Los buses, el silencio y las cucarachas

“Las cucarachas caminaban por la casa con una desfachatez que rayaba en la arrogancia, tal vez porque, al menos en número, eran superiores a nosotros o quizás porque, a diferencia de los seres humanos, no les importaba la muerte. Era esta característica y no el color de sus caparazones ni la fealdad de sus patas nerviosas lo que más me atemorizaba”.

Guadalupe Nettel

Ante las cucarachas, como ante cualquier cosa en la vida, los pasajeros reaccionamos de diferente manera. Algunos, por ejemplo, prefieren hacerse los locos; las ven pasar con el rabillo del ojo y tuercen la vista para otro lado, como si con ese gesto pudieran eliminarlas de su perímetro de realidad. Otros, los más idealistas, se embarcan en una lucha que consiste en intentar matarlas con lo que tengan a mano. Zapatos, carteras, bolsas plásticas; todo es susceptible de ser utilizado en esa pantomima trágica que algunos llaman defensa propia. Finalmente, están los creyentes. Estos, contra el escepticismo de quienes dudan del poder milagroso de los celulares, ejecutan una maniobra que muy pocas veces resulta: estrellan su teléfono, su bien más preciado, contra una oscura realidad que termina perdiéndose entre los pliegues del asiento.  

La imagen, sin duda, es muy potente: un indefenso pasajero acorralado por un insecto que tiene miles de años de habitar el planeta; encerrado, además, en la oscuridad de un autobús que embiste los peligros de una carretera que la neblina borra a grandes mordiscos. Un pasajero, a final de cuentas, poseído por el deseo de matar, pero enfrentado a la realidad de que ellas, las cucarachas, siempre son más rápidas y más fuertes. 

Cualquier viaje es ese viaje: una pequeña tragedia esquivando derrumbes, caídas de agua y colisiones inesperadas. Al final de esa lucha absurda hay una cucaracha minúscula que siempre gana.

El bus de Siquirres

El bus de Siquirres de las 6 p.m. siempre va lleno. Pasajeros regulares, pasajeros ocasionales, el chofer y las cucarachas: todos formamos parte de un raro ecosistema que se traslada a un promedio de 80 kilómetros por hora –si no hay presa–, desde la terminal Caribeños hasta el otro lado del Zurquí. Un ecosistema que nace y muere varias veces al día durante todas las semanas de todos los meses del año. 

Algunos pasajeros se acomodan obedientemente en sus asientos apenas suben al bus. Son los que se conectan a sus audífonos y caen inconscientes a los treinta y cinco segundos de haberse sentado en el número de asiento indicado en el tiquete que acaban de comprar. Roncan, babean, sueñan con llegar. Un mecanismo desconocido los hace despertarse siempre, por reflejo o por milagro, a pocos metros de su parada, y les permite bajarse, un poco atontados, llevando a cuestas bolsas enormes, maletines y preocupaciones de todo tipo. En sus cuerpos torcidos es posible adivinar que llevan muchos años esquivando derrumbes y aguaceros torrenciales para ir y venir de Limón a San José. 

Están también los otros, los que una vez sentados en su asiento se aferran a la vigilia y llenan las dos horas y media de recorrido con lo que tienen a mano: reguetón sin audífonos y sobredosis de Whatsapp. Su sentido de la realidad está dado por la luz que brota de sus pantallas y por eso mueren trágicamente cada vez que, arriba del cerro, en los puntos muertos del Zurquí, se les va la señal. 

También hay otros. Son los más interesantes y, por supuesto, son minoría. Su celular nunca está la vista. Son personas mayores que prefieren ver por la ventana y en cada viaje de ida y vuelta contemplan, muy atentos y en silencio, el gradual ensanchamiento de una carretera que conocen de memoria. Observan a los chinos voltear la montaña y saben, porque lo han presenciado miles de veces en distintos trechos de esa franja de plantaciones que se extiende a lo lejos, que la tierra nunca se recupera de las maquinarias pesadas que derriban árboles, matorrales, láminas de cinc y rótulos de pan bon. 

Padecen, unos y otros, la estrechez de los asientos y la estrechez cada vez más grosera de sus salarios; sufren, todos, la incomodidad de tener que compartir asiento con el último y más organizado de los cuatro grupos: las cucarachas. Estas, mucho más seguras que todos los que viajamos, deambulan a sus anchas entre los forros y los respaldares de los asientos. Se balancean en los marcos de las ventanas, en las cortinas, en el piso y en todas las rendijas. Aterrizan repentinamente sobre el hombro de un pasajero distraído o asoman resueltamente sus delgadísimas antenas bajo los descansabrazos, los marcos de la puerta o las alfombras de hule. Siempre atentas a detectar boronas, restos tibios de empanada, bolsas vacías de platanitos, chorchas de dulce y regueros de todo tipo, las cucarachas actúan en bloque, se acompañan, se protegen. Los pasajeros, en cambio, por más acompañados que viajemos, vamos y volvemos siempre solos. Nosotros, a diferencia de las cucarachas, nos relacionamos torpemente con la oscuridad. 

La oscuridad es muchas cosas

La oscuridad en un bus es muchas cosas, pero es, principalmente, el lugar donde nacen y mueren conversaciones que deslumbran y golpean. Vea usted, ya estamos en setiembre y nada que me muero. En enero los doctores dijeron que iba a morirme en menos de seis meses, pero diay, parece que todavía no me toca. 

En su forma de contarme lo que estaba viviendo no había dioses, ni culpas, ni miedo; solo cosas, cosas muy concretas: la oscuridad, su dolor de cabeza, la morfina y la carretera que él conoce de memoria, porque antes de empezar a morirse de cáncer, la recorría en su tráiler, uno que tuvo que vender para mantener a su familia cuando lo incapacitaron permanentemente. La quimioterapia se la ponen en el Hospital México y por eso viaja regularmente a San José. El regreso en bus es muy cansado, pero qué queda, ¿verdad?

El día que hablamos había perdido el bastón que le dieron en la Caja y el que andaba no le servía de gran cosa. Se movía con dificultad, respiraba con dificultad, pero su serenidad y su buen humor conmovían, aplastaban. No se sentía culpable ni responsable; no vivía la doble condena de haberse enfermado y tener que convertirse en unguerrero que triunfa sobre la enfermedad que padece. Voy a tener que irme de esta vida antes de lo que había pensado, listo

Pensar en la gran cantidad de vidas que se cruzan por casualidad en buses, tanto en largos recorridos como en trayectos cortísimos, siempre ha llamado mi atención. Es la muerte enhebrando hilos a través de los breves intercambios entre personas que nunca más vuelven a verse; intermitencias, miradas, palabras que desaparecen y golpean a la vuelta del tiempo como una iluminación repentina. 

Las cucarachas presencian esos encuentros, transitan resueltamente sobre esas pequeñas muertes que suceden todos los días en pasillos y asientos, y existen, a fin de cuentas, gracias a los sobros de todo aquello que dejamos atrás en cada uno de esos viajes.

Lo preocupante es el silencio

Pero lo más inquietante, si se aprecia desde lejos el bus de Siquirres, no son las patas y las antenas de ese montón de cucarachas enanas que suben y bajan el Braulio Carrillo varias veces al día; lo más inquietante es pensar que todas esas personas que diariamente hacen la ruta San José-Siquirres, que pagan por un servicio de transporte, convivan con una legión de cucarachas y se hayan resignado, desde hace años, a no hacer nada, a no decir absolutamente nada. 

El silencio de un bus infestado de insectos es lo que asusta, la pasiva resignación de cientos de personas acostumbradas a alimentar aquello que les roba la dignidad. Y asusta aún más saber que ese silencio de personas encorvadas por las deudas, el desempleo y las preocupaciones no se agota en los pasillos de estos buses, sino que está enquistado en las filas del supermercado, en las colas de los bancos, en muchos ministerios, en iglesias, cultos, universidades privadas, empresas privadas y restaurantes. Allí, en todos esos lugares, una legión silenciosa de ciudadanos observa los crueles mecanismos de una realidad que los aplasta, pero en lugar de reaccionar, se resigna a seguir alimentando cucarachas con los sobros de su cansancio.

Al mismísimo chofer de uno de esos buses de Siquirres le escuché decir que cuando le toca quedarse a dormir en San José, en vez de quedarse en el cuarto que les paga la empresa, prefiere irse a la parte de atrás del bus y acostarse en el último asiento. Total, a las cucarachas de este bus ya las conozco bien. Prefiero envolverme en un par de cobijas que ir a ese cuartucho que nos asigna la empresa, donde el escándalo de los compañeros no deja dormir.

Las cucarachas del bus de Siquirres, vaya uno a saber por qué, me llevan una y otra vez a los choferes de esa misma línea, a sus formas de lidiar con el cansancio, a las estaciones de radio que escuchan, a las 18 morenas, a la forma en que enfrentan la neblina, los derrumbes y los malos salarios; a sus apodos y su sentido del humor, a sus problemas de diabetes por pasar tantas horas sentados y tomando Coca Cola. A la ruta 32 como una incisión en la montaña, a los administradores del sentido, a la gente que ama viajar en bus (aunque sea un trayecto corto) y a las personas que nunca viajan en bus y se pierden de las ventanas y de otras personas; a este año tan raro que no termina de acabarse, al plan fiscal, a los trabajadores que estuvieron en huelga, a las mamás jovencitas que viajan con bebés que no paran de llorar, a las señoras mayores que les cuesta subir o bajar las escaleras, a la prepotencia mafiosa de las calificadoras de riesgo, al edulcorado y vacío mensaje navideño de todos los presidentes que ha tenido este país, a la fuerza de una mujer que desea volver caminar, al cansancio y la fidelidad del hombre que la acompaña, a lo que se viene el próximo año, que no se sabe bien qué es pero que asusta, y ahí, de nuevo, a las cucarachas, insecto que es sombra, pasado, reflejo y futuro de la humanidad; a su persistencia de llevar 300 millones de años huyendo de la luz.

*Este texto fue originalmente publicado en la extinta Revista Paquidermo en diciembre de 2018.