“La niña recordará esta noche como aquella en que su ropa era del mismo color que las sirenas de las patrullas que pasaban cada cinco minutos”. Eso escribí hace tres años: el 19 de setiembre del 2017, cuando un terremoto de 7.1 se nos vino encima.
Esa tarde tuve que salir junto a miles de habitantes de la Ciudad de México a dormir en la calle. Una fuga de gas en mi edificio nos obligó a evacuarlo. Pero no era solo en mi edificio. Durante la tarde era común ver aglomeraciones de gente formándose, trasladándose y disipándose cada vez que se anunciaba una nueva fuga. El gas, contenido por la ciencia y la técnica en las tuberías, ahora se había librado y era él quien definía nuestro rumbo.
Al día siguiente debía tomar un vuelo. Por suerte tenía una maleta lista con cosas para el viaje. Entonces, ante la amenaza de una explosión, decidí tomar mi maleta e irme a instalar en la Glorieta de Cibeles, a unas cuantas cuadras de mi apartamento. De camino, tuve un choque frontal con un peatón. No nos dijimos nada, sino que nos palmeamos la espalda. Él me apretó el hombro y algo en su apretón me desalentó y esperanzó a la vez.
En la Glorieta me instalé junto a una familia. Cuando la señora me vio con maleta me preguntó de inmediato: “¿Anda de viaje, como nosotros?”. Le expliqué que no, pero que estaba a punto de hacerlo. Ella me contó que era su último día en México y que era la primera vez que el esposo salía del país. “En la mañana estábamos en la Casa de Frida Kahlo y nos dijeron a la entrada que habría un simulacro que se hace anualmente desde el terremoto del 19 de setiembre del 85. Lo que no sabíamos era que el simulacro se iba a volver real.”, me dijo él. Por dentro pensé en la glorificación del simulacro y en el retorno de lo reprimido; por fuera, me reí con ellos pues “…los espasmos del diafragma normalmente ofrecen mejores oportunidades que los espasmos del alma.” (Benjamin dixit).
Conforme pasaba el tiempo, aumentaba el número de repartidores de ayuda. Gente sin insignia, vecinos que voluntariamente sacaban de lo suyo para asegurarse que nadie quedase sin alimento, bebida o abrigo. Al verme con maletas y conversando con la familia de turistas, los repartidores me tomaban como parte de ellos: una adopción temporal. Nos dieron una cobija delgadita de Mickey Mouse, una colcha gruesa de tigre, tortas de huevo con chile, café y agua.
Luego pasaron repartidores, pero esta vez de panfletos bíblicos. El discurso semiapocalíptico que nos recitaba la señora de los panfletos se vio interrumpido por un grito: “¡Se cayó un edificio en Valladolid!”. Un grupo de personas corrió, esperanzada de poder rescatar a cuantos vecinos se pudiera. Las noticias de edificios que habían colapsado se iban haciendo frecuentes. Se cayó un edificio. Se calló un edificio. Se ca y/ll ó un edificio.
Ya más de noche llegó un camión con militares. Obligaron a quienes estaban de pie a sentarse. Hubo quienes se arrodillaron. Pasaban con sus armas y focos viendo hacia abajo, hacia nosotros. “¡¿Están bien, todos están bien?!” gritaban con un tono que poco empataba con lo que estaban preguntando. Un soldado se acercó a mi madre adoptiva, la apuntó con el foco y le gritó “Señora ¡¿está bien?!”. Ella respondió “Sí” con voz dubitativa, no porque estuviera mal, sino porque el soldado no la podía hacer estar del todo bien.
Por unos minutos los militares nos recordaron un poder más perverso que el terremoto: el monopolio de la luz (hasta la diosa Cibeles quedó morando en lo oscuro), la obligación de la postura. Antes de tocar Esa noche en el MTV Unplugged del 95, Rubén de Café Tacvba dice: “Un día Chavela Vargas nos dijo que, si los volcanes en Latinoamérica están despertando, no veía por qué los latinoamericanos no podíamos despertar”. Ojalá y el sismo de ese día hayamos sido nosotros despertando por anticipado No volcanes por encima del suelo, sino nosotros-tectónicos, subterráneos.
Cuando se fueron los soldados, mi familia adoptiva se veía mucho mejor. Mis hermanos estaban bromeando con mi padre por la manera en que se había colocado una pequeña toalla de baño en la cabeza para quitarse el frío. Le decían “Ay, pa, parece un cosaco ruso”. Quizá no parecía ruso precisamente, por su piel oscura. Quien lo veía allí con su sombrero improvisado, moreno solemne con los brazos cruzados, podía pensar que se trataba de un armenio o un uzbeko. Pero mi familia de esa noche era latinoamericana. Ni me molesté en preguntarles de qué país venían, ni ellos en decirme. Nunca hizo falta.
Terminamos de pasar la noche juntos. A veces volvían los repartidores sin insignia, sin institución. Yo dormí un poco con mi cobija de Mickey Mouse y a la mañana siguiente me fui al aeropuerto en un taxi. En mi puerta de embarque había un grupo de gringos en traje, todos hablando por tabletas con sus compatriotas también en traje. It was crazy. It was more side to side. It was weird. It was… It…. El horror al sujeto tácito. En medio de ellos había una gringa, sin traje, calladita. “Se debe llamar Stacey o algo así”, pensé. Tenía algo de rural y de triste también. HEYYY DUDE WHAT´S UP?! Otro grito a una tableta. En la tele, edificios caídos. Esa imagen se repetiría una y otra vez en los noticieros: brigadas de rescate buscando cadáveres y sobrevivientes entre las ruinas.
“La niña recordará esta noche como aquella en que su ropa era del mismo color que las sirenas de las patrullas que pasaban cada cinco minutos”. Hoy veo ese apunte y me resulta absurdo. Esa niña probablemente ni recuerde el color de su ropa ni mucho de lo que vio acontecer aquella noche hace tres años, tal y como me pasa a mí. Todo lo que escribo acá estaba apuntado: bytes en mi teléfono móvil y almacenados en la nube. Haciendo el acto de la memoria, lo que más recuerdo de esas horas son los escombros de los edificios colapsados que veía camino al aeropuerto. Más que recuerdos, lo que tengo es la imagen del recordar mismo: cosas sueltas, fragmentadas, faltas de una narración que las termine de coordinar. Escombros bajo las cuales esperamos que algo siga aún con vida.