Lo primero era desinfectar cuidadosamente la mesa. Limpión, espray y varias pasadas hasta que el vidrio quedara impecable, libre de las chorchas que las compañeras más nuevas solían dejar después de comer. Acto seguido, colocaba una servilleta de tela que, por supuesto, hacía juego con el individual, el plato y los cubiertos. Una vez acomodada la mesa, sacaba de la refrigeradora un paquete de tortillas y un queso procesado. Separaba un par de lonjas del envoltorio plástico y las ponía encima de las tortillas, abría la puerta del hornito, sacaba la bandeja y la forraba meticulosamente con papel aluminio; colocaba las tortillas, cerraba el hornito y daba vuelta a la perilla. Daba unos pasos hasta la alacena y alcanzaba su taza, le ponía una bolsa de té de manzanilla, la llenaba de agua y la metía al microondas un par de minutos. Inmediatamente después sacaba de su compartimento de la refrigeradora un racimo pequeño de uvas y una papaya perfecta. Partía una rodaja de papaya —ni muy gruesa ni muy delgada—, y colocaba las uvas en un platito hondo. Cuando no eran uvas, eran nectarinas o ciruelas, frutas importadas que, supongo, compraba en el supermercado los fines de semana, probablemente después de ir a misa.
Cada movimiento de Martita, cada ida y venida de un extremo a otro de la cocina era parte de un ritual que se cumplía, sin alteraciones, de lunes a viernes y desde hacía casi treinta años; tres décadas de jornadas diarias que iniciaban y terminaban siempre de la misma manera: rezando el rosario. Pero más allá de su catolicismo congénito, hay que decir que su vida era como la de cualquier otra persona en ese campus: una sucesión de rutinas, accidentes, nimiedades y momentos luminosos.
Caminaba rápido, siempre muy derecha y saludando cortésmente a todo el personal. Impecablemente vestida y discretamente maquillada, Martita no parecía aspirar a ser más de lo que era: una eficiente y experimentada secretaria, la mano derecha del rector.
Naturalmente, su condición de mano-derecha-del-rector implicaba un voto de silencio y obediencia, conducta que se hacía más evidente desde hacía unos cuantos años, pues había empezado a perder el oído y, por lo tanto, a sobrevivir en aguas cada vez más oscuras. De hecho, no sé si por su incipiente sordera o porque nuestras conversaciones le parecían aburridas o francamente irrelevantes, su interés por interactuar con nosotras fue decayendo paulatinamente. Aun así, participaba sin chistar en los ritos propios de su lugar de trabajo: amigos secretos, desayunos compartidos y todas y cada una de las fiestas, bingos y rifas institucionales que la asociación solidarista organizaba en los restaurantes más conocidos de Guácimo y alrededores; también, sin chistar, participaba en las celebraciones de cumpleaños que las compañeras de las barracas organizaban de vez en cuando. Generalmente se ofrecía a llevar el queque para la cumpleañera, y cuando era oportuno, el vino blanco. Se esmeraba, también, para que el día del festejo la mesa siempre estuviera presentable: manteles, servilletas, vajilla correctamente colocada y copas para el vino —plásticas o de vidrio, poco importaba, pero copas, al fin y al cabo—. En esas noches infernalmente húmedas, cuando nos juntábamos a celebrar cumpleaños o navidades, era posible verla sentada junto a otras compañeras, y aunque hacía grandes esfuerzos para que no se notara, era claro que se sentía terriblemente incómoda a un costado de la mesa y que añoraba volver a la cabecera. Conversaba y se reía, pero apenas terminaba su postre daba las buenas noches y se retiraba discretamente a su cuarto. El rosario la esperaba, como siempre, en la penumbra de su mesa de noche.
En sus breves cenas solitarias, contrariamente a lo que sucedía cuando se sentaba con nosotras a celebrar cumpleaños en la terraza, presidía el silencio con parsimoniosa serenidad. Nunca, en los cuatro años durante los cuales coincidí con ella en esa residencia de mujeres, la vi ocupar otro lugar que no fuera la cabecera de la mesa: siempre de espaldas al pasillo y siempre de frente al reloj de la pared; reina solitaria en un imperio de sillas vacías. Cenaba temprano, entre cinco y media y seis y media de la tarde, una hora a la que normalmente era difícil toparse con otras compañeras. Martita, vista desde el extremo del largo pasillo que desembocaba en la cocina, era un punto inmóvil entre el ronroneo metálico del ventilador y el ahogado tictac del reloj.
Siempre creí que la imagen de una mujer mayor y sola, sentada a la misma hora en esa mesa con cinco sillas vacías, era de una potencia abrumadora. Era tan digna la atmósfera de silencio y calma que su sencillo ritual le daba a esa cocina, que la barraca, toda, adquiría una momentánea profundidad. Parecía que las pequeñeces de su día, las llamadas telefónicas, las minutas, los correos, las impertinencias de los estudiantes, la pegajosa realidad de vivir confinada en pocos metros cuadrados de un trópico muy húmedo, la cruda monotonía de haber trabajado toda su vida en esa universidad privada y la resignación de haber visto cómo el paso deempleada a colaboradora no había significado absolutamente nada en términos de salario y categoría profesional se disipaban en ese preciso instante en que ella, muy serena, le daba el primer sorbo a su taza de té.
Me pregunto si gracias al aguacero, ese nudo ciego de truenos y oscuridad, sucedía el milagro de que la cocina se convirtiera en otra cosa; si el peso de los años y las decisiones postergadas le hacían sentir tristeza, arrepentimiento o resignación. Nunca lo sabremos y la verdad ya no importa. Lo único importante, ahora que pienso en ella, es que treinta años pasaron volando y que el rito de desinfectar la mesa antes de sentarse a cenar siguió repitiéndose, tarde a tarde, hasta el día que el rector se acogió a su pensión y ella, como la sombra que era, también tuvo que irse.
Lo que siguió después fue pura burocracia, la burocracia de las despedidas. Completar los trámites respectivos en Recursos Humanos y hacer lo que hacen todos los jubilados: recoger fotografías, borrar archivos, echar papeles viejos al reciclaje, tomarse unas cuantas fotos con compañeros y compañeras, llorar en el baño, sonarse los mocos, hacer maletas y emprender, ahora sí, su último viaje desde Guácimo hasta San José, cargadísima y libre, por fin, pero asustada por tener que regresar a la que se supone era su casa. A ese lugar en donde nunca vivió realmente, porque su vida eran los treinta y tantos pasos que debía caminar desde su cuarto minúsculo hasta la cabecera de esa mesa que desinfectaba obsesivamente cada vez que se sentaba a comer.
Ahora que Martita ya nunca más volverá a la barraca, es justo decir que su obsesión por desinfectar la mesa de la cocina no era nada a la par de su verdadera gran fijación. Porque resulta que Martita, la discreta y atenta Martita, cada vez que metía la llave en el arrancador de su Corolla cuatro puertas se deshacía de su yo de la barraca y del sufijo que le había condicionado la existencia, ese ‘ita’ que le impedía ser Marta, Marta a secas, y en cuestión de segundos, sin diminutivos castrantes a cuestas, emergía del parqueo como lo que realmente era.
Así, después de acomodarse en su asiento y rezar la oración del conductor, de mascullar un padrenuestro y una avemaría, de encomendarse a la Negrita, de persignarse y cumplir al pie de la letra con los férreos protocolos de su catolicismo congénito, se entregaba a la lujuria de hundir su pie en el acelerador y despellejar el asfalto de los siete kilómetros de ruta institucional que desembocaban en la temible y legendaria ruta 32. Y así, hecha carne y espíritu con la carretera, rayándole a cuanto camión se le pusiera enfrente sin importar si había doble raya amarilla o si al final de una curva sin señalización corría el riesgo de toparse de frente con buses, retenes, derrumbes, bancos de neblina o accidentes en la ruta, Martita, la mujer que llevaba toda la vida cenando sola en una cocina para empleadas de categoría B y C, dejaba salir a la depredadora de clase A que todas, absolutamente todas las subalternas del mundo llevamos dentro.
Contrariamente a lo que podría pensarse, la lengua materna de Martita no era el silencio; su lengua materna era la velocidad, y el Zurquí, ahora lo entiendo, era el templo vegetal en donde podía despedazarlo todo, especialmente el diminutivo que le habían obligado a llevar desde muy joven, esa prótesis que le impedía moverse libremente. Sin embargo, con todo y su majestuosa insignificancia, esa efímera liberación no podía detener el curso implacable de la vida y evitar lo que vendría después, porque al cabo de un año de haberse pensionado, completamente instalada en ese lugar que se supone era su casa y entregada al cuidado de su única hermana, quien padecía una grave enfermedad coronaria y permanecía en cama, Marta Escoto, el terror de los cabezales, sufrió un ataque al corazón y, sácatelas, murió. Un año, apenas, pudo disfrutar de su pensión; un miserable y cortísimo año después de toda una vida de trabajo y abnegación hacia su jefe, la universidad y ese gran escenario vacío que fue para ella la cocina de la barraca.
¿Cómo habrá sido su entierro y qué habrá dicho el padre de ella? ¿Alguno de los presentes habrá tenido el valor de rendirle honores al animal desbocado que habitaba en Martita, al bosque lluvioso que viajaba acurrucado en el asiento trasero de su Corolla cuatro puertas?
La verdad no lo sé, pues me enteré de su muerte varios años después de haberme ido de la universidad, por pura casualidad. Lo que sí sé, porque no puede ser de otra manera, es que en algún punto muerto del cerro, entre las caídas de agua y las sombrillas de pobre de la ruta 32, en un espacio diminuto y cubierto de musgo, sobrevive, ingrávido, el recuerdo de la devota y temeraria Marta Escoto, esa mujer que atravesó paredes de neblina a 80 kilómetros por hora y rozó sin temores la carne azulada de los barrancos; una mujer cuyo único y verdadero miedo era saberse parte de esa finísima película de sumisión y grasa que acumulaba el cristal de la mesa, esa antigua suciedad institucional que no se eliminaba con absolutamente nada.