Era feliz y leía a Faulkner

Su casa fue un refugio y una biblioteca. Su voz, la memoria de una familia de políticos y de locos. Cuando mi mamá fallaba, lo cual ocurría con frecuencia, ella siempre estaba para sustituirla con solvencia en aquella sala adornada con helechos y con muñequitas rusas; buscarla era entonces una necesidad y una alegría, una curiosidad y una certeza. Después del colegio caminaba las pocas cuadras que separaban mi casa de la suya en una peregrinación frecuente que sorprendía a mis amigos e incomodaba a mi padre, a ellos porque seguro sus abuelas eran aburridas, a él porque algún rencor le guardaba a su suegra, que para peores era comunista. 

Todo empezó con Mientras agonizo, ese juego de perspectivas, cada capítulo titulado con el nombre de un personaje. Aquella familia rural, aquejada por la muerte de la mamá grande, la señora Bundren, un ataúd con su cadáver, el viaje para llevarlo a enterrar a un pueblo distante, los caballos, las carretas, el sur de los Estados Unidos tan parecido a Latinoamérica, el peso de un muerto en las conciencias y aquel clímax extraordinario, el ataúd caído en el río con la abuela muerta adentro, el ataúd arrastrado por la corriente, los hijos, los nietos, desesperados, angustiados, el lector intrigado, las aguas claras del río, el polvo de los caminos, lo ominoso de las relaciones familiares.

Ella se enamoró de un comunista salvadoreño, abogado, intelectual, tuvo cuatro hijos con él. Lindísima, achinada, terca, cargó con los niños y con su maleta cuando el salvadoreño se fue con una poeta de malos versos. Esa separación de mi abuelo, al que nunca conocí, era parte de nuestras conversaciones, lo mucho que lo había querido, lo inteligente que era, lo atormentado que vivía. Oírla era para mí entrar en una dimensión literaria, otros países, tiempos perdidos recobrados por la palabra de una mujer, mis antepasados acercándose como fantasmas a ese lugar tan seguro y amoroso. Su sala. La casa. Barrio Las Luisas. Afuera. Encima. El aguacero cayendo sobre San José.

Gabriel García Márquez, Juan Carlos Onetti, Mario Vargas Llosa, a quienes yo admiraba tanto, lo reconocían como su maestro. Decían que leyendo sus novelas descubrieron la forma y la técnica narrativa para contar sus historias, para hablar del Caribe, que empieza en el Mississippi, para inventar Santa María como él lo hiciera con el condado de Yoknapatawpha, para escribirle un réquiem desde Montevideo o para mostrar todas las sangres del Perú, el racismo y la humillación social en Lima, similar a la que sufrían también los negros y los mulatos en aquellas tierras violentas vencidas en la Guerra de Secesión de los Estados Unidos por “el Norte”, el capitalismo y los vientos arremolinados del progreso.

Muy niña, al cuidado de su abuela en las cercanías de la Estación al Pacífico, el frente de la casa familiar en la cual ellas estaban voló en pedazos. Unos terroristas hicieron estallar una bomba, eran los años cuarenta y Costa Rica se encontraba al borde de una guerra. “No existe nadie más malo que los cortesistas.” Me dijo muchas veces. Aquella bomba no la buscaba a ella sino a su tío, para entonces diputado y fundador del Partido Comunista. De él también hablamos muchas veces, su inteligencia, lo que hizo por los trabajadores, su relación con Carmen Lyra, lo mucho que lo querían en la familia, la Guerra del 48, México, el exilio, Cuba, Nicaragua y algunos resentimientos de sobrina.  

La paga de los soldados, Desciende, Moisés, El oso, Pylon y los pilotos, El ruido y la furia, Mosquitos, Sartoris, De esta tierra y más allá, Los invictos, Los rateros, que es como una nueva versión de Las aventuras de Huckleberry Finn. Un universo literario propio, gente desalmada, un clima de derrota y soledad, de violencia y de pasiones incontenibles. Aquellas rencillas entre familias, los Snopes, los Sartoris, los Compson, los Sutpen. The Hamlet, La ciudad, La mansión. Y en el fondo histórico de todas aquellas ficciones, funcionando como trauma y como acontecimiento, la gran guerra perdida por los sureños, gente de orgullo herido, habitantes de un territorio semifeudal, bochornoso, carcomido por el rencor y por el incesto. 

En octubre de 1962 el mundo estuvo al borde de la Tercera Guerra Mundial. La Revolución Cubana se metió en el medio del conflicto bipolar entre los Estados Unidos de América y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. La crisis de los misiles llevados a Cuba se resolvió con una negociación secreta de último momento, los Kennedy, Kruchev, Moscú, Washington, el retiro de unos misiles norteamericanos en Turquía y la promesa de no invadir Cuba. Pocos meses antes mi abuela llegó a La Habana sin marido, con cuatro hijos y con una carta de recomendación de un alto funcionario del Partido Comunista de Costa Rica. El clima de guerra la hizo tomar un fusil y hacer guardia nocturna en un hospital ante la inminente invasión gringa. De día estudiaba para hacerse profesora de historia y sus noches las alternaba ya fuera cuidando a sus hijos, ya fuera paseando por el malecón de la mano de un ruso, tan culto, tan sensible.

Pocas veces en mi vida me ha impresionado tanto el inicio de una novela como me ocurrió con el de Luz de agosto, una muchacha embarazada viaja por una carretera, un personaje que se desplaza a otro personaje y este a otro más. No sabemos de quién nos van a hablar, de qué trata la historia, no podemos dejar de leer. Para mí esta es la mejor novela de William Faulkner, la tragedia del mulato Joe Christmas, quien nunca sabrá lo que es, si negro o si blanco, y así recorrerá de norte a sur la carretera que atraviesa todo el país, preguntándose si es negro, preguntándose si es blanco. Racismo, delincuencia, fanatismo religioso, pasiones y violencia, espantosos resentimientos familiares, contados mediante una estructura literaria perfecta. Luz de agosto es una escuela para escritores, un libro para leer con lápiz y papel en la mano, para tomar notas, para descubrir los procedimientos internos de una de las maravillas literarias del siglo XX.

Como era profesora de Estudios Sociales se le hacía muy fácil responder a mis preguntas sobre el socialismo, sobre las guerras mundiales, sobre la revolución rusa y, desde luego, sobre sus tíos, sobre la fundación del Partido, sobre las reuniones de obreros y de intelectuales comunistas en la casa de su abuela, a quien tanto le molestaba tener a toda esa gente en su sala. Tardes y noches la escuchaba hablar, su belleza de joven permanecía en la mujer madura que ya era, su voz ronca le daba una profundidad endiablada a sus relatos, sus canas una elegancia a su presencia envolvente. Sentado en un sillón, frente a ella, sentada en otro, las horas pasaban y pasaban, horas de un tiempo feliz en el que aprendí y aprendí, andando por la historia, llevado de la mano amorosa de mi mejor maestra, ella, mujer de vida azarosa, testigo de momentos determinantes, familiar de destacados personajes a quienes convocaba con sus palabras y con esa manera de contar tan subyugante, tan novelesca. 

En su maravilloso ensayo Faulkner, Mississippi, Edouard Glissant dice sobre él: “Se jactaba de ser un autodidacta, de no haber estudiado, de ser un granjero, y quizás todas esas bravuconadas provocadoras tenían un sentido: sentía que había escapado de ser un “buen hombre”, formado en los ritos de la cultura oficial y la convención.”

A los 24 años de edad su hijo menor murió de forma trágica. Ese fue un trauma insuperable para mi familia y también para ella. “Se mató por leer a Hemingway.” Decía con frecuencia “¡Hemingway a él lo enseñó a matarse y a usted a cocinar!” Me dijo un día que le conté que, de Islas en el golfo, había sacado la receta del pescado frito, acompañado de puré de papas y de rodajas de tomate que nos estábamos comiendo en su casa de Puntarenas. Hablaba con amor y con una tristeza raigal de su único hijo hombre. Mi tío quería ser escritor, a él y a su biblioteca les debo mi temprano enamoramiento con los escritores norteamericanos, Mark Twain, Hemingway, Melville, John Dos Passos y, desde luego, William Faulkner, cuyas novelas, algunas de ellas, habían quedado en la casa de mi abuela, dejadas ahí por él, quien años atrás había salido temprano, tirando la puerta y dejándonos a todos un poco más solos y un poco más tristes.

¡Abasalom, Absalom! es otra de las joyas literarias escritas por Faulkner, el intertexto bíblico puesto en el sur de los Estados Unidos, la ruina de una familia, los Sutpen, dueños de plantaciones, esclavistas, caídos en desgracia por la guerra civil y por íntimos y trágicos acontecimientos contados desde cuatro perspectivas, cada una de ellas perteneciente a testigos de la progresiva destrucción de la dinastía y del patrimonio Sutpen. ¡Es muy grande William Faulkner! Es un grande entre los grandes. Lo que hizo, lo que nos dejó es de una riqueza descomunal, su obra es un mundo en sí mismo, al cual, por suerte, siempre podemos volver para descubrir cómo hemos cambiado con el paso de los años y también, para volver a pensar en eso, en cómo alguien inventó la técnica exacta para contar el sur de los Estados Unidos, un territorio, sus habitantes, sus pasiones y sus desgracias. 

En días recientes se cumplieron sesenta años de la muerte de Faulkner y, también, por esos accidentes que tiene el destino esperándolo a uno a la vuelta de la esquina o en una carretera, tuve que ir a dormir dos noches a la casa de mi abuela. Ahí me recibió ella, igual de amorosa, igual de elegante, un poco más vieja. Volvimos a conversar por horas y en un momento en que me dejó solo pensé en cuánto la quiero y en todo lo que le debo, detuve mi mirada en aquel sofá y recordé que una madrugada, tendido sobre él, me leí completo Banderas sobre el polvo. Recordé también lo felices que fueron aquellos años, cuando yo era un muchacho que escuchaba con verdadera fascinación sus historias y leía por primera vez a William Faulkner.