Esos pobres animales políticos

Dicen los creadores de la nueva serie documental “Animales políticos” que nuestra relación (la de los costarricenses) con la política es difícil y que debemos analizar por qué tantas personas están desencantadas con la política. Este es el núcleo y premisa de este prometedor proyecto audiovisual que, sin embargo, a los pocos minutos de iniciado se viene abajo rápidamente para dar paso a otra cosa: a un alargado episodio de 7 días, pero con la aureola de ser algo distinto y profundo. 

El problema de todo esto radica en que los creadores parecen tener, en el fondo, otra premisa que atraviesa transversalmente a toda la serie y que será la que verdaderamente guíe el contenido de los 13 episodios que la componen: la idea de que los costarricenses “no entienden” la política, y que por eso le andan de lejitos o no la utilizan bien. 

Podría afirmarse, entonces, que más que una serie que reflexiona o que profundiza sobre la política (que hace una “radiografía” de nuestro sistema político, como se anunció en redes sociales), lo que termina siendo es una producción didáctica cuyo grueso de material está dirigido a ilustrar a los ciudadanos de a pie (“el tío, la abuela, el primo, el guachiman, etc…” dicen ellos) sobre cómo funcionan los poderes del estado, los partidos políticos, algunas instituciones y algunas otras “especies” de esa amplia fauna política (el caso de los medios de comunicación, las organizaciones religiosas o los colectivos feministas). Desgraciadamente, tal noble propósito parece estar dirigido a un fin más preocupante: a que los costarricenses dejen de quejarse tanto y que dejen de endilgarle al presidente tanta responsabilidad. Porque si de verdad entendiéramos cómo funciona nuestro sistema –afirman–, sabríamos que el presidente en realidad está “atado de manos”, y que su responsabilidad política es poca. 

Esto se enfatiza bastante durante los primeros episodios, sobre todo el dedicado al Poder Ejecutivo, donde figuras tan “populares” como Laura Chinchilla, Miguel Ángel Rodríguez o el mismo Carlos Alvarado (posiblemente de los presidentes menos queridos de nuestra reciente historia) aparecen para reivindicarse y dar sus explicaciones acerca de cómo todo lo que hicieron ellos fue tergiversado, y sobre cómo “no se le puede quedar bien a todos” (No es muy diferente al lavado de cara que han hecho con Bush, que ahora reparte bendiciones y consejos en los talk shows estadounidenses). Esta muletilla, un ejemplo del “pancismo” que la serie aplica durante todo su largo trayecto, intenta posicionar su propia visión no explícita, y de carácter ideológico de un sector de la población: que los que critican al poder político son nocivos o “no contribuyen” a solucionar los problemas  y que los verdaderos culpables de las problemáticas son los ciudadanos de a pie, no los políticos que “solo hacen su trabajo”. 

Esto se combina, además, con el obsesivo énfasis que le da la serie al electoralismo, y a la idea de que al hablar de política debemos referirnos en primer lugar a los políticos de carrera: presidentes, diputados, magistrados, partidos, ministros, etc… Esos episodios de nuevo se abocan a la tarea de mostrar que, si el costarricense supiera elegir mejor, tal vez no se quejaría tanto. Los condicionantes y exclusiones estructurales del sistema electoral son pasados por alto. Cualquier aspecto sobre las históricas relaciones entre el poder económico y el poder político quedan fuera de estos análisis, así como por fuera también queda (para variar) la relación entre violencia y política, o sobre la conflictividad en general. En algún momento durante el primer episodio se dejan decir: 

Cuando no podemos establecer prioridades, algunas personas simplifican el debate y lo llevan a discusiones del pasado. ¿Sirve de algo limitar la discusión únicamente a más mercado o a más estado?

¿Quiénes son estos “algunos”? ¿Por qué la narración en off tiene la potestad de juzgar esto desde una pretendida neutralidad? ¿Habla en nombre de todos los costarricenses? (Volveré sobre esto más adelante) ¿Qué criterios utiliza esta voz para determinar lo que es “el pasado”? De todo esto podemos asumir que los realizadores, que se manifiestan camufladamente a través de esta voz son de los que creen que no hay que indagar en el pasado sino solo “vivir en el presente”, y esto quedará más claro con el escueto abordaje histórico de la mayoría de sus temáticas, que no van más allá de citar ciertos personajes y hechos históricos. La promesa de la llamativa “intro” de la serie de que tal vez veríamos mucho material de archivo de nuestra historia política e indagaciones en el pasado para entender nuestras problemáticas actuales queda en el aire y se limita a estos monótonos monólogos de opinión, parcializados, y sin duda reduccionistas (qué falta hace Osvaldo Valerín combinando narración e historia para ilustrar el presente). 

Lastimosamente, este documental respondió a todas sus preguntas en ese primer episodio y el resto de capítulos solo pretenden reforzar lo ya afirmado: hay que fortalecer nuestra democracia porque es muy vieja y muy linda, y hay que lograr acuerdos, porque si peleamos “nos va a ir muy mal” (así con esas palabras lo afirman). 

Otro hecho a notar es que los realizadores, en su pretendido balance y amplitud del espectro político, y con el largo tren de expertos que presentan durante la serie, no hacen una sola mención, ni presentan un solo episodio dedicado al componente laboral, obrero, o de los movimientos sociales en ningún episodio. Lo que promete ser un documental que desmenuce el descontento y la conflictividad política, aboga por “educar” al ciudadano, e ignorar el largo trayecto costarricense de huelgas, guerras, traiciones, luchas y protestas en el largo proceso de destrucción del tejido político e institucional de los últimos 30 años que varios historiadores (como David Díaz o Ivan Molina) han señalado. La voz en off nos adelanta la respuesta y concluye que lo que tenemos los costarricenses es un problema de apreciación y de empatía y que “no vamos a llegar a ningún lado peleando en redes sociales” (¿esto no deberían haberlo probado y concluido en el último episodio?) El documental parece haber hecho todo su diagnóstico de la política costarricense sin haber salido de su casa, mucho menos del GAM. 

No son entrevistados ni mencionados los grupos sindicalistas y representantes del sector público, no escuchamos hablar ni a médicos, educadores y otros trabajadores, mucho menos estudiantes o sectores indígenas. No hay que ser mezquinos, pues ciertamente vemos una gran presencia de científicos sociales e intelectuales de diversas áreas en distintos capítulos, pero de ese ciudadano común al que tanto muestran caminando por la calle, o en los montajes de rostros, no escuchamos una palabra más durante la serie, se le reduce al “otro” con el que “celebramos el gol de la sele en el mundial”. De nuevo, aquí se revela un aspecto ideológico y político que el mismo documental pasa por alto, eleva la meritocracia y la tecnocracia, por encima de la democracia, a pesar de que su tesis principal es que hay que proteger a esta última a toda costa. ¿Entonces por qué todo el sentir de este documental es que pareciera que los ciudadanos de a pie no saben nada y solo los expertos tienen las respuestas?

El medio es el mensaje 

Si nos tomamos en serio este producto audiovisual hay que cuestionarlo desde su propios mecanismos ideológicos: lo que cuenta aquí no es el contenido, que tiene muy claros sus objetivos didácticos y tiene bien delimitados los nichos políticos que le interesan y los que no le interesan; es su forma y su envoltorio en el que hay que concentrarnos para entender realmente la mirada política de quien nos habla. 

Como señalé anteriormente, tal vez el elemento más destacable de la serie es su cansina narración en off, esa voz de la conciencia, inmaculada y universal que habla en nombre del “costarricense promedio” y que se hace las preguntas importantes por nosotros, y que además se avienta más de una respuesta preocupante de cuando en cuando, como cuando recomienda cancelar a los “polítiqueros”, que según afirma son aquellos que prefieren quemarlo todo antes de llegar a acuerdos  (eso explica que no haya voz para ningún revolucionario en el documental). Asimismo, la voz constantemente hace llamados a lo que “deberíamos” y “necesitamos” hacer, abiertamente promueve y defiende algún tipo de reforma del Estado de corte parlamentarista o semipresidencialista, y también promueve proyectos de ley, pero,de nuevo, no nos explica por qué. Todo se camufla en la supuesta vocación “demócrata” de esta voz, y podemos creer sus buenas intenciones, pero es por eso que sus silencios y sus omisiones son tan cuestionables. El callar la violencia y la represión, la impunidad o la corrupción, y el constante llamado a rechazar el conflicto o alegar que los ciudadanos están en descontento, simplemente producto de las fake news o de que no entienden sus instituciones, son el otro lado de la moneda, lo que pretende ser naturalizado y cobijado con el mismo halo de legitimidad democrática que en realidad esconde vicios de conservadurismo y moralismo al mejor estilo del ideario tradicional costarricense.

No está muy lejos el eco de lo que Alexánder Jiménez llamaba en su libro El imposible país de los filósofos, el nacionalismo “étnico metafísico”, aquel que, a través de una larga tradición de pensadores, asociados a órdenes políticos particulares y a épocas históricas determinadas, llevaron a nuestro país a asociar todo carácter de lo “nacional” con metáforas incuestionables, entre esas la de que los costarricenses tenemos un “destino excepcional y ejemplar” y la de que contamos con una racionalidad innata que nos convierte en un oasis para la socialdemocracia, cuyas amenazas serían las de aquellos que no saben convivir en paz. Esa voz en off que narra posee aquí esa idea de “unidad” y de “guía”, que nos toma de la mano y que une todas las problemáticas en un solo hilo de pensamiento racional y consciente. 

Aquí es donde, sumado a la voz, aparece el segundo recurso formal, que es el de los insertos audiovisuales, ya sea de videos virales en redes sociales, escenas de noticieros, o material audiovisual de archivo, que constantemente es utilizado en el documental, pero no con fines de indagar más respuestas, sino simplemente para ilustrar momentos de la narración o para yuxtaponer comentarios de esta voz junto a lo que vemos en pantalla con el fin de hacer comentarios irónicos o puns; pero eso sí, en su mayoría, el énfasis de estos materiales es utilizado solamente contra dos tipos de actores: o diputados o el pueblo mismo. Es decir, es la masa la que es constantemente llamada a ponerse «seria», pues el documental muestra que ni la gente, ni sus representantes en el parlamento, están a la altura de lo que sí están haciendo sus pares en las jefaturas y en las dirigencias políticas. En el caso de los diputados, se escoge convenientemente solo a aquellos que han provocado mayores ridículos, memes o escándalos durante los últimos años, para mostrarnos que tal figura ha descendido en la escala de los seres, y que el congreso es, en el sentido popular, un circo. 

La verdad es que lo que pudo haber sido un gran recurso humorístico, al estilo de los ácidos documentales de Pablo Ortega, Costa Rica S.A. o La Caja de Pandora, aquí termina siendo repetitivo y burlista en una mala forma, pues, al igual que en EEUU, mofarse de un republicano anti vacunas, o de los escándalos de Trump es fácil, pero el verdadero humor es aquel que va contra sí mismo, o aquel que se atreve a dialogar con el enemigo antes que solo ridiculizarlo, porque un liberal y demócrata puede terminar siendo tan moralista y autoritario como un conservador (y viceversa), y los tibios llamados al consenso y a la paz de este documental lo evidencian.

 Y esa es la aporía en la que cae la serie: quiere probar que nuestra democracia es ejemplar pero también quiere concluir que es un “show”, pero luego critica a la ciudadanía que concluye que la política es un “show” y le termina achacando toda la culpa de la tensión y el descontento a una falta de comprensión del sistema. ¿Por qué no se utilizan estos recursos precisamente contra las figuras políticas de peso?  El discurso de quienes realizan esta serie parece encasillarse en la idea de que Costa Rica es un país de nobles ejecutores y emprendedores amarrados por las voces colectivas de poderes irracionales y/o pasionales. 

La experiencia de esta nueva exploración de nuestra democracia y nuestra nación es poco innovadora y definitivamente ahistórica, llena de peso ideológico perpetuado por un presentismo y una tradición discursiva triunfadora desde el 48  en que la violencia y la confrontación política no existen o que la hemos resuelto a través de las elecciones y las instituciones. Como muchos otros sectores señalan, entre ellos los de la izquierda política, en Costa Rica existen muchas otras historias no contadas ni legitimadas desde la historia oficial, en las que una gran porción de los costarricenses nunca ha tenido poder ni voz, cuya cotidianidad se acerca más a la de otros países centroamericanos antes que a la del supuesto país “especial” que nos venden nuestros medios. El alcance de este documental no parece estar dirigido a esas voces ni parece entender por qué hace 4 años la amenaza del fundamentalismo se consolidó a través de la fractura de nuestro modelo bipartidista, que en realidad siempre ha sido una sola cara de la moneda de una sola élite inamovible que ha controlado la riqueza y el poder político.

Hay dos confesiones en el séptimo episodio que, creo, revelan el carácter ideológico detrás de los productores y autores de la serie, y que como todo “záfis” o lapsus psicoanalítico, dice más que lo que se pone en palabras e imágenes. La voz en off quiere señalar que la gran desigualdad a la que ha llegado nuestra sociedad ha forzado a que algunos sectores tuvieran que quedarse en sus casas hacinados durante la pandemia y sin posibilidad de aislamiento o teletrabajo, mientras que, dice la voz, otros teníamos la tranquilidad de pertenecer a sectores privilegiados. Y es este “nosotros” implícito lo que desnuda a esta voz y evidencia que quienes narran siempre han estado hablando y mirando desde “afuera”, tratando de comprender la realidad política para su pequeña esfera, pero hablando como si hablara en nombre de todos. Y esto se confirma en la segunda confesión, cuando Leonardo Garnier explica que somos uno de los países más desiguales de América Latina y se pregunta:

¿Por qué a los tomadores de decisiones nos cuesta tanto pensar en eso? (…) entonces, es una cosa muy macabra, donde los que estamos mejor no estamos haciendo el esfuerzo para financiar las oportunidades de los que están peor. No nos ponemos de acuerdo para sacar la plata. En el fondo, porque la verdad no nos importa tanto. 

A continuación de ese momento lo que sigue es un silencio sepulcral de la voz que, con una especie de culpa, calla y de nuevo evidencia lo que la serie ha ocultado y disimulado: que, realmente, el problema político en nuestro país no es solo un problema electoral o institucional o educacional, sino también de cuotas de poder y condicionantes histórico-económicos que han llevado a unos a tener más poder de decisión que otros, y que, en el fondo, a muchos no les interesa que ese poder ni esa balanza cambie para todos. La serie no indaga más en estas preguntas, y eso se trae abajo todo el noble propósito que la motivó inicialmente. 

Los «animales políticos» exigen una taxonomía más profunda, si se quiere ser fiel al espíritu aristotélico del título, pues no todos parecen pertenecer a la misma especie de animal dentro de esta jungla.