Diría que el silencio tiene una intensidad lentísima y que se encuentra siempre perforado por su propia imposibilidad. El silencio es una de esas palabras, como la nada y el olvido, que son difíciles de enunciar positivamente, pues se les considera la contraparte o la negación del sonido, del ser y de la memoria. Sin embargo, el silencio siempre se presenta entre sonidos. Lo mismo ocurre con el olvido que solamente aparece una vez que recordamos lo que creíamos olvidado. También sucede con la nada que remite a algo. Movilizándose en pares, estas palabras constituyen una suerte de referencia sobre lo limítrofe que complica nuestra percepción de la sonoridad, la memoria o el ser como fenómenos independientes y negativos. Pensar en estos fenómenos desde sus relaciones, permite identificar sus gradaciones y los fenómenos de las sobrevivencias y las desapariciones.
La voz en off que conduce el documental de Anaïs Taracena El silencio del topo, concluye con la lectura de un texto que habla sobre el funcionamiento del silencio. Dice: los restos de las imágenes ausentes son tan impalpables como los silencios que atraviesan nuestros cuerpos. Esos silencios que matan, los que otorgan. Los que salvan vidas. Esos silencios que flotan en nuestras memorias; pero las memorias no desaparecen. Seguirán brotando como partículas que nadie puede ocultar. Los usos y funciones del silencio y del silenciamiento aparecen en este documental desde una reflexión sobre los archivos, las huellas y los objetos. El silencio del topo se inmiscuye entre los silencios de Elías Barahona, un colaborador del Ejército Guerrillero de los Pobres. El EGP fue una de las organizaciones guerrilleras que se opusieron en Guatemala a las políticas genocidas y anticomunistas desde la década de los años setenta hasta la firma de los Acuerdos de Paz en Centroamérica (1996).
Entre 1976 y 1980, el topo logró infiltrarse como secretario de prensa y hombre de confianza del Ministro de gobernación Donaldo Álvarez Ruiz, hoy prófugo de la justicia, bajo el gobierno de Fernando Romeo Lucas García (1978-1982). El documental inicia con un registro del testimonio de Elías Barahona en la Sala de Vistas del Palacio de Justicia de Guatemala en el año 2015. Se trataba del juicio por la quema de la Embajada de España en Guatemala el 31 de enero de 1980. Ese día líderes indígenas, campesinos y estudiantes se manifestaron frente a la embajada para denunciar lo que estaba sucediendo en el Quiché. El topo se encontraba en las oficinas del Ministerio y pudo entender cómo se planeó el asalto de la embajada donde murieron 37 personas en el sitio y, el único sobreviviente, fue secuestrado del hospital y asesinado al día siguiente. La Sala de vistas no es cualquier espacio, pues ha sido también el escenario donde el exdictador Efraín Ríos Montt fue condenado por crímenes de genocidio y lesa humanidad, en el mismo sitio donde tres décadas antes había desarrollado los Tribunales de Fuero Especial.
La cercanía con el ministro le permitió al topo atestiguar sobre la mecánica de los planes militares contrainsurgentes que ejecutaron las políticas de arrasamiento de aldeas en comunidades indígenas, así como la creación de las organizaciones paramilitares, los Escuadrones de la muerte, el Ejército Secreto Anticomunista o el Movimiento Anticomunista Organizado. Elías Barahona pudo ver cómo el Estado guatemalteco era el ente que financiaba estas organizaciones, haciéndolas pasar por iniciativas civiles. Fue también en el período de Donaldo Álvarez Ruiz que se intensificó la represión armada en la ciudad, como lo muestra este documental al recuperar y hacer sobrevivir los restos de las imágenes fílmicas que sobrevivieron a la destrucción de los archivos.
La directora relata en El silencio del topo la experiencia o, en los términos de Arlette Farge, la atracción del archivo. Busca a sus personajes en las películas de la Cinemateca Nacional Enrique Torres de Guatemala, en los archivos protegidos en el Centro de Investigaciones Regionales de Centroamérica [CIRMA] y en los documentos que lograron salir del país y sobrevivir. Uno de estos últimos es el registro de las protestas en las calles. En estas imágenes se evidencian los carteles que llevaron hombres y mujeres por las calles de la ciudad. Aparecen mantas reivindicando la Revolución de octubre, la lucha campesina y de la clase obrera; se denuncia la cruenta Masacre de Panzós y se muestra la posición del gremio de periodistas ante la dictadura. La voz de la directora explica que son las únicas imágenes fílmicas que existen de las protestas sociales del final de la década de los años setenta. Las únicas encontradas hasta ahora.
Las imágenes de archivo localizadas por la cineasta permiten evidenciar lo que otros testigos cuentan sobre la represión en la ciudad y la radicalización de la oposición armada. Ahí están las imágenes fílmicas que no desaparecieron o que no lograron desaparecer. Ahí hay algo que parece funcionar no solo como testigo, sino también como juez. La imagen se infiltra en el parteaguas de las narrativas testimoniales relatadas por cuerpos individuales en contextos de justicia transicional, en los cuales la opinión pública se expone según el esquema del derecho, es decir, como enfrentamiento de posiciones. Frente a una posible relativización de lo sucedido, las imágenes luchan contra el juego de la posverdad.
El olvido, la desaparición y el silencio emergen como problemas para entender el rol político de la memoria, de la justicia y de los archivos. Es lo que emparenta la monumental historia de Elías Barahona, como archivo y testimonio vivo de los crímenes cometidos por el Estado guatemalteco y sus brazos militares y paramilitares, con el cine documental. En otros términos, hay en el abordaje de Anaïs Taracena de la historia de Elías Barahona una suerte de parangón o piedra de toque con la historia del cine. En 1895 los hermanos Lumière patentaron el cinematógrafo y registraron su primera película desde un solo punto de vista y plano en La salida de los trabajadores de la fábricaLumière en Lyon. Unas décadas después, Dziga Vértov dirigió El hombre de la cámara (1929), legando un manifiesto futurista sobre las posibilidades de la cámara para transformar la percepción. Ambos documentos archivan instantes de la vida cotidiana de otro tiempo.
Vértov conformó con su hermano y su pareja, la montajista Elizaveta Vertova-Svilova, el Consejo de los tres (loskinoks), desde el cual formularon las ideas del cine-verdad (Kino-pravda) y del cine-ojo, cuyo impacto en la percepción indiciaria del documental se encuentra aún vigente. En la película dirigida por Vertov y montada por Svilova, la cámara tenía un rol testimonial, pues debía capturar la realidad cotidiana de la Unión Soviética y, al hacerlo, ampliaba las posibilidades perceptivas y documentales del ojo. La cámara multiplica la posición del testigo, pues hace que otros puedan ver el objeto que se encuentra percibiendo la cámara. Esto es un elemento que emparenta la historia del cine y la de la justicia. El proyecto ideológico y político del cine-ojo, que sigue desarrollando Elizaveta Vertova-Svilova después de la muerte de Vertov, tiene un momento importante en el registro que ella hace de la apertura del campo de exterminio por parte del Ejército Rojo (Auschwitz, 1946). Este registro fue incorporado como evidencia en los Juicios de Nuremberg, donde las pruebas fílmicas fueron importantísimas. En un espacio de justicia, el rol probatorio de los documentos permite volver sobre la posición que toman las imágenes y las palabras en relación con las experiencias de vida.
Estas notas sobre ciertos momentos de la historia del cine son importantes para entender la propuesta teórica que puede extraerse del tratamiento de los archivos que realiza Anaïs Taracena entre y sobre las imágenes con que dialoga su voz: los archivos ausentes, destruidos, aparecen desde las otras imágenes fílmicas que han sobrevivido y desde los relatos de las personas entrevistadas. Por ello su sobrevivencia no puede dejar de decirse desde las ausencias, los intersticios o los espacios limítrofes. La palabra límite indicaba antiguamente el sendero que separaba dos caminos y, su transgresión implicaba entrar en la propiedad ajena. El límite era lo que no pertenecía ni a uno, ni a otro y, de cierta manera a los dos, porque ambos podían transitarlo. El silencio, la nada y la desaparición no son nunca espacios positivos, son límites y medios desde los cuales se dice la propiedad y la ilegalidad.
El cine-ojo, el cine-verdad, conllevan siempre esta tensión: a la vez que amplían las posibilidades de visión transformando la percepción de las cosas, su aparición siempre muestra un límite con algo que parece no estar contenido en la propiedad del camino. El ojo de Elías se conformó como un medio de enunciación desde el cual se transitaba por ese espacio, una suerte de quicio y transgresión de los límites de propiedad. Sin ser capturado, el topo logró convertirse en un testigo ocular privilegiado frente a los entes que forjaron la campaña de terror, fungiendo como un medio para comunicar los planes del ejército y poder frustrar las operaciones de captura de personas. Era una piedra de toque del funcionamiento del paradigma indiciario de la insurgencia.
En La imagen-movimiento, Gilles Deleuze plantea que el montaje del cine-ojo lleva la percepción a las cosas, pone la percepción en la materia. Esta función del montaje permitiría poder conjurar espacios, acciones y reacciones que extenderían la percepción y definirían la objetividad, entendida como el ‘ver sin fronteras ni distancias’. El cine-ojo del topo montaba un archivo vivo que comunicaba el presente con una serie de espacios que debía interrumpir o manipular. Poner la percepción en la materia tiene, a la luz de las acciones de este personaje, el sentido de manipulación para crear una verdad objetiva: detener una u otra captura. Permitir que una vida no se acabara o desapareciera en manos del Ejército guatemalteco. Esta relación entre el cine y el trabajo del topo permite leer el lugar de la utopía de la insurgencia: crear una realidad que funcione de forma distinta. Esta utopía pasaba por la mirada, la comunicación y el registro. Esto quiere decir que registrar la realidad es testificar sobre las apariciones y desapariciones y, al hacerlo, esa realidad debe aparecer según las condiciones técnicas del aparato y de la organización de las imágenes en el montaje.
En un momento de la película, Gustavo Meoño, colaborador también del EGP, relata cómo se crearon los canales de información. Dejar caer un pedazo de tiza y majarlo contra la banqueta era un indicio de que en esa banca se encontraba una notita. El paso por estos espacios incluía la paranoia de que algún otro infiltrado, ahora del gobierno militar – un orejas – le estuviera mirando. La notita dejada bajo una banca debía ser destruida, comida o tirada al agua. El cuerpo se convertía en el medio del archivo.
La destrucción de los archivos es un síntoma de lo ocurrido en Guatemala, de lo que se quiere ocultar, y se resiste y vuelve a aparecer. Es aquí donde escolla uno de los elementos que estructuran la ópera prima de Anaïs Taracena: la desaparición de los archivos fílmicos sobrevive entre los archivos que sí existen y fueron recuperados por la directora. Su propuesta permite rodear las intensidades y relaciones entre las palabras evocadas al inicio de este texto – silencio, olvido, desaparición, nada y, memoria, sonoridad, sobrevivencia y ser. En este sentido, El silencio del topo constituye un lugar de transgresión sobre todos esos lugares de la negación, los silencios, las fallas, las faltas y las desapariciones. Decir el olvido y el silencio es tensar el lugar fantasmagórico del archivo, desde el cual se alarga la vida de los cuerpos, de los instantes, y se multiplican los seres. El ser se dice de muchas maneras, decía Aristóteles en la Metafísica y, en El silencio del topo, una de sus enunciaciones es el silencio que sobrevive entre las cosas y permite dar vida a los cuerpos y archivos desaparecidos. Es, como un límite, un lugar para la utopía que, se dice, en un no-lugar.