Encino Ediciones acaba de publicar el más reciente libro de Fabián Coto Chaves, Bajo continuo. En la portada, realizada magistralmente por Noelia Esquivel, observamos un árbol masivo, gigante, majestuoso. De espaldas, se mira a un hombre con brazos caídos, admirando tanto el árbol, como los pájaros que con sus alas parecen frutas que vuelan y que revientan, cerquita, en la contraportada. Lenta y robusta se acerca una nube que se come el cielo.
Estos elementos podrían hacernos pensar en una novela con tono personal, quizás un relato de viaje y experiencia subjetiva, cuyo fondo transcurre en diálogo con la naturaleza. Sin embargo, dicha sensación parece desvanecerse en las primeras líneas del libro. Si en El conejo de la quebrada (Encino Ediciones, 2019) teníamos la presencia de un narrador que armaba la historia desde su perspectiva propia, cargando sobre sí la experiencia y el relato; en Bajo continuo, Coto apuesta, en principio, por la lejanía de una narración omnisciente.

El texto se abre aludiendo al robo de los restos de un prócer: Florencio del Castillo. La sospecha como guía nos anuncia una novela policíaca que se arma entre las calles de Cartago y las montañas de Paraíso. Un detective extranjero, atormentado por Vietnam, intenta armar las piezas de tan extraño evento, mientras escucha, con asombro, la narración de otro robo idéntico, especie de trauma histórico (y literario) que amarra el pasado con el presente: el robo de la Vírgen de los Ángeles. Una memoria que surge con personajes callejeros, marginales narradores de desdicha, que portan sobre sus frágiles vidas, traiciones y complots que los sobrepasan. No deja de haber, latente en la escritura de Coto, ese juego sútil que busca urgar en otras historias no oficiales, escuchadas y repetidas desde voces que murmuran y que componen el sustrato de lo posible. Pues en efecto, “el pasado es un albergue lleno de verdades aparentes y demonios.”
Con agilidad y ritmo, Coto amarra uno a uno fragmentos que se responden y que van construyendo, en paralelo, otras narraciones entrelazadas. El escritor es a la vez un investigador navegante de una realidad definida como “un archipiélago de causas y casualidades que se entrecruzan y se implican.” Ese personaje que cambió “la tabla de surf por un carro de mil y pico centímetros cúbicos” y cuya cotidianidad se resume en “El badge. El ascensor. La recepcionista” se encarga de ir llenando silencios y tendiendo puentes entre hechos y actores. Ahí el narrador se vuelve protagonista y de cierta manera, nos recuerda al personaje de Días de proletarización (Germinal, 2017). Esta vez, sin embargo, sale realmente de la oficina, en una especie de ruptura que permite, tanto el diálogo interno, como la reflexión más general.
En su camino encuentra al detective, y sin saberlo, por el horizonte de su mirada nos acercamos a los responsables del robo, Julio y Toño, ocultos y a la vez aparentes, en lo espeso de la montaña, urdiendo una narración que se mezcla con el monte y las cavernas. Estos dos personajes remiten a una historia generacionalmente cercana, a esas vidas que en el cambio de siglo bascularon de la promesa del bipartidismo y la casa propia, al entramado de call centers y tarjeta de crédito. Y esto le permite a Coto ahondar en uno de sus temas recurrentes: el cuestionamiento constante a liderazgos, tradiciones y trayectorias que constituyen el imaginario nacional.
Pero no todas las piezas están dadas. El narrador compone, como un músico barroco, la voz de bajo y deja el contrapunto a los intérpretes, es decir, a nosotros sus lectores. Se trata del principio musical del bajo continuo que Coto plantea en la escritura de esta novela y que, sin quererlo, nos remite a uno de los grandes expositores de esta técnica musical: Jean Philippe Rameau (1722). Rameau fue un compositor célebre que Diderot utiliza, ¿a través de un archipiélago de causas?, para crear su obra El sobrino de Rameau (1762), donde reflexiona sobre la moral, la educación y las características sociales de su época por medio de un diálogo astuto.
Es hacia este tipo de reflexión que el libro se dirige en sus dos últimos capítulos: El paisaje nacional y Teoría de las catástrofes, mezclando formas ensayísticas, sin abandonar el juego metafórico de la novela. Un poco como si, al salir del valle, superar la montaña y abrirse a la llanura, los personajes pudieran liberar la mente, dar paso a meditaciones ligadas a su propia historia y a sus miedos individuales, aunque esto no conlleve una proliferación del diálogo, puesto que, como bien lo señala el narrador: “los paisajes avasallantes no generan grandes conversaciones entre los humanos.”
Emerge entonces algo que podría confundirse con la nostalgia y la vida que se marchita. El tema rural, la sabiduría popular como forma de conocimiento aparecen como una estaca de la memoria y como el lazo que nos ata a la familia. Pero no se trata de un regreso bucólico o de una reivindicación del pasado. La ironía filosa que caracteriza la escritura de Coto atraviesa esas postales con saetas de humor, cargado de cierta amargura, disecando así las estructuras míticas de nuestra sociedad.
Y es ahí donde el lector desea seguir esos hilos de reflexión, dejarse llevar por la corriente, sin remar, con el fin de observar hacia donde lo lleva el futuro de esta prosa, cada vez más precisa y con sello personal que Coto consolida con su última novela.