Mi nombre es Ileana. Soy sofófila.
No me declaro sofófila en oposición a declararme filósofa. No tengo el impulso de figuras como Hannah Arendt o Georges Bataille a rechazar el apelativo de filósofa (aunque Bataille ha sido de los más grandes sofófilos). Lo mío es cuestión de orden. Me explico.
Nos cuenta Diógenes Laercio que fue Pitágoras quien introdujo el término ‘filósofo’ para referirse a sí mismo. Viniendo de un hombre de números, hay que tomarse el orden de los términos con seriedad. Filó-sofo. La lengua griega clásica es rica en modificaciones a partir de prefijos. Basta tomar un diccionario de griego clásico para ver que las palabras formadas a partir de la anteposición de preposiciones son abundantes. Así pues, me presumo que lo de filo en ‘filósofo’ tiene ese valor de partícula que le modifica el sentido a la palabra principal; en este caso, a la palabra ‘sofía’.
Pitágoras vio en la sofía lo principal, su destino. Lo de filo es para él algo más del orden de lo accidental. Pitágoras ciertamente amaban aquello que buscaba, pero estaba quizá demasiado centrado en lo buscado y no tanto en la búsqueda. No miento; yo también busco sofía. Pero tanto como busco una cierta sofía busco una cierta filia y con suma frecuencia me detengo en ella. Por eso soy sofófila: no le impongo sofía a mis filias, sino que disfruto imponerle mis filias a sofía. Como dije, es una cuestión de orden. Y ese orden es también una cuestión de perversión, una cuestión fílica.
Quienes se ponen el filo por delante lo hacen para mostrar una cierta nobleza: el filósofo, el filántropo. Pero quienes nos dejamos la filia como raíz de nuestro apelativo bien sabemos en qué nos metemos. No pasamos rápida y apresuradamente nuestro goce. No escondemos que, más que una actitud hacia nuestro objeto, tenemos una fijación. Defendemos la centralidad de nuestra acción (por eso, junto con los –filos están también los –fagos, los –cidas y otros). No damos cuenta de cómo nos acercamos filialmente a nuestro objeto, sino de que nuestro objeto es precisamente la acción fílica.
El carácter fílico de la filosofía ha sido poco explorado. Quien quizás haya sido más explícito a este respecto fue Deleuze. Si bien en Diferencia y repetición él nos habla de la phília griega, es en su carta al crítico donde nos deja claro en qué consistía su filia (su filia no con PH-, sino con F-, de Follar): encular a los autores, preñarlos y hacerlos parir un monstruo. Bella transparencia de su método fílico. Pero mi filia no es la de Deleuze. Yo no preño a nadie. Mi filia no es la del padrote en la pocilga (y que conste: no le llamo despectivamente ‘cerdo’ a Deleuze, sé que no se enojará, no quien reconoció su y nuestra condición de larvas; por el contrario, abrazo y aplaudo a mi colega sofófilo).
Quienes nos dedicamos a estas cosas solemos tomarnos a mal que se nos hable del pensamiento filosófico como una masturbación intelectual. Pero la metáfora me viene a bien como sofófila. Eso sí, aclaro que mi sofofilia no es la del pene en la mano. El masturbador se tiene que hacer su cuenco artificial, pero yo ya tengo el mío propio. Soy sofófila cuando me penetro con los dedos. En ese momento soy activa y pasiva a la vez. Merleau-Ponty algo intuía ya de esto; pero el ejemplo de la mano izquierda tocando a la mano derecha es aún muy filosófico y muy poco sofófilo. Lo mío es el lapso fílico, cuando me muerdo el labio y se me pone la piel de gallina.
¿Y qué tiene eso de sofófilo? Bueno, un momento, que la gracia de la filia es que se dilate el tiempo. Decía: soy sofófila cuando me penetro con mis dedos. Pero no son tanto dedos lo que entran en mí como lo que yo llamo “pequeños falos”. Los nombro así no por cuestiones psicoanalíticas o políticas, sino más bien porque son virtualidades pequeñitas que me entran. Estos falos ni se tienen ni son, sino que yo me los fabrico, son míos. Flusser decía que hay que sacarle las virtualidades al aparato, pero yo más bien me meto todas las que pueda. De mi caverna no se liberan prisioneros. Más bien, con cada pulsación de labios entra un nuevo titiritero a prolongar el teatro de sombras.
Respecto de esto último, que no se me malinterprete. Platón es uno de mis maestros sofófilos. Después de estar a punto de pasar el resto de sus días como esclavo en Siracusa, él regresó a fundar su propia filia y, más importante aún, a contárnosla. En el Sofista, Platón deja claro que la cosa pensada padece por efecto del pensamiento. Es decir, más que acceder, develar y conocer las cosas, pensar es someterlas. Platón es el primer sádico filosófico, el primero en declarar el sadismo como filia a imponérsele a sofía.
La Forma de quietud padece cuando el pensamiento la piensa; por tanto, la mueve. Ese es el argumento más sólido del extranjero de Elea. Las Formas – pertenencias más preciadas de sofía – padecen cuando el pensamiento las somete. Padecen, pero no se destruyen. Más bien, ganan algo: se mueven, se excitan. Como cuando Graciela se tendió desnuda en el sillón y me dijo “Ahórqueme, mamita” y yo le hice caso. Ahí no hubo muerte, sino orgasmo. Y, si hubo muerte, fue la muerte chiquita, como dice la canción de Café Tacvba. Qué rico, mamita – como dice esa misma canción – ser por un segundo su dueña (aunque, lo admito, era más bien al revés: usted me dio la orden). Qué rico, Graciela mamita, nuestros revolcones platónicos, cuando nos dejábamos morir un poquito para luego venirnos con más fuerza. Hay que torcerle el cuello al cisne de engañoso plumaje (González Martínez dixit) y también a la Forma y a sofía, fílicamente.
La Forma de quietud se mueve cuando la pensamos. Eso nos dice Platón en el Sofista para hablar del no-ser y, más aún, para cometer el parricidio contra Parménides. Lo curioso es que, a pesar de ese asesinato, es Parménides mismo quien se encarga de inaugurar el período fílico de Platón. Más que la operación sádica de ahorcar a las Formas, la filia de Platón inicia cuando el Parménides del diálogo homónimo le advierte a Sócrates que aún está joven y que la filosofía no lo ha atrapado, pero que, cuando lo haga, dejará de negar que cosas como el pelo, el barro y la basura tengan Formas. En boca de Parménides, Platón deja entrar las suciedades, sus suciedades, al quehacer filosófico. En otras palabras, inaugura su sofofilia.
Mi sofofilia es virtualidad masturbatoria. Es también asfixia erótica. Mi sofofilia es eso y otras cosas con las que experimento: perversas y tiernas filias. Pero lo digo por última vez: es, ante todo, una cuestión de orden. Primero oficio los ritos sofófilos, el fornicio después del cual paro (quizá algo sí tengo de filia deleuziana) un mundo listo para ser pensado. ¿Y todo eso para qué? Bueno, pues la respuesta a eso ya es filosofía.