El marido de mi madrina de Aurora Venturini

Venturini, A. (2015). El marido de mi madrastra. Barcelona: Random House.

Decía Borges que basta un solo elemento fantástico en una narración para que toda ella se vuelva asimismo fantástica. Es decir, no hace falta poblar una narración con criaturas hiperbólicas o mitológicas, ni tampoco saturar las acciones de imposibilidad para hacer literatura fantástica. Tarda en aparecer un solo elemento atípico dentro de un mundo típico para que este se desestabilice. 

En el cuento que abre El Aleph, titulado El inmortal, Borges deja asomar esta estrategia. Más en específico, lo hace cuando describe la arquitectura de la ciudad que el protagonista visita. Pero es en There Are More Things(recopilado en El libro de arena) donde este recurso alcanza su punto más alto: 

“Para ver una cosa hay que comprenderla. El sillón presupone el cuerpo humano, sus articulaciones y partes; las tijeras el acto de cortar (…) Ninguna de las formas insensatas que esa noche me deparó correspondía a la figura humana o a un uso concebible.”

Eso que el protagonista vio y, más aún, eso que no logró comprender y lo aterrorizó no eran más que muebles. Muebles. Lo fantástico de este cuento no reside en una criatura o espectro, sino en algo tan sencillo (¿?) como un mueble, su forma. Basta un mueble extraño para temer por la vida.

En El marido de mi madrastra, Aurora Venturini nos deja en evidencia que a Borges aún le hizo falta un paso para mostrar las últimas consecuencias de su máxima. Al leer esta colección de cuentos, nos sentimos como el protagonista de There Are More Things al ver esos extraños muebles. Pero no es el menaje lo que sentimos ajeno en los cuentos de Venturini, sino algo más fundamental, más omniabarcante: el lenguaje.

Hay tres niveles en que Venturini nos enfrenta al lenguaje y termina por convertirse en ese elemento fantástico que Borges consideraba suficiente. El primero de ellos es quizá un tanto obvio y fácil de identificar, a saber, las comparaciones de algunos personajes con seres más bien monstruosos.

“Yo le llevo – o le llevaba – cinco años a Nicilina; no sé cómo aclarar el tema de mi mayoridad, porque ella anda por ahí, por allá, por acá, y compruebo sus reptantes paseos por las huellas que sólo se borran con sal gruesa (…) Nicilina fue, o es, y será por siempre, un bicho lábil y elástico.”

Así como el sillón presupone el cuerpo humano, sus articulaciones y partes, descripciones como esta nos hacen presuponer una textura del cuerpo, grotesca, babosa, que dan ganas de aniquilar. Ahora bien, el carácter grotesco de los personajes no se manifiesta únicamente por comparaciones con bichos, sino también por medios más bien austeros.

“No estoy segura del lugar de mi nacimiento (…) Me contaron superficialidades acerca de este caso. Yo siempre advertí que mentían. Así procedían los soeces.”

Los primeros personajes que nos topamos después de la narradora no son personas calificadas de soeces, sino que son en sí mismas los soeces. No hace falta un substrato que reciba calificaciones, pues la mera existencia de esos personajes ya es de por sí soez. No son sujetos adjetivados, sino que el adjetivo mismo es el sustantivo. No son más que los soeces.

En el segundo nivel nos adentramos en la verdadera profundidad que Venturini logra con el lenguaje. Allí nos acercamos al lenguaje no como el calco de lo fantástico, sino como lo fantástico. Hay un cierto ritmo en la narración que resulta poco familiar.

“Noté que en la entrepierna de él jugueteaba el dedo del pie de mi mamá, y me sugerí viceversa.”

En medio de esa escena tan erótica irrumpe el “y me sugerí viceversa”. Esa extraña acción irrumpe en el juego sexual, nos impide penetrar en él. Sugerirse viceversa frente al pie femenino hurgando en la ingle masculina es, sencillamente, funcionar a otro ritmo, a uno muy distinto del acostumbrado.

“Entonces divisé a Jovita, aunque todavía no sabía su nombre. Nadie en la vecindad. Espié.”

La emoción de espiar en el vecindario despoblado se esfuma con esa narración tan árida. El mundo es una especie de cadena de eventos donde la primera persona interviene salvo estricta necesidad. No se espía porque el vecindario esté solo; sino que, por un lado, el vecindario está solo y, por otro, se espía. No es que A ® B, sino tan solo A — B. Y no solo las acciones individuales acontecen en el universo de Venturini de esa forma, sino que también los intercambios:

“Dice la tía a la sobrinita:

Ponete ahí, a media luz para estar más seductora (…)

Suspira Tita:

Cuando llegue Consuelito ya no habrá sol.

Acota Chona:

Por si acaso, a ver, fruncí la boquita, así…”

La conversación transcurre como cualquier otra, pero la narración está configurada por un ritmo inquietante. Sea lo que sea que estén hablando las personajes, ese “Suspira Tita” y “Acota Chona” nos lanza a un carácter ominoso. Tita no habla; suspira. Chona no dice; acota. Ellas no hablan del modo usual. Lo hacen con ciertos cortes y tonos peculiarísimos, lo cual les da un carácter extraño. El ritmo de sus conversaciones y las palabras que nos adentran en ellas nos hacen imaginar a Tita y a Chona como mujeres singulares, con cuerpos y movimientos que en definitiva no son los nuestros.

Borges nos decía que las tijeras presuponen el acto de cortar. Atendiendo a los ritmos del lenguaje del mundo de Venturini, no nos es tan fácil presuponer los actos que allí ocurren; eso sí, los sabemos desconocidos. Así pues, si el primer nivel nos apuntaba hacia unos cuerpos extraños, este segundo nivel nos lleva a animar a esos cuerpos. La (¿aparente?) falta de causalidad entre una acción y otra, la sordidez con que una línea de diálogo procede a la otra, nos presupone cuerpos y movimientos que no existen más que allí en ese mundo que habla en la narración.

Llegamos así al tercer y último nivel.

“Alardean ocupando el muro dos enormes cuadros al óleo con escenas que algún cataclismo ha devastado.”

Oraciones como esta son las que nos hacen sentir como el protagonista del cuento de Borges frente a los muebles. Hay algo en esa gramática que no corresponde a nuestro mundo. Nosotros diríamos “Dos enormes cuadros al óleo que algún cataclismo ha devastado ocupan el muro alardeando”, pero Venturini nos retuerce el sentido común sintáctico y nos lanza a una dimensión paralela. 

La narración nos dice primero “Alardean ocupando el muro…”. Empezamos leyendo esas palabras fuertísimas sin saber de qué se trata. Pero cuando llegamos al sujeto “dos enormes cuadros”, las palabras que le anteceden nos han hecho ya temerle a lo que sea que se avecine. Bien podrían ser monstruos o cuadros que, si “alardean ocupando el muro”, no nos queda más que rendirnos, acaso escondernos.

Si en los niveles anteriores el lenguaje nos incomodaba por los cuerpos y movimientos que refieren, en este tercer nivel nos topamos con el mundo en que esos cuerpos y movimientos existen. Es un mundo donde la acción de las cosas pesa más que las cosas mismas (ya Borges intuía algo de esto en Tlön, Uqbar y Orbis Tertius), y es precisamente eso lo que estructura el lenguaje de esa peculiar manera.

Leer por primera vez a Venturini provoca el mismo efecto que lo hacen las primeras líneas de la Odisea.

“ἄνδρα μοι ἔννεπε, μοῦσα, πολύτροπον…” 

Apegándonos al orden exacto de las palabras del texto en griego, tenemos: “Del hombre a mí cuéntame, Musa, astuto…”. Homero nos lanza de inmediato aquello sobre lo cual escucharemos (“del hombre”). En segundo lugar, aparece aquel a quién se dirigirá el relato (“a mí”). Tercero, está la exigencia (“cuéntame”). Cuarto, la fuente de la narración (“Musa”). Y hasta el final aparece el calificativo de ese hombre cuyas hazañas escucharemos (“astuto”). 

En las traducciones este orden suele desaparecer y cambiarse por “Cuéntame, Musa, del hombre astuto”. De manera demasiado moderna, la exigencia de saber y escuchar se pone antes que eso sobre lo cual queremos saber y escuchar. Pero en el texto griego ingresamos a una gramática por completo distinta, misma sensación que nos deja Venturini. 

Esa estructuración de mundo que el lenguaje de Venturini nos muestra toca fondo en el cuento que le da título a la colección de relatos. La refinada sintaxis de la narración colisiona con escenas crudísimas y dolorosas. Cuesta sencillamente creer que en un mundo donde acontezcan esas escenas sea posible hablar así.

Heidegger decía que el lenguaje es la casa del ser. Leyendo a Venturini, sentimos que entramos a una casa extraña. Una casa donde somos intrusos.