Nota: Este texto fue descubierto entre un conjunto de escritos pasados en mi viejo correo electrónico. Este fue escrito hace exactamente 11 años, entre momentos de posesión e inspiración de otro yo, al que tal vez ya no reconozco, pero que aun comprendo, y por eso quise volver a reescribirlo y a reinterpretar algunas de sus partes, aunque en su conjunto está igual al original. De por sí toda escritura es una reescritura.
A veces uno sabe qué escribir y que no. A veces uno tiene cosas que decir, y a veces no. Cuando tenemos que decir algo que es muy importante, las palabras son débiles y miserables. No nos aman. Nos desprecian por ser tan irracionales. Pero aun así las esclavizamos, y entonces hay cierta tristeza en ellas, y nuestro mensaje (el de todo ser humano) siempre es un poco melancólico y trágico.
Hoy pienso sobre la belleza, y quiero escribir sobre la belleza. Hay que pensar sobre ella, hay que sentir sobre ella, porque solo eso se piensa y se siente. Solo escribimos de las cosas que nos parecen bellas, solo hacemos arte de las cosas que nos parecen bellas, solo percibimos las cosas que nos parecen bellas. Cualquier cosa que hagamos objeto de nuestro corazón, o intelecto, será porque es bella en cierta forma. Nadie escribe o piensa sobre algo que no sea bello. Lo que no es bello no existe para nosotros. Literalmente, no existe. Y aunque digamos que algo es feo, y escribimos sobre eso, es porque es bello. Si odiamos algo y escribimos sobre eso, no escribimos porque lo odiamos, sino porque lo contemplamos y deseamos y distinguimos en cierto sentido, porque es bello. Todo lo sentimos y deseamos en cierta manera. Todo es bello en cierta manera. La realidad, toda, es bella en cierta manera. Las cosas que no están en nuestro corazón y en nuestra mente no existen. Aunque pienso que existen ciertas diferencias entre el corazón y la mente. El corazón siente, la mente no tanto. Pero la mente ve la belleza, y se la transmite a nuestro ser; se complementan.
Si todo es bello, y esa belleza se encuentra en cualquier cosa que pensamos, significa que la belleza también es todo lo que existe. Todo. Todas las cosas son, no sabemos que son, pero son bellas. Si vemos una hoja o un bosque, una gota o un océano. Existen, son, pero no sabemos que son, excepto bellas. Sabemos su nombre, sus partes y lo que nos hacen sentir. No podemos decir de esas cosas nada más que su nombre, sus cualidades, sus definiciones o sus emociones expresadas en palabras. Vacías, sonoras, las palabras duelen a todo objeto. Les duele como si claváramos mil lanzas de acero en su suave esencia y en sus dulces ojos. Entonces la belleza duele, duele porque la decimos y la pensamos.
Pensemos, entonces. Todo lo que pensamos o percibimos es. Existe y es. Es de lo único que podemos hablar, de las cosas que son y que existen. No podemos hablar de lo que no es, porque al decir “no es” ya estoy hablando de algo que existe, o tiene cierta realidad. Por lo tanto, todo es, y todo es bello. Siguiendo con esto, quisiera pensar que, aunque no puedo hablar de lo que no existe, en cierta manera se nos revela, y así es cómo lo vamos a tratar ahora, el no-ser revelado. Hay miles de personas en la historia que han querido hablar de lo que no existe, pero no pueden porque sus palabras y pensamientos se lo impiden. Es simple. Lo que no existe no puede ser nombrado, no es posible pensarlo porque no existe, y aunque pensemos que lo podemos pensar y entender, no está sucediendo, no lo agarramos, o rozamos siquiera –no existe—. Pero pensemos una vez más. Hay algo hermoso en todo esto, hay algo bello siempre en todas las cosas, como señalamos antes. Cada vez que hemos gastado una palabra y una gota de nuestra alma, lo hemos hecho por algo bello. Hemos pensado y dicho en cada época de nuestra historia. Entonces lo bello es al mismo tiempo equivalente a que todo exista y a que sea imposible pensar lo no existente.
Ahora, hablemos de las cosas que realmente no existen, o “reveladas” como las hemos intentado denominar, si es que con esto capturamos algo del no existir, pues según se dijo antes no estaríamos atinando a nada con estas palabras
Si todo lo que existe es lo bello y es lo que pensamos, significa que lo que no existe es lo que no pensamos. Aunque la he denominado como “revelado”, otros podrían llamar a esto “lo repulsivo”, “lo feo”, “la nada”. Lo que pueden tener estas cosas en común es que no pueden ser pensadas. Cuando no pensamos, ahí existe la nada. Existe porque, por ejemplo, cuando dormimos, muchas veces no pensamos, nada se manifiesta, ni un sentimiento, ni una imagen, ni una palabra, ni siquiera tiempo; solo cuando despertamos nos damos cuenta de que no estábamos pensando y que —literal o figurativamente, no sabría decir— dejamos de existir. En este sentido la existencia de este no-ser es revelada, se anuncia antes o posterior a su no-manifestación. Por eso, cuando pensamos en un sueño, o incluso, si nos damos cuenta que estamos dentro de uno, puede llegar a ser espeluznante, porque nos damos cuenta que estamos/estuvimos cerca de esa “nada”.
Tomemos prestadas las palabras un momento para referirnos a esta “revelación” y escuchémoslas anunciar o interpretar lo revelado, que siempre sabremos que parte de la distorsión y el no atinar que trae el decir y el existir.
Lo que no existe anda por ahí, invadiéndonos o poseyéndonos de vez en cuando. De vez en cuando no sentimos, de vez en cuando no pensamos. Cuando amamos, por ejemplo, no pensamos, tampoco sentimos con nuestros sentidos, o tal vez se exageran de una manera que no podemos controlarlos, y sentimos todo al 1000%, al punto que no se distinguen. Sentimos de una manera irracional, digamos en este caso. La mente no comprende, nada comprende. Si todas las cosas son bellas y amamos todas las cosas de cierta manera —porque pensamos en ellas—, ¿qué pasa con lo que no pensamos? ¿No lo amamos? No creo que sea eso. Y aquí está la palabra que marca la diferencia: creer. Creer puede ser un método, una práctica que muchos llaman fe y que aun yo no entiendo. Nadie puede entenderlo, porque fe es no entender. Cuando amamos realmente, estamos creyendo sin pensar. Estamos teniendo fe. Fe es amar, porque simplemente lo creemos, o simplemente se nos “revela”. No sabemos cuándo llegó, pero cuando está lo sabemos.
Pero he de aclarar: no se debe confundir el Amar, la revelación misma de la nada, con el deseo del pensamiento y del lenguaje. El deseo del que hablé al inicio es una unión inmediata que podíamos sentir por cualquier cosa al pensar en esa cosa, solamente por ser bella, por poder distinguirla y pronunciarla. Cada cosa que existe, es una cosa y existe porque es bella y la deseamos, o sea, pensamos en ella, es “algo” para nuestra mente. Pero el amar, este salto abismal, esta fe irracional, creencia profética, implica no pensar. Esa cosa que amamos reveladamente, realmente, es la que no existe. No está ahí ni acá ni en ningún lado. No podemos verla ni tocarla, ni oírla, ni siquiera pensar en ella. Cuando amamos a alguien, ese amor implica dejar de pensar en esa persona pues ella ya no es una “cosa”. Ya no existe separada de mi cuerpo, si no que ahora es mi cuerpo también. Se une a mí y la amo tanto, que soy un solo ser. Todo se vuelve una sola verdad, y esa sola verdad existe cuando no pienso. Entonces eso es creer. Creo en algo que no existe, porque lo amo tanto que se une a mí, y deja de existir como algo perceptible, ya es igual a mí, y por lo tanto esta en mí, es indiferenciable. Aquí cabria incluir el amor que la gente profesa por Cristo. Creen tanto en él que lo aman. Y lo aman porque creen en él. Y es irracional, la gente no lo entiende, precisamente por eso, porque es irracional, es impensable. Ese amor implica inmediatamente el salto de fe, la creencia es salto de fe, por eso el morir o el dormir son tan definitivos, se dan, y cuando se dan, no hay vuelta atrás, la unión de todo consigo mismo es inevitable en esos momentos. El no-ser y el amor solo se dan en ese brinco inevitable.
Y entonces, ¿cómo se puede alcanzar ese estado? ¿Cómo puedo llegar a amar, preguntan muchos? Pues no se puede simplemente llegar, es el amor quien llega en el momento inesperado, en el aroma escondido de las cosas; en la aproximación de las cosas está escondido ese Dios misterioso, que “habla” y se “revela”. Y esta forma de pronunciar esta “cercanía” o aproximación del amor revelado aún nos hace posible imaginar en cierta forma a qué nos referimos, sobre todo cuando ya hemos sido poseídos por eso, pero sigue siendo imposible siquiera expresar a lo que nos referimos con el pensar que las cosas ya son nosotros, o que son indistinguibles de nosotros. Ese estado de nirvana envidiable alcanzado solamente por el resto de objetos, animales y poseídos. Vemos a las aves y los insectos, vemos a las piedras y los tallos de hojas, y ninguno piensa, vive en un equilibrio perfecto, que no invade al uno con la mente del otro, no hay una conciencia abismal entre ellos. Son uno, y no se cuestionan, no se separan en palabras. Se aman verdaderamente. Esto no significa que haya alguna romantización de este estado. Pues la naturaleza puede ser salvaje y violenta, y su ausencia de palabra, y de deseo, y de expresión y de pensamiento coherente puede antojársenos, por eso mismo, repulsiva, igual que la nada nos aterra.
Por eso este desear del lenguaje no es malo, no se trata de una moralización del no-ser con respecto al ser, o viceversa. Como ya se dijo, el deseo y la palabra y la existencia son ya bellas, es su única expresión de ser, la de ser bellas y atractivas para el pensamiento y la palabra, y por eso, de alguna manera, es una manifestación de ese amor inalcanzable del no ser. El ser se somete al no-ser o se complemente con este. El deseo es un embajador del amor silencioso en nuestro cuerpo que nos permite experimentar las cosas, en un intento de acercamiento que siempre se aferra a la palabra. Y es necesario que exista. Tenemos que pensar para que cuando arribe el amor verdadero, no lo entendamos, no sepamos qué es y que por eso nos sobrecoja, nos violente con ese vacío unificador.
Preguntamos a veces: ¿Por qué no está unido todo ya? ¿Por qué no es todo amor y paz ya? O como preguntaba Leibniz: ¿Por qué el ser y no la nada? ¿Por qué debemos pasar por este péndulo entre pensar/desear y creer/amar? Al final, es simplemente un estado de servidumbre, en el que, con nuestras palabras y nuestra afirmación constante de lo bello en la existencia, ayudamos a que el amor aumente su fuerza, a que aumente su deseo de cerrar, y de colapsar la vida, de dormirnos o matarnos. Todo amo necesita a un siervo para ser amo, y el amor no puede comprenderse sin su estado inferior, el deseo de la vida.
Y si suena un poco indignante para nosotros el vivir de una manera tan servil o amar de una manera tan imposible de atisbar, no importa, de todas maneras, ya es así, nuestra propia ira o confusión es parte de lo que es, y de lo que es bello en cualquier forma. Lo que importa es que esta belleza que ya somos, o sea el pensamiento hablado, me ha permitido (o me ha develado) que el amor verdadero es posible y que no tengo que buscarlo, este me asalta en cualquier instante.
Este estado impensable del que no puedo decir una palabra es “la nada”. Muchos lo llaman así. Otros lo llaman Dios, porque no pueden decir nada de él. Solo pueden hablar de sus manifestaciones reales y pensables como: Padre, Hijo, Espíritu Santo. O más simple: Lo que era uno, al ser impensable para sí mismo, se divide y se vuelve tres para ser perceptible a los tres. Pensémoslo: nosotros solo percibimos lo múltiple, lo cuantificable; en cambio, lo infinito, lo uno o lo eterno es impensable. Y pienso que tienen que ser tres, porque si fueran dos, uno vería al otro como opuesto, y no se entenderían, se anularían, como opuestos que son. Es como en el Yin y Yang que en su oposición constante forman ya una manifestación absoluta de la verdad. En la simple oposición, ya hay compleción, acabamiento y, por decirlo de otro modo, aún no se escapa de la fuerza del uno indistinguible. Pero el tercer estado le permite a ambos percibirse en una forma compartida; por lo tanto así surge la deformación de la realidad cerrada, y la inauguración de la eterna apertura, en la tríada.
Este estado medio es el pensamiento, es decir, el deseo por la belleza y las cosas que son y de las únicas que podemos emitir palabra. Todo lo que he dicho, no escapa de esos significados y de ese entendimiento. Las ideas que he creado, no importa qué tan abstractas puedan ser, no son invisibles pues pertenecen a la mente que “todo lo ve”, y al mundo que existe para “ser visto”, o ser percibido como pensaría Berkeley. Lo único invisible en cambio, está escondido entre cada letra y entre cada forma, está escondido y no se le percibe, es lo único indeseable, insondable, lo más oscuro. Este es el amor invisible que solo se revela, y que rodea al pensamiento, en cualquiera de los dos estados antes mencionados, pues esa oposición es absoluta y cubre y rodea todo por doquier: donde no hay pensamiento hay nada. Solo así se nos revela lo que en realidad nunca sucede o pensamos, solo hay nada cuando amamos, no podemos buscarlo, solo se puede creer en él. Creer en algo que no existe suena difícil y tal vez por eso son pocos los que aman. Muy pocos, podría decir. El deseo y la belleza cotidianos son siempre más fáciles, no porque así lo elijamos, sino porque así se nos da el mundo, en sus pensamientos y análisis, en sus imágenes y en sus sensaciones abundantes y constantes. No hay hora del día ni momento del existir que no nos sature de su belleza y de sus palabras. Pero hay algo que nunca se nos proporciona o entrega si no es en la absoluta nada que solo se alcanza en la posesión súbita del amor: una verdad.
Piénsese en una hoja totalmente blanca a la que se le dibuja una línea, o un círculo cerrado. Inmediatamente esta línea o figura que sea crea una escisión y una apertura; pero además hay ahora dos lados que rodean a este trazo, y ambos lados son iguales en realidad: nacimiento y muerte. Hemos estado vagando en un círculo de formas, eternamente abierto mientras persistan las existencias perceptivas, sin saber que el círculo está siempre envuelto en ese “doble” espacio que siempre está pulsando por devorar todo, por devolverlo todo a su silencio. Es como un ojo: tiene un círculo interno, que es el iris, que es el que le da imagen, o figura geométrica, los otros dos estados, la pupila y el cuerpo del ojo se revelan solo en ese mostrarse del color intermedio, pero en sí mismos son abismos incomprensibles —el hoyo/abismo profundo y las márgenes siempre inalcanzables que uno nunca puede percibir— como el mismo Wittgenstein señalaba. Nadie puede percibirse a sí mismo realmente, ni el órgano que percibe puede saber de dónde procede ese percibir.
También podría decirse que el amor nunca desaparece, precisamente porque nunca dejamos de percibir, porque siempre está esta línea abierta. No sabemos cómo o quién la trazó, pero su apertura permite tener la experiencia de vivir el vacío y la nada de amar, o la fe absoluta de la creencia en la totalidad eterna. Toda la existencia es siempre constante, no puedo dejar de experimentarla ni de serla, ni aunque lo desee puedo dejar de existir, porque el deseo en sí mismo solo redirige a aquello que existe, a lo bello.
El sueño es un regulador de la fuerza y la presión que ejercen los bordes irracionales de la no existencia en nuestra apertura del mundo de la palabra. Son como olas de un mar irracional que nos permiten hundir los pies en el vacío, frente a la oscuridad estrellada. Es un mar de absoluto silencio, sin palabras, sin formas, sin sensaciones, sin ideas. Estamos ahí, pasamos por ahí, por ese abismo que nos jala con una suave fuerza de la marea, pero luego nos suelta, nos regresa a la firmeza de la arena, los palos y las hojas secas, los aromas fuertes de la selva existencial. A ella regresamos en la lucidez, en la luz, y solo después recordamos con temor esos fuertes deseos de alejarse y perderse en la nada. Por eso los sueños también son bellos, porque permiten un grado intermedio entre contemplación y desaparición; siempre dejan migajas, algo que no sabemos si lo deseamos o lo aborrecemos. A veces ni siquiera sabemos si éramos “nosotros” o “alguien más”, “algo más” el que soñaba. Parece haber una intención en que no nos durmamos por completo, pero también parece haber un deseo en que no estemos completamente despiertos.
La verdad está en ese movimiento. Dormimos y despertamos y nunca sabemos por qué. Solo lo hacemos sin preguntar. Ese es nuestro servicio. Por eso no se puede afirmar, no se puede negar (que es lo mismo que afirmar, pero en negativo). El que afirma y cree que tiene la verdad, siempre está en lo incorrecto, porque es como pensar que ya dejamos de pensar. Es imposible saber cuando no se piensa, eso no es pensable porque uno no deja de pensar nunca. Es impensable no ser, porque uno nunca deja de ser. Uno es siempre. Por lo tanto, afirmar es ingenuo, es inocente, es falso. Aquel que niega tiene el mismo problema. Entonces nos queda el punto medio, el verdadero camino el único opuesto que tiene lo que es: el no ser.
Hay varios “profesionales” de esta técnica. Y con técnica, como se le llamaría en el mundo antiguo, techné, yo me refiero al arte, en este caso, el arte de no-ser. Me refiero a los poetas, a los escultores, a los arquitectos, a los cineastas, a los pintores, a los que gritan y a los que lloran. A los que no entienden y preguntan, pero no responden. A los que no piensan en encontrar esa meta, sino que solo prefieren atravesar un camino de espinas y clavos. Algo así tiene para mí de significado el cristianismo, la idea de la conversión y la cruz es el camino del arte, porque es el camino más irracional, y al mismo tiempo el único que alcanza el amor. Ellos son los que quieren sentir sin sentir, los que traspasan las palabras y dicen sin sentidos, y son los que, aunque no puedan escapar de su cuerpo y su mente, lo disfrutan y no lo niegan, no lo afirman. Dudan de él. Dudan de sus brazos y los transforman. Dudan de sus hombros y los convierten en arte. Dudan solamente, y tienen fe. No pueden decir nada, porque no pueden pensar en nada. Pensar es prohibido. Solo creen. Creen en lo que hace y la inspiración les llega. Solo por inspiración se puede ser artista. El intelectual puede ser artista en cierta forma, si se propone no ser intelectual. El artista puede serlo si no se lo propone en primer lugar. Vivir en su última palabra, es decir, la verdad entera, significa moverse sin pensarlo, ser como un animal en su pura esencia, entregarse al caos y obtener algo de él, como pensaba Deleuze.
Vivir es la verdad, pero muchos no saben hacerlo. Piensan que viven, pero solo piensan que aman cosas invisibles, cosas que piensan. Son incapaces de creer. Aquel incapaz de creer es incapaz de vivir porque no cree en la vida, tampoco en la muerte, no cree en las dudas ni en los eventos. El que cree no piensa, no habla, solo se entrega. Eso sí, como dije antes, pensar no es malo. También hay que vivir el mundo de la belleza, aunque esta no revele, solo da todo a nuestros sentidos por adelantado, y nos aprisiona. Pero es que también hay que sufrir la incapacidad de ser artista. La verdad para ser completa, tiene que ser irracional. Tiene que ser incoherente. Tiene que componerse de un fluir entre el ser y el no ser. Parménides, en su sueño, siguió un único camino, aunque debió expresar no solo el camino, sino también lo que no era ni fue ni es camino, lo que rodea al camino sin presentarse, que solo se revela, la nada.
Y así como el ojo es reflejo de nuestra alma —la que siempre ve— entonces debemos también pensar en la nada que hace posible el mirar, porque el fenómeno de la vista no es solo ver, sino también el punto de vista inalcanzable o el cierre de la vista absoluto que llega al dormir o morir.
Solo se puede amar a la persona en su totalidad, no a individuos, sino a las personas en su única posibilidad que es la de unirse, o la de sacrificarse, en la de ser humanidad. Podemos pensar en ellas y en su belleza, y en su falsa apariencia que cada una posee en cada vida individual, no ocurre nada malo. Pero aquel que cree en la humanidad, aquel que se une a ellos, que duda de ellos, pero duda creyendo ellos, ese está cerca de la verdad, y siente regocijo en eso. Siente algo más que el placer corporal, siente una especie de salvación, una especie de paz y de unión eterna con las cosas, indescriptible, porque es repulsivo también, porque escapa al decir y al pensar. Quien sepa lo provocadora que es la afirmación de amar a todos lo entenderá porque en nuestro día a día somos incapaces de eso. No amamos a todos, solo deseamos a algunos que nos interesan, la mente y la percepción nos hacen elegir y distinguir los grados de belleza, acomodar el mundo a nuestra conveniencia. El amor no puede elegir, no tiene esa opción, es uno solo hacia una sola persona.
Y yo admito que no he sentido tal cosa, pues no he podido escapar de estas palabras que me devoran, ni de los sentimientos que me invaden día a día. No he podido dejar de pensar ni dudar falsamente, queriendo encontrar una respuesta. Queriendo en vano escapar. Sin embargo, con esto demuestro que es posible pensar y sacar la conclusión de que lo bello es todo, sea como sea, en cada cosa distinta, aunque el amor es uno, el indecible uno que nos envuelve.
Dentro de esta racionalidad que vivimos a diario también hay una forma de resistencia, o una escapatoria, y es admitir que no se entiende, negociar con la nada y concederle sus constantes victorias sobre uno a través de la vida. Duermo y despierto, y aunque nunca deje de preguntar por qué, algún día aprenderé a dejar de buscarla, porque al final la muerte me llegara como a todos, y entonces entenderé.
Entonces no es solo un estado de servidumbre al mundo que se abre y quiere decirlo y pensarlo todo, sino también una resistencia para invitar a la oscuridad a que nos tome, y a que el amor nos haga hacer lo que no haríamos de otra manera. Ese se supone que es el camino, y mi anhelo por las etiquetas aun no me deja entender quien ser antes de convertirme y devolverme a ese extraño no-ser. Este mundo consume demasiado tiempo y satura de decisiones, pero el que ama no ve tales cosas. Solo ve seres que aún no están listos pare entender el arte de vivir y a todos los abraza. Seamos artistas pues, y tratemos de escribir un poco de poesía en nuestras vidas, es lo único que podemos hacer para homenajear la fuerza que nos cobija y nos invita a su banquete.
Tratemos de alegrar a aquellos que no tienen felicidad, o de alimentar a aquellos que tienen hambre de lo que sea. Tratemos de moldear un mundo que no solo de respuestas y burlémonos de la lógica y de los razonamientos infinitos, pues todo discurso, por más pretencioso que sea, tal vez igual que este mismo, tendrá un final, un cierre, un punto, y esa será su mayor verdad.
Quizá mañana nunca despierte y me encuentre por fin en la colina floreada, y en las lagunas de cristal. Quizá mañana logre reposar, pero no hoy. Porque hoy no se trata de reposar. El artista no reposa. El artista le sirve a lo que no ve. El artista existe y ve lo bello, pero no solo lo dibuja o lo piensa, va más allá. Cree en lo bello, y lo transforma en objeto de su cuerpo, dota a lo bello de significado propio y ambos se vuelven uno en una violenta fusión, sangrienta, como un revoltijo de carne con madera, diría Mercedes Sosa. Me imagino la vida como un juego de Tetris sin fin, que cada vez avanza más rápido, y lo único que podemos es creer en que vamos a ganar sin saber si será cierto, pues no jugaríamos si supiéramos que ya perdimos (aunque fuera bello jugarlo). Las piezas que tratamos de acomodar no las controlamos, solo podemos ver la que sigue y ordenarla de alguna manera, y luego creer que la siguiente será la adecuada. No hay mucho que analizar. Solo esperar. No veríamos una película si no sintiéramos la realidad de romper la realidad y fusionarnos con lo que vemos por unos breves instantes, sin percibir las márgenes que la rodean, sin pensar en las butacas de la caverna que contemplan a nuestro alrededor. Si esa historia no fuera por unos cuantos instantes nuestra historia, si no creyéramos en ella, no tendría ningún sentido para nosotros. A las obras de arte no les basta con ser bellas, no les basta con ser objetos de mundo, tienen que invocarnos, y abducirnos.
Igual perderemos, si somos humanos, igual ganaremos si jugamos o contemplamos, pues el tiempo no existe, y siempre, en el fondo hemos estado unidos en la nada, esa hoja blanca que es rayada por el trazo, en realidad siempre sostiene al trazo, la línea apenas es una pequeña hendidura en su cuerpo infinito. El ser es la falsa apariencia de la separación, es el tercer estado visible dentro de lo que no es visible. Vivimos porque que queremos vivir y he ahí el misterio y la belleza. El que muera no lo recordara y he ahí el amor verdadero. Solo librándose de la eterna arrogancia del saber, podrían si acaso dudar. Solo viviendo poéticamente —convirtiéndose al arte de cerrar y de morir y de soñar— aunque sea brevemente, se logrará ver realmente y no creer que ven.
19 de setiembre, 2009