Soy un hombre de hábitos fijos. Si un libro me gusta busco otros del mismo autor; con algunos novelistas y con dos o tres filósofos me pasó que agoté todo lo que ellos publicaron. Nunca había visto una película de Bergman, sabía de su nombre, claro, su fama. Pero nunca había visto una película suya. Por casualidad me encontré con Fresas salvajes, la vi la noche de un sábado, en seguida me atrapó esa forma de narrar, el viaje de un viejo profesor por los campos y por su vida. Por supuesto, me encantó Ingrid Thulin.
El domingo siguiente vi una de espías en plena Guerra Fría, otro director, y algo me faltaba. Por suerte descubrí el acceso libre a las obras de Bergman, entonces, volvió a surgir mi hábito: durante diecisiete días seguidos, siempre en tanda de nueve de la noche, vi una película suya.
Aquello se volvió un ritual, preparar el sillón, la casa a oscuras, el silencio circundante; allá afuera, en las calles, una sociedad enferma de la que me alejo mediante la ensoñación que promueve un genio sueco, un director de cine extraordinario, sensible, agudísimo. Aparecieron en la pantalla el diablo y la muerte, hermanas que no pueden confesar su amor, espejos, dobles, infidelidades, la demencia, las pesadillas de un niño abandonado, los castigos ejemplarizantes de la autoridad eclesiástica, una moral irracional y disciplinaria que se aborrece, un padrastro cruel, un Edipo de puerto. Imágenes artísticas, cuidadas, muy literarias, la violencia narrada con suficiencia poética. Algo me intrigaba. Yo conocía esos asuntos, tratados en otra parte, mediante otro lenguaje.
“Lo contrario de la libertad es la culpa”. Eso es. Lo que me atrapó en esas películas es la angustia. El manejo de la angustia. La forma en la que el director la administra, cómo la sugiere, cómo nos expone a la nuestra. “En la angustia, es el individuo mismo el que se traiciona contra su voluntad.” Parecen citas de Freud, pero no lo son.
Hace muchos años, yo quizás tendría dieciséis, un sacerdote amigo de mi mamá me regaló dos libros. No sé si su gesto obedeció a una especie de preocupación ante el desastre que era mi vida o a que él pudo notar cierto interés mío por los asuntos humanos. En cualquier caso, agradecí mucho ordenar en mi poco poblada biblioteca de aquel entonces El concepto de la angustia, de Sören Kierkegaard y El sentimiento trágico de la vida, de Miguel de Unamuno.
Una a una fui viendo todas las películas: Barco a la India, Persona, Sonrisas de una noche de verano, Vergüenza, Gritos y susurros, Fanny y Alexander, Sonata de otoño, Silencio, El manantial de la doncella, A través del espejo, La hora del lobo, El ojo del diablo y así hasta acabarlas. También vi un documental en el que grandes cineastas contemporáneos viajaron a la Isla de Faro, en Suecia, a la casa de Bergman, donde él se fui a vivir alejado del mundanal ruido, solo con el cine y con sus fantasmas; como estaba yo cada noche en mi sillón, sustraído de las noticias, de los gritos de las redes sociales, de las preocupaciones cotidianas. Así estaba yo, solo frente a películas que, como las grandes novelas, iluminan rincones oscuros de nuestra personalidad.
“La verdad le sirve al individuo solo cuando él la produce actuando.”
A lo largo de los años me asomé varias veces a las páginas de los libros que me regaló el amigo de mi mamá cuando yo era un adolescente errante y errático. Del texto de Unamuno me interesó el capítulo final dedicado al Quijote. Lo demás no. Pero el otro libro sí, ese sí. De vez en cuando la sala de mi casa se llenaba con el rostro de ella, su mirada penetrante, altiva, sueca. Rubia, piernas largas, dos o tres veces desnuda.
-Es perfecta. La mujer más linda que yo haya visto jamás. ¡Y eso que sale en blanco y negro!
Mi esposa algo me conoce, varias de aquellas diecisiete noches le permití ingresar conmigo en el ritual de disfrutar el cine de Ingmar Bergman.
–Ingrid Thulin podría tener la edad de tu abuelita–. Me dijo, con alevosía y premeditación, persiguiendo el único fin de “despijear la vara”, como decían en mi barrio.
“No hay hombre con remordimientos de conciencia capaz de resistir el silencio”. Una de las películas de Bergman se llama así, Silencio. Y Gritos y susurros se trata de eso, de las pasiones empozadas, de todo aquello que somos incapaces de decir dentro de una familia. Lo ominoso, decía Freud, quien mucho le debe al autor de aquel libro que me regalaron.
Hace años, una noche me tumbé en la cama y me lo leí completo, lo terminé al filo del amanecer. Al principio me desmotivó lo teológico, el pecado original, la culpa de la especie que también es la culpa del individuo. Pero poco a poco me vi envuelto por la poderosa voz de aquel hombrecillo danés, solitario, medio jorobado, rival de Hegel. Ese filósofo agudo que despejaba el panorama de los complejísimos sistemas de la especulación alemana para apuntar en una sola dirección: el sujeto de la enunciación, el corazón de quien habla, el abandonado interlocutor, más importante que todas sus teorías. Por lo menos para nosotros, los que no podemos vivir sin la literatura.
“No hay que tomar esto en el sentido en que los hombres en general lo toman, refiriendo la angustia a algo externo que se acerca desde fuera del hombre, sino en el sentido que el hombre mismo produce angustia.”
Es el desasosiego irresistible, sin causa externa, como el que sienten las hermanas de Gritos y susurros, como el que enloqueció al marido traicionado en Vergüenza, o la inquietud que nos embarga ante la muerte violenta que sufrirá el niño vagabundo en El manantial de la doncella. Es el mismo sistema: ley-transgresión-sentimiento de culpa-amenaza de castigo. Y antes, dice Kierkegaard, la concupiscencia, lo pecaminoso, lo que está en nosotros, la pulsión. Es en las páginas escritas por el viejo Sören Kierkegaard donde yo había encontrado todos esos temas de las películas con las que tanto me sedujo Bergman en la sala de mi casa, noche tras noche, mientras afuera el acechante mundo se hacía más llevadero gracias a artistas y a pensadores como ellos dos.
“Por horrible que pueda ser la palabra, aunque sea un Shakespeare, un Byron, un Shelley quien rompa el silencio, la palabra conserva en todo momento su poder salvador, pues toda la desesperación, todos los horrores del mal, reunidos en una palabra no son tan espantosos como el silencio.”
Las drogas, la religión, las artes, las ciencias, nos ayudan a soportar el malestar en la cultura, dice el parcial discípulo de Kierkegaard. Yo no le hago ni a las drogas ni a la religión, entonces, agradezco mucho cada vez que me encuentro con creaciones humanas que me posibilitan nombrar, aunque sea en secreto, las angustias que me habitan. Descubrimientos que me permiten frenar el impulso de tirarle a las demás personas manchas que son mías. Esos hallazgos son destellos que me ayudan para no ver colapsos, estallidos sociales o avisos del apocalipsis ahí donde solo hay angustia, individual y situada.
Nunca pude hablar con el amigo de mi mamá sobre los libros que me regaló. Él se fue a vivir a El Salvador y después, uno de los tantos días que tiene el mundo, se murió. Mi biblioteca ha crecido con los años y yo ya no soy el adolescente impulsivo que él conoció. Cuando se me acabaron las películas me fui a buscar el libro. Ahí estaba, un poco desgastado por el paso del tiempo, pero vivo, El concepto de la angustia, en el mismo lugar de siempre. Me lo volví a leer, entonces encontré otra vez la voz de Kierkegaard, ahora acompañada por la maravillosa cara de Ingrid Thulin que se me aparecía de cuando en vez, joven y eterna, aunque tuviera la edad de mi abuelita.
Soldado fronterizo. Así le llama el filósofo danés al hombre capaz de avizorar lo eterno. Como soldado fronterizo entre la pantalla y mi angustia estuve durante diecisiete noches absorto en unas películas que mucho me recordaron ese libro que conservo conmigo desde que tenía dieciséis años, el libro que me regaló un hombre que acertó al suponer que algunas ideas escritas en él me podrían servir de algo en la vida.
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*Nota: los textos entrecomillados son tomados de El concepto de la angustia, de Soren Kierkegaard.