Uno a uno fueron apareciendo por la calle, todos diferentes, todos iguales, flacos, gordos, morenos, blancos, unos gritones, otros tímidos. Se me fueron haciendo familiares, una segunda familia construida por el azar de vivir en un barrio y no en otro, de tener una edad y no otra. Futbol a todas horas, bicicletas, escondido, la aventura de la montaña cercana por donde nos decían que pasaban los marihuanos, el sol en la piel y ya por las noches, el cielo poblado de estrellas que nos miraban al separarnos para ir a comer y a dormir y a pensar en volvernos a ver al día siguiente.
También estaban los compañeros de la escuela, pero eso era diferente, con ellos era solo por un rato, en los recreos; lo otro era la vida, la compañía, la complicidad rival de las molestias de la casa, la hermandad de corazón y no de sangre, espejos para vernos más fuertes o más débiles, más ricos o más pobres, mejores o peores jugadores en la mejenga, todas las comparaciones que nos van dando una idea de lo que somos, el líder o el soldado, el amo o el esclavo, el triste o el feliz, el miedoso o el aventurero.
Durante ocho años viví en la misma casa, desde los cuatro hasta los doce, toda la escuela, todas las vacaciones, las mañanas, las tardes y las noches: Guiller, Óscar y Gerar, inseparables, indispensables, necesarios y queridos hasta el día de hoy, cuando los recuerdo en medio de la calle o en la esquina sentados, hablando de películas, de personajes, de todo aquello que podían hablar unos niños que crecían juntos en un barrio desde donde se veían a lo lejos los edificios más altos de la pequeña ciudad de San José de los años ochenta, esa ciudad donde vendían los juguetes de la navidad, donde trabajaba papá, donde un día la abuela nos protegió mientras la policía le tiraba gases lacrimógenos a los precaristas; la misma abuela que nos llevaba al Parque Bolívar y a La Fortuna, aquel restaurante chino con peces de colores y pancitos con mantequilla que quedaba cerca del Parque Central y de la Biblioteca Carmen Lyra.
No recuerdo si me logré despedir de ellos, no recuerdo nada, porque la imagen que me asalta es la de un carro avanzando, mi familia en él, la calle de siempre que queda atrás, la mirada del viajero de raza que vuelve a ver por última vez lo que ya no alcanzará a tener nunca más, la niñez que se fue con ese barrio feliz de niños por todas partes al que yo pertenecí por derecho de suelo.
Ellos no han dejado de hacer falta, a veces hasta las lágrimas, a veces hasta el falso olvido; con la adolescencia vino la soledad y claro, más muchachos, la ropa de marca, el arete, el pelo largo, la rebeldía contra el colegio, contra la autoridad paterna y también, las playas del Pacífico, más amigos para competir y para conversar de mujeres y felicidades, de amarguras y derrotas. Otra vez se volvieron indispensables, otra vez la esquina, ahora de otro barrio, otra vez la noche en la que conversaciones imprudentes rompían el silencio mientras nos fumábamos nuestros primeros cigarros.
Amigas, novias, efervescencias, terribles desilusiones y masturbaciones colectivas donde uno hacía de narrador, describiendo los atributos más destacados de vecinas y compañeras, mientras los demás ejercitábamos la imaginación y la mano de Onán en un parque solitario y nocturno. Ellas ni se enteraban cuando después salíamos a buscar un helado o cualquier cosa, ellas ni se enteraban cuando después les dábamos un beso o veíamos una película en el cine.
Dice Walter Benjamin que el narrador viene de lejos contando cosas desconocidas o, por el contrario, nunca ha salido de su pueblo y conoce a fondo las viejas tradiciones y las vidas y tribulaciones de abuelos y bisabuelos. El nuestro venía de Guanacaste, era bajito y lujurioso, usaba un bigotillo incipiente y las descripciones tan precisas y estimulantes que hacía de nuestras vecinas y amigas le hizo ganarse con ventaja ese puesto literario y adolescente en el que se desembarazaba de su timidez habitual para darle rienda suelta a una corriente verbal de imágenes pornográficas que todos le agradecíamos después, cuando volvíamos a caminar por la calle, frescos y ligeros, y él retomaba esa timidez y ese silencio que tanto contrastaban con el demonio que llevaba entre pecho y espalda.
Llegaron las primeras borracheras, temores de embarazos prematuros, el carro prestado, la casa de la playa, las lanchas para esquiar, las motos de agua, las tablas de surf, los rápidos en los ríos de la vertiente Atlántica, noches y noches en San Pedro o en Escazú, en cantinas o en bares de moda, hasta que la vida nos fue llevando por caminos distintos, a unos tras el dinero, a otros tras el saber y los libros. La política no era importante, corrían los años noventa, el socialismo olía a viejo y el neoliberalismo era la vida de todos los días. Otra vez la separación, la búsqueda de la novedad, la soledad, el camino propio, la universidad.
Debe ser por influencia novelesca o por los poetas franceses, por Baudelaire y sus calles o por Víctor Hugo y sus Miserables, o tal vez por los novelistas latinoamericanos que idealizaron París como ciudad de la literatura. Lo cierto es que yo también empecé a soñar con bares para bohemios y escritores, con una cofradía de intelectuales libertinos, un grupo de amigos como los de la infancia o los de la adolescencia con quienes pudiera hablar ahora de libros y escritos, de poemas y novelas. No fue fácil encontrarla, pero la cofradía apareció. No vivíamos en el mismo barrio, tampoco nos encontramos en París o en Madrid, no íbamos al mismo colegio, ni siquiera estudiábamos la misma carrera universitaria. Eso sí, puntuales, a las nueve de la noche, íbamos llegando por los bares de la Calle de la Amargura, La Villa de Tilín, La Maga de los Dota o Las ventanas de aquel francés cuyo nombre se me ha olvidado; el punto de encuentro cualquier mesa, cervezas y conversaciones infinitas que espantaban la soledad y estimulaban el entendimiento.
Sofistas, falsos encantadores, náufragos de las guerras centroamericanas, ilusos y nostálgicos, hombres en fuga, adictos y borrachos, uno a uno los fui conociendo, gente maravillosa que se escondía en rincones insospechados de la noche josefina. Fue en ellos en quienes pensé cuando escuché por primera vez ese tango que se llama Cafetín de Buenos Aires, en ellos que representaban tan bien aquella letra que dice:
“En tu mezcla milagrosa
de sabihondos y suicidas
Yo aprendí filosofía, dados, timba
Y la poesía cruel
de no pensar más en mí.”
Y así podría seguir recordando tiempos y lugares, hace mucho no me asaltaba la nostalgia así; debe ser la edad, o tal vez esta pandemia que ya se hace larga las que me han hecho extrañar la calle, las pandillas de barrio, las noches sin fin, las conversaciones irresponsables sobre cualquier tipo de libro, los encuentros casuales y esos amigos del corazón que me vieron llorar y reír, hermanos que andan por ahí, convertidos en otras personas, a quienes evoco, invictos, iguales a su mejor versión, esa que me ha resguardado siempre de la soledad y del miedo. Amigos indispensables, muchachos, unos entre tantos. Goodfellas.