1991 es una película dirigida por el cineasta guatemalteco Sergio Ramírez. Se trata de una de esas películas necesarias en Centroamérica porque nos permite imaginar alguno de esos componentes que articulan las redes de prácticas y afectos que marcan la relación entre generaciones y clases sociales en Guatemala. La película se sitúa al inicio de la década de los años 90, cuando aún no ha culminado la larga guerra contrainsurgente en Guatemala que había iniciado treinta años atrás y que, en teoría, culminaría con la firma de los Tratados de Paz en 1996.
Vi 1991 hace un año en el marco de sus primeras proyecciones internacionales y desde ese momento algo ha quedado dando vueltas y cruzándose con otras lecturas. En esta película hay dos elementos que permiten imaginar aspectos de una red afectiva que marca las distancias entre clases. Por un lado, una práctica recurrente de cierta clase social – el ejercicio de la violencia gratuita de un sector a otro – y, por otro, la traducción de las violencias de la guerra desde las relaciones entre adolescentes. En este sentido, la película nos brinda otra perspectiva de exposición de la violencia militar y contrainsurgente de las clases políticas. Daniel es un adolescente de clase media, estudiante, quien trabaja después de sus estudios en el mantenimiento de un club, al cual asiste Tony, un chico de clase alta, quien, al ser expulsado del colegio americano, entra a estudiar en el colegio público donde estudia Daniel. A partir de este encuentro, 1991 recrea las prácticas de violencia y cacería de los anti-breaks contra jóvenes pobres e indígenas urbanos. Este tipo de violencia juvenil es explicada por Andrea Solórzano como una suerte de traducción de la violencia de la guerra en los sectores más jóvenes. Hay en estas cacerías una mezcla entre goce, odio y vergüenza que vuelven a esta película un lugar de enunciación promisorio para imaginar el tipo de educación sentimental de las clases acomodadas en Guatemala.
Otro aspecto interesante es que esta película recuerda otras ya, podríamos decir, clásicas de la historia del cine donde aparece el goce en el ejercicio de la violencia gratuita, es decir, una violencia que pareciera no tener una causa determinada. Recuerda las escenas de Kubrick en La naranja mecánica o de Funny Games de Michael Haneke (1997, 2007). En una de las escenas icónicas de la película de Kubrick, una banda irrumpe en la casa de una pareja. Les pegan, destruyen sus cosas, violan a la mujer, mientras el jefe de la banda salta, baila y canta la famosa canción del musical Singin’ in the Rain, I’m singin’ in the rain, Just singin’ in the rain. What a glorious feeling I’m happy again.
El just en este musical expone el carácter gratuito de la violencia desde el goce de su ejercicio. En 1991, las causas de la violencia no son gratuitas enteramente, pues inicia con algunas imágenes de archivo sobre la violencia durante la guerra contrainsurgente. En varias ocasiones, estas imágenes vuelven a aparecer desde los televisores en los espacios domésticos. Una violencia cotidiana, cuya aparición no parece interrumpir las conversaciones.
Si bien 1991 adapta, recrea y documenta aspectos de la historia reciente, al hacerlo nos renvía a una historia más amplia que ha permitido la sedimentación de este tipo de violencias y goces del mundo ladino. Motivado por el ensayo de Luis Cardoza y Aragón, Los indios de Guatemala, Helio Gallardo crea un compuesto interesante para entender esta película, la fenomenología del ladino de mierda. En sus términos, el ladino es quien desprecia y rechaza los valores indígenas de origen maya, independientemente – señala – de su raíz cultural, aspecto racial y situación económica. La actitud del ladino provoca destrucción y muerte y se materializa en el genocidio al buscar la destrucción y muerte de lo indígena. No solo se da la potestad de negar la historicidad del “indio”, sino que además se inscribe en un programa histórico que le lleva a construir las instituciones para la transformación de lo indígena en civilizado. Las imágenes del progreso y del desarrollo suponen la destrucción de lo indígena para dar cabida a ese nuevo ser que tendría que encarnar la nueva raza. La imagen del ladino opera en este sentido como una norma de vida y como un proyecto mortuorio y genocida que inscribe y produce un efecto de desagregación afectiva en todas las capas de la sociedad, la cual se expone también desde la vergüenza.
Hay una escena en la película que vale la pena recordar. Vemos a un chico de 16 años saliendo de su casa y corriendo hacia otro lugar. Pocos minutos antes, el teléfono de la casa había sonado. Era su mejor amigo, con quien había acordado ir al centro comercial a encontrarse con la banda de break dance. Daniel le cancela, dice que tiene dolor de estómago. Mientras espera en su cuarto y rebobina un cassette, el teléfono vuelve a sonar. Esta vez, vemos a Tony, el nuevo chico de la escuela. Tony le llama desde un teléfono inalámbrico, al lado de una piscina. Le llama para preguntarle su dirección y pasar a buscarle. Daniel le dice que vive en la esquina entre las calles trece y cuarta. Después de alistarse, vemos al personaje cerrar la puerta de su casa y correr a toda prisa hacia la esquina entre las calles trece y cuarta. Al llegar a la esquina, espera. Una camioneta Chevrolet azul aparece y se monta en ella, no sin antes decir “Adiós Candy”. Una mujer con vestido de sirvienta barre la acera. La cámara lo enfoca, mientras él mira a la hermana de Tony. Su rostro está brillante de sudor. Van a un partido de fútbol. El juego no se termina sin una trifulca. En el vestidor otro trato había sido saldado: una fila de pubertos, sudados y sucios, besan a la muchacha que comprime su rostro con cada beso. Esto se muestra con el último de ellos, el de Daniel, quien se encuentra apartado de la fila y es señalado por Tony para que también ejerza su derecho. Tras este plano, vemos la camioneta en la noche. Los vemos bajar del auto y orinar a un indigente que se encuentra durmiendo fuera de un establecimiento. Luego una palabra: hueco. El lenguaje sella el ritual.
Estos planos son centrales en la película porque estructuran dos modos de afección: la vergüenza y el goce mediante la agresión de quien, en ese gesto, deviene otro, una suerte de nuda vida. Ambas afecciones atraviesan los cuerpos de estos adolescentes como artefactos de producción del deseo. La pulsión que lleva a Daniel a correr las calles a toda prisa de un barrio a otro pone en marcha un mecanismo que no le es propio, sino que atraviesa su cuerpo como una larva venida de otro lado. La pulsión que lleva a los chicos a orinar a quien duerme en la calle es una forma de sedimentar la distancia y las posiciones de las cuales quiere escapar Daniel al correr entre las calles. Ninguno de los dos parece funcionar de acuerdo con una racionalidad intencional, donde las acciones parezcan pensadas según fines. No obstante, cada gesto contiene la historia de Guatemala: revela la construcción afectiva de una nación.
Hay otra película que trabaja esto. Lo hace desde otro punto de vista, con otras estrategias y grupos sociales, en este caso, las y los alemanes, Los civilizadores. Esta película dirigida por Uli Stelzner y Thomas Walther (1998) documenta otra forma de goce de la violencia. Entre salchichas y otros alimentos que reivindicarían a la nación alemana, Stelzner y Walther van tejiendo el tipo de sensibilidad del progreso, del desarrollo y de una historia del trabajo agrícola que tiene efectos en el presente, sobre todo, considerando los privilegios que tuvieron al llegar y apoderarse de las tierras bajo la promesa de la construcción del progreso de la nación. Lo que resulta impactante en este documental, además de toda la información que brinda y documenta, es la naturalización de las condiciones coloniales de la construcción transnacional de las élites guatemaltecas. Lo natural surge allí como una especie de nueva selva que garantiza los goces de esa pequeña Europa que degustan los alemanes en sus fiestas de reencuentro, formando parte de una sensibilidad que contribuye a la sedimentación de la fenomenología del ladino de mierda.
Los civilizadores recrea también un espacio vacío entre dos puntos que parecen nunca encontrarse. Cada trayectoria parece justificada desde sí misma y la necesidad de las posiciones de ambas partes se justifican en nombre de otros mitos como el progreso de la economía guatemalteca o, lo que indican, a saber, los índices macroeconómicos y las vías de circulación del capital entre algunos grupos. Este tipo de medida ha creído justificar los rituales sacrificiales de grandes sectores de la población bajo la idea de los procesos de modernización y desarrollo. Entre 1991 y Los civilizadores hay algo que escapa al intercambio afectivo. Lo que escapa parece ser el conjunto.
Post scriptum
Cuando leía un pequeño texto de Édouard Louis, Combats et métamorphoses d’une femme, recordé 1991. En el texto de Édouard Louis aparecen versiones de la vergüenza de clase que moviliza a Daniel entre las calles de Ciudad de Guatemala en 1991. Las distancias son muchas por las historias de ambos contextos, pero hay algo común en la estructura de clase y esa vergüenza de quien proviene de barrios marginales. Los ritos de paso entre una clase y otra, entre espacios de circulación de capital económico y cultural suponen un proceso de lejanía y abstracción de los propios lazos de vida. El texto Louis se presenta como un proceso de memoria donde se reconstruye la figura de su madre. Esto implica un juego de equilibrios entre distancia y cercanías que remueven los afectos. Al relatar la relación con su madre se operaba una separación estructural dada por el lenguaje, por el libro y por una serie de prácticas que lo han puesto en otro sitio. Una persona se resignifica según estos lugares, trayectorias y formas de coincidir con otros cuerpos. El Chevrolet que conducía a los jóvenes por los barrios menos acomodados de Ciudad de Guatemala también provocaba la posibilidad para Daniel de transgredir el destino del nacimiento.
Louis también trabaja la cuestión de la vergüenza desde las formas de inmovilidad y circulación social. Para entrar en otra esfera social, hay que producir un alejamiento, no solo afectivo, sino estructural. Estar en una posición implica ejercer formas de movilidad al interior de esquemas de circulación. Inscribe una economía, una forma de intercambio que tiene cierta fijeza por la recurrencia de las acciones. Tanto en 1991, como en el texto de Louis – con todas sus diferencias – aparece un problema que podría ser pensado desde las imágenes que produce el performance de Aníbal López, La distancia entre dos puntos. Dos carros circulan por Ciudad de Guatemala, ambos llevan un punto marcado en una manta con el lema escrito, la distancia entre dos puntos. Ningún punto podrá nunca acercarse al otro por la misma estructura material de los objetos. Toda epidermis constituye un espacio de contacto y un límite. La distancia entre dos objetos es material y absoluta aunque siempre relativa. Si se fundieran ambos carros, dejarían de ser lo que son. Habría un cambio en la naturaleza que transformaría la noción anterior de la distancia y de las trayectorias. Esto mismo ocurre entre las clases y las construcciones raciales y sus producciones afectivas. 1991 es una película que traduce muy bien estos conflictos al seno de la producción de una subjetividad que no distingue entre violencia y recreación. Una producción del deseo donde la distancia entre los puntos no para de extenderse.