perfecto. 

Siempre ataca la necesidad de insistir en eso a lo que se refiere el adverbio interrogativo del qué, el cual nos lleva al dónde, que a su vez nos permite señalar la imagen en su última escena. Pareciera que por medio de la respuesta a esta pregunta accedemos a lo flemático, lo impasible y la incapacidad del vacío, ahí donde reposamos tranquilos porque reconocemos la figura, la sombra, la mancha y le damos un nombre que nos quita el exceso de la imagen. La imagen no solo es un algo determinado y reconocible sino también períodos de resonancia. 

No solo el qué de la imagen, también el cuándo