A las ocho en punto de la mañana Héctor ingresaba al edificio por la puerta principal, atravesaba en silencio el largo pasillo de mosaicos, subía las viejas escaleras y abría para quien lo necesitara la oficina de abogados que nos sirvió para estrenar nuestros títulos de licenciados recién salidos del horno. Un par de horas más tarde llegaba yo más entusiasta que feliz y entonces compartíamos contactos, posibles clientes que se sumaran a los familiares y amigos que ya nos apoyaban con trámites menores y consultas alentadoras.
Códigos, novelas y enciclopedias descansaban en los estantes de las libreras que había traído de mi casa para adornar aquel bufete impar cuya amplia ventana daba a la vieja Asamblea Legislativa y desde la cual, con un ligero movimiento de cuello, se podían ver los árboles del Parque Nacional.
De lunes a viernes, de 8 a 5, teníamos las puertas abiertas y los oídos atentos para recibir ansiadas visitas y llamadas de personas agobiadas por conflictos civiles, comerciales, de familia, administrativos o de gente necesitada de servicios notariales. En los tiempos muertos, como siempre, como viciosos, hablábamos de literatura, de novelas y novelistas, de teorías y de teóricos que también estudiábamos de manera formal en la universidad, continuando en el campus aquellas conversaciones infinitas que sostuvimos por años en los bares de la Calle de la Amargura, a las que se sumaban estudiantes como nosotros, filósofos, periodistas, historiadores, bohemios consuetudinarios, locos, náufragos de la noche y verdaderos sabios que improvisaban, en aquellas mesas abarrotadas de botellas y de ceniceros desbordados por chingas de cigarros, brillantes interpretaciones sobre la mejor literatura de todos los tiempos, alternando su uso de la palabra con generosos tragos de cerveza, whisky o tequila.
Las lecciones en la academia eran un poco más aburridas que las de “La Calle”, sin embargo, es verdad que nos ayudaron a perfeccionar algunas ideas, a hablar sobrios y con más calma, a fingir respeto por los demás y a conocer nuevas personas; a Héctor, por ejemplo, esa experiencia le trajo una novia quien, por lo menos en apariencia, no varió en nada su frialdad metódica, su aguda inteligencia y su kantiana distancia de los afectos.
Una mañana me vine a la oficina caminando desde la universidad, Barrio Dent, Barrio Escalante, la vieja estación del tren al Atlántico, el parque y al llegar a la acera del frente me quedé contemplando el viejo edificio con aires Art Déco donde ya nos ganábamos la vida. Una fotocopiadora y un abogado que atendía turbios asuntos indígenas ocupaban la planta baja que daba a la calle, arriba estaba nuestra ventana y una más; esa otra era la habitación donde vivía un músico, un negro sonriente y talentoso, él parecía salido del Bronx, parecía venir de los años setenta, usaba pantalones de campana y camisetas ajustadas que combinaban muy bien con su afro salpicado de canas. Un domingo que llegué a leer a la oficina, descubrí con asombro que aquel hombre usaba nuestros días libres para estremecer los cimientos del lugar con su batería, una práctica solitaria y vital que llenaba de jazz y de ritmos afroamericanos aquel rincón de la ciudad.
Entré al edificio y la curiosidad me llevó a conocerlo un poco mejor, una amplia sala de espera, un salón de belleza del que salían señoras muy renovadas, algunas luciendo en sus cabellos recién arreglados tintes de color caoba, rubios, diputadas, risueñas secretarias, damas de tardes libres lo visitaban con frecuencia. La planta alta ya la conocía bien, un baño antiguo, nuestra oficina, la habitación que era la casa del baterista que desde San José extrañaba Nueva York y un consultorio donde un exitoso terapeuta, trataba drogadictos y contenía el tremendo drama emocional de sus familiares.
Yo nunca había pasado de la sala de espera del concurrido salón de belleza, era muy amplia, de techo alto con tragaluz, en ella desembocaba el pasillo de mosaicos que venía de la puerta principal y en aquel momento me percaté de que otro pasillo se internaba en las entrañas del viejo edificio, en él las paredes ya no eran de cemento si no de madera, de tablas pintadas de blanco que fui descubriendo al avanzar. Caminé despacio y llegué a un patio final, grande, su piso era de ladrillo rojo, encontré otros baños y una oficina más, la más secreta de todas, su puerta estaba cerrada y su rótulo de verdad me inquietó, yo no creí ver jamás ese tipo de cosas en la vida real: “Investigador privado John Lobo”, decía el letrero que además enumeraba los sorprendentes servicios que brindaba aquel profesional tan insólito.
Observé con detenimiento cada detalle del lugar, respiré profundamente en ese patio abierto al cielo de San José y regresé a buscar a Héctor, quien para mí sorpresa ya lo conocía, una tarde de la semana anterior el inspector Lobo había llegado a nuestra oficina a presentarse, a ponerse a nuestras órdenes y a desearnos suerte.
Ahora que reviso aquellos años, los recuerdo con alegría, era un tiempo nuevo, una rutina que me gustaba, mis días se alternaban entre San Pedro y San José, entre mi casa y la oficina, donde de cuando en vez recibía apreciadas visitas conyugales que junto con los libros me hacían más llevadera la vida. Una noche leía Iluminaciones 2, Poesía y capitalismo, de Walter Benjamin, cuando sonó el teléfono de la oficina. Me sorprendió, eran más de las siete.
— ¡Aló!
—¿Licenciado Rojas?
— Sí señor.
— Permítame presentarme, soy su vecino, el investigador privado John Lobo.
— Mucho gusto, inspector—atiné a decirle.
— Dije investigador privado, no inspector. Aun así, sé que le gusta el café sin azúcar, lo invito ahora mismo a mi oficina.
No voy a negar que sentí miedo y también una terrible curiosidad. Marqué en el libro de Benjamin la página por la que iba, apagué las luces y cerré la oficina. Bajé despacio las escaleras recordando el café sin azúcar. ¿Cómo sabía eso ese grandísimo hijueputa?
Llegué a la sala de espera, caminé por el pasillo oscuro y una luz iluminaba el patio de ladrillos rojos, ella salía de la oficina del investigador Lobo, en cuya puerta estaba él saludándome con mucho afecto, me invitó a pasar y a sentarme en uno de los sillones forrados de cuero negro que tenía dispuestos frente a su escritorio, tras el cual él se acomodó en una silla ergonómica que soportaba con suficiencia su considerable cuerpo.
— Siempre me ha gustado el derecho, Licenciado Rojas.
— A mí las novelas policíacas, investigador Lobo—mentí para no ceder ante un interlocutor que intuí estaba acostumbrado a intimidar a la gente.
La verdad es que nunca me han gustado las novelas policíacas, aunque en aquel momento me sentía dentro de una de ellas, frente a un gordo que sabía que yo tomaba café sin azúcar, que me escapaba de Héctor a leer novelas latinoamericanas en el Parque Nacional y que tres mujeres solían visitarme en la oficina.
— Es verdad que una lo hace con más frecuencia, la que usted presenta como su novia, pero no puedo olvidar a las otras dos. Tiene usted buen gusto, Licenciado Rojas.
Tomé despacio un tragó de café, observé el esfuerzo de su corbata para contener su papada. Le dije entonces que debería aflojarse el nudo y que a mí también me daba mucho gusto conocerlo, que como en las mejores novelas de acción, su personalidad y su eficiencia profesional quedaban presentadas en sus propios actos, en esa información tan precisa que poseía sobre mi vida, que por lo demás no le debía interesar a nadie.
— Usted no es ningún idiota, Licenciado Rojas.
— Eso decía mi papá, maestro.
Solo cuando dije esto último caí en cuenta de que John Lobo podía tener la edad de mi padre y que seguramente era un hombre muy solo. Le agradecí el café y le extendí mi mano para despedirme de él. La suya sudaba.
Le hice saber a Lobo que a mí me interesaba más la literatura que el derecho, que algún día me gustaría llegar a ser novelista y que por ahora comentaba libros en los periódicos. Eso, curiosamente, aflojó su hostilidad hacia mí. Él se quedó callado por unos instantes, pareció reflexionar. Prometió ayudarme.
Así nació una gran amistad, dos o tres veces a la semana me invitaba a su despacho, yo me tomaba un café negro sin azúcar y él disfrutaba cada sorbo que le daba a su generoso vaso de whisky escocés en las rocas.
— Le voy a presentar a mis clientes, también le voy a contar algo de mi vida, Álvaro.
Me sentí cómodo sin el licenciado encima y cada tarde con John Lobo se ponía mejor, cada historia que me contaba era más fascinante que la anterior. Las suyas eran las mil y una noches de la aventura, la decadencia y la mentira. John Lobo conocía la vida íntima de la ciudad, maridos que le pagaban un sueldo mensual por perseguir a sus esposas, mujeres que hacían lo mismo. Varios de nuestros vecinos de la Asamblea Legislativa contrataban sus servicios para conocer hasta el más mínimo detalle de las perversiones y las bajezas de sus rivales políticos, oscuros crímenes, secretos de familia, amenazas y chantajes, vivencias clandestinas de familiares de caudillos políticos, comunistas, liberacionistas, conservadores, ninguno se salvaba. Su propia vida era interesantísima. John se aflojaba la corbata y con su papada al fin libre comenzaba a contarme cosas. Él lo disfrutaba mucho y yo aún más, había descubierto una mina de oro, un hombre que quiso ser abogado penalista y que por azares del destino no lo logró, un maravilloso orador, un tipo de una inteligencia sagaz.
— También soy aficionado a la filosofía, Álvaro.
La semana pasada leí la esquela en el periódico. Murió el investigador privado John Lobo, una unión de bufetes lamentaba el fallecimiento. Levanté la cabeza y me perdí en recuerdos mientras miraba la Avenida Segunda desde el café del Melico. Hacía tiempo que no sabía nada de John, lo último me lo contó su ex esposa, ella me dijo que estaba bien, que vivía en Miami con una hermana.
De verdad me dolió la noticia, no sé cuánto tiempo pasé recordando aquella época, aquel viejo edificio de San José, el talentoso baterista negro; Paquillo, el milagroso terapeuta de adictos; las novelas que leí en el Parque Nacional, las visitas conyugales de tres mujeres que solo John Lobo supo quiénes eran; mis conversaciones con Héctor, tremendas disputas retóricas en las que nos hacíamos zancadillas y nos dábamos codazos para vencer los argumentos del otro. Después salíamos a caminar por San José como si no hubiera pasado nada, para volver al día siguiente a debatir otra vez, con el orgullo herido y la fe en la victoria intelectual intacta. Y también recordé la oficina, esa oficina impar donde fuimos felices mientras nos ganábamos la vida haciendo de abogados litigantes en aquellos días en los que además estudiábamos literatura en la universidad.
—¿Por qué tenés los ojos llorosos? —Me preguntó Clara cuando me encontró en el café.
— Se murió John Lobo.
—¿Quién?
— Mi amigo, el investigador privado John Lobo. Ya te voy a decir quién era y lo que me contó.