“El sentimiento de culpa y de obligación personal ha tenido su origen, como hemos visto, en la más antigua y primigenia relación individual que existe: la de compradores y vendedores, acreedores y deudores. En este terreno se enfrentó por primera vez la persona a la persona, y éstas se midieron entre sí”.
Friedrich Nietzsche
“El sentido de justicia se constituye a su vez histórica y geográficamente”.
David Harvey
Bustamante, el electricista, era el único que se daba el gusto de darle largas a don Hans. Decía “sí, claro, mañana llego”, pero al día siguiente nada que aparecía y menos aún que llamaba para explicar por qué no había llegado. Se aparecía cuando le daba la gana, entre ocho y diez días después de la primera, la segunda o la tercera llamada, siempre tranquilo, sin pedir disculpas ni dar explicaciones.
Hablaba bajito, acomodaba su caja de herramientas, se encaramaba en el banco de metal, cambiaba los bombillos y revisaba los tomacorrientes. Se tomaba un vaso de agua, me preguntaba cosas sobre ese país enano del que algo había oído hablar por boca de un amigo retornado, y se volvía a subir en el banquito a hacer milagros con la instalación eléctrica. Finalmente, acomodaba sus herramientas de vuelta en la caja, cobraba y se iba, silencioso y tranquilo como había llegado.
Llevaba muchos años haciéndole trabajos a don Hans; de hecho, aunque era el único electricista autorizado para entrar en su casa y en las dos oficinas del Edificio Palladio, su “sí, claro, llego mañana” era un espejismo de voluntad, porque a fuerza de trabajarle a personas como don Hans sus maneras de desplazarse habían dejado de ser subordinadas.
Para llegar hasta el barrio alto, en San Damián, Bustamante tenía que hacer varios cambios de línea y entregarse a los empujones de una masa impaciente de la que él mismo formaba parte. Una vez en San Damián, pues lo de siempre: tocar el timbre, presentar documentos, dejarse revisar. Básicamente, poner de su parte para mantener intactas las fantasías de todos los involucrados.
Caminaba kilómetro y medio con la caja de herramientas a cuestas, el invierno apuntando a su cabeza y la garganta hecha esmog. Al cabo de un rato llegaba a su destino, en donde era recibido por el ladrido indolente de los perros, la indiferencia impostada del personal de servicio y el circuito cerrado de cámaras en donde quedarían minuciosamente registrados sus gestos y el mal estado de su suéter de lana. Una vez allí, pues lo de siempre: hacer los arreglos, revisarlos varias veces, pedir un vaso de agua, ir al baño, cobrar, repetir el control en la casetilla y lanzarse al oleaje violento de gente y vagones que lo arrastraría hasta la puerta de su casa.
En la oficina las cosas no eran muy distintas. Bustamante iba y venía por el pasillo como un gato acostumbrado a la oscuridad. Don José, que era la desconfianza hecha persona, pasaba al baño varias veces para verificar que el famoso electricista estuviera haciendo la pega. “Bustamante es bien pillo, Laura”, repetía don José cada vez que me pedía llamarlo, “pero mejor eléctrico conocido que eléctrico por conocer”.
A Bustamante el servilismo ajeno lo tenía sin cuidado; estaba acostumbrado a lidiar con personas como don José, mandos medios curtidos por el miedo constante a perder el trabajo. Don José, sin duda, era un caso paradigmático, como paradigmática era también la relación entre don Hans, Bustamante y don José. En los ojos de Bustamante, en esa ruina permanente que era su suéter de lana, podía rastrearse una cicatriz muy antigua, una furia que iba saliendo de a poquitos, pero que personas como don José, con esfuerzos sostenidos y endeudamientos en momentos clave, lograban contener más o menos bien.
Un día de tantos, mientras Bustamante reparaba las luces de los baños, me entró una llamada de un tal Gregorio, un señor de voz muy áspera que pedía hablar con don Hans. Traté de pasársela, pero cuando le dije que lo llamaba el tal Gregorio, mi jefe escupió un par de monosílabos y colgó.
Don Gregorio siguió llamando cinco veces por semana, en la mañana y en la tarde. En un par de ocasiones puso a llamar a su mujer, engañado en la esperanza de que a ella sí la atendería, pero mi jefe, fiel a sí mismo, espetó las groserías habituales y reventó el auricular con el mismo ímpetu de siempre. Transcurrieron un par de meses sin señales de don Gregorio hasta que un día de tantos, mientras Bustamante revisaba los fluorescentes de la recepción, timbró el teléfono a la hora indicada. Ya era mucho, y don Gregorio, quien ya me conocía y me saludaba con una contenida familiaridad, finalmente accedió a contarme lo que pasaba. Don Hans le debía treinta mil pesos por los arreglos que le había hecho al jardín de su casa, en San Damián, pero mi jefe, fiel a sus principios, no se los había cancelado.
La ciudad entera estaba construida a partir de relaciones así, vínculos de frustración, silencio y violencia como los que unían a mi jefe con esos tres hombres. Sobre la piel de todos ellos, en su tristeza, se erigía la ciudad que diez años después, irremediablemente, terminaría ardiendo.
Bustamante era la única pieza que no terminaba de calzar en ese engranaje. El electricista, con su costumbre de prometer cosas y no cumplirlas, a primera vista era lo que era, un irresponsable; pero el terreno de lo moral es muy estrecho para juzgar un comportamiento que iba muchísimo más allá. La actitud de Bustamante era problemática, extremadamente problemática, porque a todos, desde don Hans hasta don José, lo quisiéramos o no, nos obligaba a esperar y pensar en el tiempo; a pensar el tiempo en una ciudad que anulaba constantemente esa posibilidad.
Para Bustamante no había culpa, no había santidad del deber. En él operaba otro tipo de conciencia. Su pasmosa calma contrastaba con la resignación de don Gregorio y todos los que seguirían llamando a esa oficina para reclamar salarios y liquidaciones conmigo o con Soledad, mi compañera del frente; todos esos que, al cabo de un tiempo, cansados y humillados, terminarían dándose por vencidos. Bustamante, el maestro electricista, ave rara en esa multitud silenciosa de trabajadores, invertía las jerarquías sin sentimientos de culpa, y lo hacía en el único terreno en donde sabía que podía hacerlo. Banalizaba lo que para don Hans era sagrado y le cobraba de vuelta el tiempo de traslado que durante tantos años le había tomado viajar desde su casa, en la Victoria, hasta el barrio alto.
En su escala de valores, la dignidad de su tiempo iba primero, incluso, que el pago por su trabajo. En Bustamante pesaba más lo intangible, todo aquello que había perdido por mantener en su lugar los espejismos de algo que don Gregorio y él jamás recibirían a cambio de su trabajo. Su impuntualidad era su forma de desandar el camino; su lentitud y su calculada negligencia eran su forma de ir a buscar el tiempo perdido. Bustamante había entendido que la productividad lo envilecía, y a sus cincuenta y tantos años, sin hacer mucho aspaviento, decidió entregarse al que sería su último oficio en esta vida: descoser pacientemente las costuras de la obediencia.