Laberintos

Ella está en la proximidad, se ve de frente y se piensa en el horizonte.

Percibe que la profundidad es la mayor de las alturas.  

Ahora tiene plantas; quiso poblar como jungla las paredes de concreto que se convirtieron obligatoriamente en el único lugar seguro. No se daba cuenta de la gran responsabilidad que se echaba en la espalda cuando, en un frenesí causado por el placer estético y la ambición, eligió una quincena de plantas para llevar a su apartamento. 

¡Ella, que no tenía ni idea de cómo cuidar a una planta! 

Pero ha aprendido mucho: el pasaje de mirar a observar, de oír a escuchar, de dudar a intuir. 

Ahora se enfrenta a sí misma. Y ve que quiere huir de ese momento. Usualmente es paralítico, incómodo y, sin embargo, lo busca todo el tiempo. Como dice Pessoa, es el momento de la travesía. Porque después de la parálisis, brotan las palabras. Al inicio desordenadas y dislocadas, igual que hablar en un sueño.

A cada planta, todas las mañanas, la observa con mucho cuidado, ahora que el tiempo cambió completamente de ritmo. Contempla sus hojas, sus vástagos; su color y el estado de su suelo. Como si fuera algo que siempre supo hacer, mete su dedo en la tierra para comprobar su humedad. Las olfatea con curiosidad de cachorra y se enorgullece de verlas florecer, crecer y reverdecer.

Como si la planta fuera espejo, se percibe en ella y pregunta: ¿Con qué atención escucho a mi cuerpo? ¿Sé cuando es oportuna el agua para no ahogarme ni entrar en sequía? ¿Qué tan saludable está la tierra sobre la que crezco, de la cual me nutro? ¿Habrán malas hierbas a mi alrededor que se fortalecen en detrimento de mi espacio? La diferencia es que ella ha de ser planta y cuidadora de planta; ese es el reto.

Como mantra, siempre dice: es necesaria la versatilidad y la dirección en esta vida. Y sin embargo suele quedarse en una tibieza perturbadora, en una mala interpretación de la versatilidad como sumisión y la estúpida idea de que la decadencia tiene dirección. Y aún peor: que va hacia donde ella quiere ir. 

¡No! -piensa- no hay viento que sople a mi favor, no existen ni epifanía ni astrología capaces de salvarme de mi misma y del mundo.

La búsqueda de la epifanía es igual que la fe, igual que la búsqueda de una musa o de dios o de la felicidad permanente. El deseo de la epifanía solo evidencia la quietud inútil de quien espera algo que le caerá del cielo: musa, dios, felicidad. 

Otra cosa fascinante de estos seres -aparte del sonido que hacen la tierra y las raíces al absorber el agua, como el sonido más perfecto del agradecimiento- es que, como son follaje, son multiplicidad. Y no es necesariamente una multiplicidad simultánea: mientras una hoja muere la otra está naciendo. Sus partes nunca duran y sin embargo nunca terminan. Conviven la vida y la muerte en un mismo organismo, y ni la maldad ni la bondad se manifiestan en ese proceso. La hermosa solo-exterioridad de la naturaleza no humana. De nuevo recuerda a Pessoa. 

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Después de todo el encierro sí cala en la cordura. La encierra, y piensa que la cordura encerrada pierde su esencia misma. El encierro de la cordura es su perversión, su despojo. 

El olvido inducido: ¿será que la palabra que se olvida es aquella que no se quiere asimilar? 

Encierra y piensa: 

Cómo cuesta. Qué poco cuesta. Qué poco falta. Me falta que me falte algo y para eso aún falta, y probablemente me costará. Pero ese es el objetivo, que cueste, ¿o no? 

Si se desea bajar de la cabeza -hogar del pensamiento-, entonces la clave es sentir el cuerpo.

¿Está encerrada en su cabeza o es su cabeza? 

Se acecha a ella misma como si fuera dos. Encerrada en medio del deseo del olvido. Encerrada en medio del olvido del deseo. ¿Desea olvidar? ¿Olvida desear? Cuerpo encierra mente. Mente encierra cuerpo. Encierro, encierro, encierro. 

Los pájaros son los mosquitos más amables y los mosquitos no la dejan dormir. ¿Habrán pájaros al lado de mi cama? Se pregunta.

Es como si constantemente se tuviera bajo amenaza nuclear de ninguna cosa. 

El encierro es una lupa. 

Espera musa, dios, felicidad.