¡YO! El pronombre personal de la primera persona convertido en interjección es hoy quizá el mayor elogio que recibe la forma imperante de imagen en la contemporaneidad: el meme. Si el concierto y la ópera se celebraban con un bravo, el meme recibe su retribución de forma deíctica ¡Yo! El elogio ya no consiste en una indicación de que –como decía Kant– yo soy una sujeto a la que le agrada aquello que está siendo elogiado. Hoy el meme se celebra no por su belleza, bondad o justicia, ni por nuestros juicios al respecto. En suma, no damos ya cuenta de nuestra condición de sujetos que juzgan, pero tampoco de nuestra condición de sujetos. Damos cuenta de que algo hemos encontrado. Y a ese algo lo llamamos ‘yo’.
Partamos entonces de lo siguiente: hoy, el yo no es algo que estamos siendo, sino algo que encontramos. Si fuésemos en todo momento yoes, el “¡Yo!” que proferimos no existiría. Más aún, si así fuese, ese “¡Yo!” no sería lo que acompaña al meme compartido en nuestros chats de WhatsApp. El impulso a compartir el meme con una autodeixis por nuestra parte nos muestra cómo ni para nosotros ni para los otros el yo es evidente. Pero sobre lo otro y el otro me ocuparé un poco más adelante.
Entonces, si el yo es algo que encontramos, se abren por lo menos dos posibilidades: o el yo es algo distinto de nosotros y que perdimos, o el yo es idéntico a nosotros y lo que perdimos fue su advertencia, su llamatividad. Sobre lo segundo parecen versar la mayoría de las aproximaciones filosóficas clásicas. La Modernidad supuso el esfuerzo titánico de Occidente por demostrar que ese yo que somos no solo existe, sino que también se puede diseccionar, disecar y exhibir en las vitrinas del museo filosófico-científico (en este sentido, las ciencias cognitivas son las herederas de Descartes).
Poco después vino la tan laureada oleada de sospechas buscando un estrato más profundo del yo en sus fuerzas vitales (Nietzsche), productivas (Marx) e instintivas (Freud). Y son estas sospechas las que inauguran la idea de que el yo es algo que encontramos porque hemos dejado de advertir qué es el. Posteriormente, Heidegger cambiará el pronombre interrogativo de qué a quién, pero siempre siguiendo el espíritu de búsqueda de una estructura más originaria y auténtica que nos subyace (el ser no es el uno, sino el Dasein). En esta misma tónica, Lacan buscará en el lenguaje el modelo de aquello que solo encontramos porque nos pasa inadvertido, y una hoja de ruta similar han seguido algunos teóricos de la ideología.
Volvamos a nuestro “¡Yo!”. Volvamos no al yo de las tradiciones recién descritas quizá de manera demasiado brusca (pero ¿acaso no supone siempre todo recuento que se haga desde la Modernidad una cierta brusquedad?), sino a la celebración del meme ¿Encontramos en el meme eso que siempre hemos sido? Para responder a esto, no olvidemos lo que el meme no ha dejado de ser: una imagen. Ello nos lleva a volcar nuestra pregunta hacia la visibilidad. La pregunta por qué es lo que encontramos en el meme se transmuta, por lo menos durante un momento, en la pregunta por lo que vemos. Así pues ¿nos vemos en el meme?
Responder afirmativamente a esto último sería aceptar que somos Narciso, pero tres motivos nos muestran lo contrario. En primer lugar, la imagen que vemos no es un castigo. Fuera de herirnos, el meme nos divierte, forma parte del universo de imágenes al cual accedemos con voluntad y gozo (por eso el yo aparece como interjección ante él). En segundo lugar, Narciso queda absorto, consumido en su propia imagen. El meme no tiene la estructura clásica de la obra de arte, no demanda absorción alguna, no es enigma, no tiene punctum ni studium fuertes. Más que instalarse, el meme circula. Nos viene desde arriba o abajo en los feeds, desde la derecha y la izquierda en los storys. El Piolín con salmos que manda la tía por las mañanas, el que no da risa, el que sí da risa, el cruel, el triste, el vulgar, el que nos hace decir “¡Yo!”, todos terminan por descartarse. A lo sumo, lo guardamos; pero lo hacemos para seguirlo poniendo en circulación, para hacerlo cumplir su destino itinerante y no contemplativo (por esto quizá nunca haya una teoría del meme que no termine siendo oximorónica). El tercer motivo es el que más me interesa, pues es el que mejor responde a la pregunta por si efectivamente nos vemos en el meme.
¿Qué ve Narciso? Siempre decimos que se ve a sí mismo, pero lo que ve en el agua es su imagen. En el mito de Narciso se funda una erótica de la mímesis, una suerte de reverso del Libro X de la República. Decir que Narciso se ve él mismo nos conduce a intrincados embrollos metafísicos, pues lo que él ve no es tanto a él mismo como a una semejanza suya. Narciso no se enamora de él mismo, sino de algo que se le asemeja visualmente. Y es a esto a lo que más debemos prestarle atención, pues el meme que nos hace decir “¡Yo!” no se parece visualmente a nosotros.
En sentido estricto, el meme no es un espejo. Nunca se trata de un dispositivo que nos duplica o nos simula. La memesis no es especular, no produce una gemela malvada y engañosa de mí. Por tanto, en el meme no nos vemos a nosotros mismos; por el contrario, vemos algo que no somos: a Bugs Bunny con la bandera de la URSS de fondo, al anciano con sonrisa incómoda, al ratón Jerry entrecerrando sus ojos y diciendo “KHÉ BERGA” o personas de las cuales ni el nombre conocemos. En el meme encontramos lo otro. Nótese que no digo que encontramos al otro, pues este tampoco es el caso. Rara vez el diálogo o el intercambio es resultado de la memesis. Por eso se nos rechaza un meme si no hemos vivido lo que en él se relata (se han enojado conmigo porque nunca me costó matemática en la secundaria y compartí el meme donde dice “¿Cuáles libros te han hecho llorar?” y sale Romeo y Julieta, El principito y el Álgebra de Baldor).
Si no es al otro al que encontramos en el meme, sino más bien lo otro, ello tiene algo que ver entonces con nosotros mismos. El “¡Yo!” que proferimos es, por tanto, lo otro en mí. Encontramos así la primera posibilidad que habíamos planteado: el yo es algo distinto de nosotros, que perdimos y que encontramos en el meme. El “¡Yo!” nos revela que nunca fuimos un yo, al punto que lo perdimos y nos sorprende haberlo encontrado. Encontrar nuestro yo es se parece más a cuando nos aparece inesperadamente un billete en el pantalón que a la misión filosófica iniciada en Delfos.
El yo es algo que forma parte nuestra, tiene que ver de alguna forma con nosotros. Pero no nos abalancemos de inmediato a concederle el gane absoluto a la tradición de la sospecha. La voluntad de poder, el sujeto emancipado y las tópicas freudianas son modelos que buscan dar cuenta de lo que en el fondo somos; y lo mismo cuenta para el sujeto trascendental fenomenológico. En estos modelos hay una idea de profundidad funcionando, según la cual entre el yo moderno y el yo auténtico hay un vínculo de coopertenencia: el uno heideggeriano es el Dasein pasado por el olvido, el sujeto enajenado no es sino el obrero a quien el velo le impide adquirir conciencia de clase. Es el rufián debajo del fantasma en Scooby-Doo (esto sería mejor hacerlo, claro está, en forma de meme). Con el meme pasa otra cosa. Dijimos: encontramos algo que nunca fuimos o, para no adoptar un tono tremendamente separatista frente a las corrientes de la sospecha, algo que no éramos en el momento de ver el meme.
El yo es interjección, instante – y aquí sí me acerco deliberadamente a Heidegger – es acontecimiento y, en cuanto tal, no tarda en aparecer cuando ya desaparece. Pero esto no quiere decir que hemos encontrado una nueva estructura fundamental del Ser, sino que hemos encontrado lo que esa particular estructura llamada ‘yo’ nos significa hoy. El yo no es para nosotros hoy más que la retirada de lo que ya la cultura dejó de ser y, por tanto, nosotros contemporáneos nunca experimentamos. Tan solo sabemos que existió. El yo es el despojo de la cultura, el trapo que por casualidad encontramos en las pantallas y, al encontrarlo, recordamos haber perdido.
¿Qué o quién es eso o esa que encuentra al yo entonces? Podríamos vaciar la criatura frente a la pantalla de su contenido yoico y quedarnos con los ojos que ven el meme. Podríamos incluso extender los tejidos y los músculos ópticos un poco más allá y decir que es un cuerpo. Pero el cuerpo ya forma parte del oficialismo filosófico contemporáneo, lo cual nos dejaría susceptibles de quedar atrapados en entramados quizá ya demasiado rígidos. Quien encuentra al yo en el meme no se preocupa por nada de esto, no postula pregunta alguna concerniente a su estatus ontológico. Y esto ocurre no porque quien encuentra al yo en el meme esté alienado por él, sino más bien porque participa de su transitoriedad y no hay pregunta que no requiera una cuota de dilación.
Responder a la pregunta que abría el párrafo anterior requiere de seguro mucho más que la observación de cómo reaccionamos frente a los memes, pero no por ello habría que darla por irresuelta. Lo que hemos observado acá nos apunta por lo menos en unas cuantas direcciones. Sabemos ahora que no nos define lo que se nos asemeja visualmente. Esa pieza de anticuario que es el yo salta como un chispazo cuando se topa con cosas que en poco o nada se ven como nosotros.
Steyerl celebra lo que ella llama “imágenes-spam”: anuncios publicitarios de universidades que ofrecen inserción en el mercado laboral (en mi último viaje a Costa Rica, vi en la parte trasera de un autobús un anuncio de la Universidad Latina donde se veía al graduado saliendo de las mismas cajas de madera que transportan mercancías), publicidad de cuerpos bellos y familias felices, en fin, el mundo edulcorado. Y, más que ello, Steyerl celebra que estas imágenes abunden al punto que las hayamos empezado a considerar spam, pues quiere decir que ya no estamos ni deseosos ni obligados a coincidir con tales imágenes, declarándonos así tácitamente irrepresentados por ellas. Que el yo aparezca frente a un meme y no frente a un anuncio con supermodelos nos descoloca de esa economía de deseos cada vez más inalcanzables.
Así pues, que el yo salte frente a un meme de Marge Simpson y no frente a las Kardashian en ropa interior Calvin Klein hace estallar al régimen de la mímesis y de la permanencia morbosa de la imagen en nuestras mentes. Permanencia es lo que menos hay. El meme de Bob Esponja hará saltar al yo, pero segundos después lo hará el meme de la Doctora Polo y después otro y otro, hasta que el yo se haya identificado con apariencias tan disímiles que no hagan más que acusar su fragilidad y obsolescencia.
Por otra parte, sabemos que la fragilidad del yo no se suplanta con una dureza y estabilidad de la mímesis. Más bien, el meme nos participa de su descartabilidad y, si vuelve, lo hará con otro texto, otra marca de agua u otra resolución. El meme no es mimético ni siquiera consigo mismo. Esto por supuesto nos da cuenta del carácter tremendamente modificable y editable de la experiencia contemporánea. Pero, nuevamente, fuera de lamentarnos por ello, es preciso observar allí la oportunidad. Aferrarnos al sueño científico del laboratorio cuyas condiciones controladas permiten que el objeto de estudio permanezca inalterado nos hará ver en el meme un enemigo eterno. Sin embargo, más que ello, lo que importa ver es lo tremendamente fácil que es intervenir el meme y volverlo en lo que antes no era. Nunca serán suficientes los chats de oficinas como para que a Piolín se le impida el humor más escatológico o profano, aún y cuando conserve sus rosas, corazones y fondo rosado.
El yo contemplativo que salta frente al meme es una reliquia que guardamos muy al fondo de nuestros bolsillos mientras fabricamos un nuevo meme con exactamente el mismo que hizo saltar al yo. Quizá por eso el yo es acontecimental: justo cuando salta para verse en el meme, este último ya se ha transformado en otro nuevo y distinto. El meme es el que salva a Narciso, no retirándolo del borde del estanque, sino tirándole guijarros de diferentes tamaños, fabricándole constantemente una imagen nueva y así impidiéndole ver continuamente lo mismo.
Siempre hemos pensado que la condena de Narciso radicaba en no haber sido él quien fabricó su imagen. Ahora sabemos que mayor era su condena de que el agua del estanque estuviese demasiado quieta. Pero hoy no estamos frente a aguas calmas, sino dentro de un estanque virtual que nos permite editar nuestras imágenes, recortarlas, reproducirlas, ponerles palabras y ponerlas a circular indefinidamente. Un estanque donde ya no vemos al yo ni a la semejanza. Un estanque de aguas pixeleadas y feroces.