La ópera prima del cineasta guatemalteco Andrés Rodríguez, Roza, tuvo su estreno recientemente en el CRFIC (2022). Roza trabaja uno de los dramas contemporáneos de las personas centroamericanas, la migración y, sus secuelas, la fragmentación de los vínculos sociales y las dificultades del retorno. Retrata el regreso de un inmigrante a Zunil, una pequeña ciudad en el municipio de Quetzaltenango en el altiplano guatemalteco, no muy lejos de la costa pacífica y de las plantaciones de caña de azúcar. Desde una mirada vigilante, las escenas de interiores y exteriores muestran los conflictos de dependencia y colonialismo que estructuran las relaciones intergeneracionales, laborales y de género. Roza hace una radiografía de estos espacios y, como toda radiografía, muestra las opacidades y contrastes que dejan ver las viejas formaciones y las lesiones del cuerpo. En Roza, este cuerpo es un cuerpo social, familiar y comunal que expone las lesiones históricas de una reforma agraria y laboral cooptada.
Según el cineasta y teórico brasileño Glauber Rocha, el problema internacional de América Latina sigue siendo un cambio de colonizadores. Rocha no solamente entregó un manifiesto sobre el cinema novo, sino que además produjo una lectura de las relaciones entre colonialismo y dependencia desde la reflexión sobre el cine como medio de producción de subjetividades. También hacía una crítica visceral al cine burgués, un cine llamado también digestivo, en el cual se esbozan y replican masivamente los paisajes del deseo.
El cine burgués es un cine que re-produce lógicas del deseo que contienen paisajes coloniales normalizados. Como dice Deleuze en su Abécedaire respecto del deseo, no deseamos “a alguien o a algo”, sino “un conjunto” que figura un paisaje donde intervienen distintos elementos. Gracias a su gran poder de difusión, el cine digestivo es un medio de producción del deseo que diseña paisajes donde imperan formas de relacionarse vinculadas a un estatus social y adquisitivo proveniente del contexto de los países del primer mundo; sobre todo de aquellos que pueden sumar cierto capital cultural al poder adquisitivo. Se trata de un tipo de cine que ha funcionado como modelo masivo de entretenimiento y como espacio de educación afectiva. En este cine, la miseria y el servilismo aparecen como parte de los espacios deseables para quien se imagina en el espacio de dominio. Estas escenas se encontraban atravesadas por los paisajes ideados por las élites sobre lo que debía ser esta ¿nuestra? América, estructurados en el ennoblecimiento de la blancura y el rechazo de todo aquello que intensificara el color crema de la piel. Este rechazo no era una exclusión, sino una separación útil entre poblaciones, productiva para cierta gente. La raza no dejó de constituir una clave basamental de lo que el teórico peruano Aníbal Quijano ha llamado “la colonialidad del poder”. Se trata de una relación social que articula la dominación, la explotación y el conflicto en términos raciales.
Las imágenes del cine burgués funcionan según un borramiento de la colonialidad del poder, diseñando articulaciones de bienestar y éxito donde las relaciones de clase y raciales aparecen naturalizadas al seno de sus paisajes. Sin embargo, en este borramiento de los conflictos se cuelan también los paisajes que no deseamos, cuya resonancia no deja de circunscribirse desde el fuera de campo. Glauber Rocha instala estos fuera de campo en el cuadro de la imagen: el hambre, la miseria, la desesperación. El cinema novo era un cine que exponía la miseria sin adornarla con los escenarios del cine digestivo, ni con el primitivismo o la “piedad colonialista”. Era un cine violento que desgarraba las imágenes de la burguesía que habían definido las narrativas del progreso y del desarrollo en América Latina ubicadas en las casas de las élites. Era un cine que irrumpía violentamente el tipo de paisajes del cine burgués.
Roza no irrumpe de esa forma las violencias, sino que las describe; las muestra desde el ojo cinematográfico y desde las confrontaciones que recrea. Construye sus escenas desde el silencio que embarga a sus personajes sin ofrecer una posibilidad de revolución o liberación. Las formas de violencia social son cartografiadas desde los espacios de intimidad y desde las relaciones laborales. No es un cine digestivo porque estructura sus escenas desde una constante frustración, desde un lugar que parece no querer ser habitado. Esto permite cuestionar las lógicas que respaldan la recurrencia de los modelos de dependencia, estancamiento y las formas de apropiación y extractivismo.
Según sostengo, Roza recrea ambientes que nos recuerdan más a las representaciones coloniales que a una cinematografía que quisiera cuestionarlos. La pregunta que yo me hago aquí es sobre la función de esta elección, sobre todo, del uso de la fotografía, la luz y el color. No en los términos de las intenciones de quienes realizaron la producción y la posproducción, sino en lo que podemos pensar a partir del enfrentamiento con la película. En mi versión, la película entrega un modelo temporal que expone la sobrevivencia de los patrones de la colonialidad. En otras palabras, usan la fotografía, la luz y el color para envolver los conflictos interpersonales y laborales contemporáneos en esa aura temporal de lo que Glauber Rocha llama el “cambio de colonizadores”. Se trata de pensar la actualidad dentro de la imagen temporal de la recurrencia de paisajes coloniales que parecieran no querer salir de sus goznes. En otras palabras, un tiempo que parece que no tiene otro destino que el de repetir sus estructuras coloniales de larga data.
En este sentido, las escenas de la película no irrumpen en la violencia de las formas coloniales del cine, sino que trabajan desde su representación y desde un cierto barroquismo que recrea lo colonial desde el dispositivo fenomenológico del cine. Es decir, desde la descripción de la interseccionalidad de la colonialidad del poder, cuya distribución se realiza entre las relaciones de raza, clase y género.
Modernidades y tecnologías
Roza inicia con las imágenes que Héctor Ramos – protagonista de la película – registró cuando se encontraba en Estados Unidos en el primer lustro de este siglo. Sus registros se detienen en las grandes autopistas en el condado de Georgia; en los rascacielos de Atlanta vistos desde un ascensor. Carreteras de innumerables carriles, velocidades y aceleraciones de una modernidad y de un capitalismo que no tenemos. Nuestra modernidad y capitalismo son distintos y, dependiendo de cómo nos situemos en él, nuestras experiencias suponen diferencias importantes.
Héctor Ramos aparece en el registro bajando de una escalera eléctrica de un pequeño centro comercial. Sonríe. Al bajar podemos entrever una frase en una manta. Algo así dice: “Go away. No really. I mean it”, mientras escuchamos Peregrino, una canción compuesta por los músicos Jacobo Nitsch y Luis Pedro González. Las escenas que siguen a estas imágenes realizan un corte de mundos a nivel tecnológico, urbano-rural, laboral y afectivo. Héctor regresa a Zunil, buscando a Antonia y a su hijo, quienes viven en la casa de la madre de Héctor desde que éste se fue. Las imágenes de los espacios de este municipio contrastan con las del registro de Héctor Ramos. No hay rascacielos y las casas se alargan en las faldas de la montaña a medio terminar. El paisaje está caracterizado por la exposición del concreto sin pintar en las casas, separadas por pequeñas callejuelas. El tránsito entre los registros en Atlanta y el ingreso a Zunil nos transporta de la metrópolis de una ciudad estadounidense a un espacio que no es enteramente ciudad o campo. Se trata del vaivén de las modernidades que traza una fina línea en las historias “de desarrollo” en el Sur global. Las distintas tecnologías y formas de movilidad fueron marcando las estadísticas de desarrollo de América Latina. Con la construcción de las vías de acceso se fueron consolidando los proyectos civilizatorios, extractivos y neoextractivos en sus distintas facetas y vertientes. Es interesante notar estas confrontaciones porque enmarcan los conflictos del presente en una historia más amplia de modernidad y colonialismo. Estas suponen las movilidades de materiales y saberes dentro de tradiciones que funcionaban con otras tecnologías.
Los escenarios de la película muestran lo anterior a partir de la elección de una cámara estática y del uso del color. Roza privilegia los planos generales, las vistas amplias y los colores tenues. Los espacios íntimos tienen el color de ciertos frescos renacentistas y, en otros casos, de la pintura barroca. En la recreación de los espacios íntimos hay una referencia a la escena anterior al surgimiento de la electrificación de las ciudades: escasa luz, las paredes ennegrecidas por el uso de la cocina de leña. En las tomas, en su mayoría estáticas, la luz se dirige a ejes focales que contienen la atmósfera de la escena y cierto dramatismo que se confunde con un cuadro de costumbres. A esto se suman las perspectivas inmóviles de la cámara que registran las escenas con cierta frontalidad y distancia vigilante, dejando ver la construcción de un mundo familiar fragmentado. En este escenario de la relación doméstica y el claroscuro que la muestra, se cuela el silencio entre los personajes. No sabemos mucho de lo que ha pasado y lo único que tenemos es el montaje de las imágenes del actor en Atlanta para completar los vacíos del silencio.
Cuando aparecen primeros planos en la película, se abre un escenario de afectos y silencios que muestra esa lejanía y las fracturas que deja la migración. Es en los rostros, en la individualidad, donde se revelan las tensiones de quienes apenas y se dicen palabras. Los primeros planos permiten introducir el conflicto entre los personajes al afectar el plano general donde se exponía el conflicto. En otras palabras, en los planos generales se presentan escenas donde conviven el silencio, la aceptación del sufrimiento y la frustración y, entre ellos, los primeros planos permiten cortar mediante la gestualidad del rostro.
El silencio en esta película no es ficticio, es estructural; estructura las escenas de interiores haciendo eco de la historia colonial y moderna que no ha dejado de tensionarse. La película está marcada por esa distancia que realiza una radiografía donde el tiempo histórico aparece como en un loop. Entre los planos generales y los primeros planos se inscribe la repetición de la sujeción a un modelo de adquisición de los bienes de consumo que trajo el modelo de productividad capitalista. Tienen tierra, pero no la cultivan. Despojar los imaginarios es también un despojo de las prácticas.
La zafra y la migración, irrumpir el orden de la fe
Las historias que marcan los ritmos de trabajo y de las relaciones afectivas son históricas. Están ligadas a lo dicho por Glauber Rocha: hay una sustitución de colonizadores, pero no de sus lógicas que siguen perfeccionando sus lugares de miseria. El cine puede ser una de ellas; la agricultura también. Esta última está ligada a la formación de las violencias masculinas y su relación con la segregación de género, cuya distribución se acentúa en el trabajo informal.
Es hacia la mitad de la película que inicia la radiografía del trabajo informal, aunque ya se encuentra en los espacios de la casa, por ejemplo, en la figura de la venta de tortillas en el mercado. La figura del mercado es esencial para entender esto. Es allí donde se comercian los productos; donde aparecen distintas figuras de terciarización que encadenan distintos eslabones de la productividad y del valor, estructurados nuevamente por la fe y la necesidad. En ausencia de un Estado que pueda garantizar el respeto de los derechos humanos y laborales, lo que queda es un terreno donde se inscriben diversas violencias o donde reaparecen los ejes de confianza y formas de sustitución. Estos mecanismos provocan inseguridades y movilidades al exterior y al interior del país.
Cuando Héctor vuelve, debe trabajar. No existen condiciones laborales, no hay límite de horas, no hay pago de horas extra, seguro social o garantía de salario. La fe y la necesidad de dinero en efectivo forman las bases de la relación laboral. Son secuelas históricas (aftermath) de una historia más amplia que no ha permitido construir un país donde funcionen las bases mínimas que movilizaron las luchas por la defensa de los derechos en el mundo entero.
La plantación de caña y su estructura estacional conjuga los tiempos de la cosecha a la ausencia de un régimen laboral que permita garantizar condiciones laborales y de salud. La zafra ha marcado el tipo de inseguridad de las familias en las migraciones internas en Guatemala; mientras que la migración hacia el exterior ha estado condicionada por el deseo de poder producir un paisaje en el cual pueda construirse una base segura. Estas coordenadas evocan una historia de luchas por la reforma agraria y la creación y cumplimiento de un código de trabajo. Despiertan el fantasma de la eterna primavera guatemalteca y lo hacen dentro del marco de las migraciones que buscan lograr salir de los paisajes de miseria y, de esas otras migraciones internas en Guatemala.
El otro componente de este paisaje es la relación entre masculinidad y violencia. Según lo dice el director en el Q/A en el CRFIC, “el trabajo es la ley y la masculinidad es el camino”. Roza posee una carga documental fuerte, en la medida en que usa la ficción para escenificar una situación que se da en diversas familias a lo largo de Centroamérica. Un grupo de hombres suben a un pickup que los conducirá a las plantaciones de caña. No todos alcanzan a subir al carro, por lo que algunos no tendrán salario ese día. Las formas de pago son en efectivo, si es que se efectúan bajo pretexto de alguna falla o “responsabilidad” de los trabajadores. El trabajo es duro, con vigilantes que parecen no dejar tiempo para el descanso. Los obreros de este lado no tendrían tiempo para el ocio. El tiempo aparece contabilizado según las horas de trabajo, no importa si superan las ocho horas de los códigos de trabajo modernos. El tiempo se mide por la efectividad y, cuando no hay trabajo, el tiempo parece no tener valor.
Las historias de las luchas campesinas en Guatemala no dejan de aparecer subrepticiamente en medio de estas escenas de violencia. Una serie de situaciones van a retratar esto: pago sin garantía, ausencia de seguro médico, largas jornadas de trabajo y escasos vínculos laborales. Las luchas por la tierra aparecen espectralmente. La familia cuenta con tierra. Héctor intenta ir a trabajarla, pero ciertamente el proceso de productividad de una de estas tierras supondrá poder tener acceso a medios económicos para poder desarrollarla y comer mientras tanto. La tierra que era un medio de vida se transforma en un espacio problemático, donde vuelve a inscribirse el peso de la balanza hacia la búsqueda de medios de subsistencia. En este caso, el color de las plantaciones de caña recuerda el uso del verde en las imágenes que ofertaban los productos del mundo tropical. Es un verde muy claro, quemado por el sol. Nuevamente la actualidad es atravesada por la imagen colonial que reviste las relaciones laborales de esa modernidad tan nuestra.
Pater, propiedad y masculinidad
Dentro de una tradición patriarcal, la figura del Pater estructura los modos de sujeción. En ausencia del hombre de la casa o de un Estado garante de derechos, las prácticas religiosas siguen siendo el lugar de cohesión. Por ejemplo, el pastor del templo guarda los títulos de propiedad de las familias de Zunil, situación que va a marcar el eje dramático de Roza. La madre le dice a Héctor que es el pastor quien tiene los títulos de propiedad porque en la casa el padre había muerto y no sabían dónde estaba él o, si estaba vivo. Ellas viven solas con un niño que encarna el silencio de estos dramas.
Otros efectos de extrañamiento y lejanía aparecen en las escenas que retratan la intimidad de la pareja desde la vigilancia de una cámara inmóvil que caracteriza la mayor parte de las tomas de esta película. La primera conversación que tienen enuncia el reclamo de Antonia. Le pregunta por las razones de su abandono; vergüenza responde él. Ella está de pie, él sentado. Ella lo mira y lo cuestiona, pero desde una distancia y de la exposición de los volúmenes de tensión en la imagen. Luego se pone de pie y la besa, ella permanece impasible. Esto desemboca en otra toma donde vemos a Héctor penetrando a Antonia. Ella gesticula desagrado. Estas escenas nos hablan de una historia más amplia de la violencia. La cámara los registra desde arriba, enfatiza la jerarquía desde esta perspectiva de distancia y altura.
Es allí, entre esos mundos, donde entendemos lo que afirma Bolívar Echeverría al señalar la importancia de estudiar los “estados de ánimo” (Stimmung) para entender las relaciones entre modernidad y tradición. Para Bolívar Echeverría, atender a estas formas cotidianas de los personajes es lo que permite entrever las contradicciones entre las modernidades. En éstas se instala un “desasosiego aparentemente inexplicable”, “una extrañeza del sujeto respecto de sí mismo”. Freud la evoca con el término unheimlich, una suerte de extrañeza, de distanciamiento donde lo familiar es tanto el espacio de lo privado, de la casa, pero también de lo oculto y extraño (das Heim, casa y heimlich, secreto). El ethos barroco de la modernidad refiere esta experiencia encarnada de “ajenidad y lejanía” que tensa los vínculos entre las esferas de la intimidad y de lo público y colectivo. Es en la experiencia concreta de la vida donde se tensan las contradicciones del capitalismo y la modernidad.
En la búsqueda de una salida a las formas de empobrecimiento, la migración ha sido vista como la única posibilidad que podría triunfar. Que la solución se encuentre en la huida nos habla de una impotencia estructural para pensar las luchas colectivas. Héctor encarna esto: al volver no encuentra más que tensiones y violencias de las cuales él es en gran parte partícipe. El desenlace de la película deja claro esto. Ninguno tiene garantía de que las cosas puedan mejorar. Radiografía de esas modernidades donde las prácticas coloniales no dejan de funcionar en estos desarraigos. No hay más ruta que escapar. La película es desoladora.
Pero hay algo más. Roza es también el término de un proceso agrícola mediante el cual se corta la maleza y se quema produciendo abono para la nueva siembra. Cuando le preguntan en el conversatorio del estreno por el nombre de la película, Héctor responde lo siguiente: “Héctor ingresó por un puente y salió por el mismo puente, pero con abono en sus brazos”. Glauber Rocha decía que el cinema novo aparecía una vez que existiese un cine al servicio de las causas importantes de su tiempo. Una de ellas son los procesos de realización cinematográfica. En este tipo de producciones, el proceso de hacer cine constituye una vía de construcción, al menos momentánea, frente a las determinaciones históricas. La huida encuentra su ritmo en el trabajo y pensamiento colectivo de quienes participan de la película.