En el año 2019 recibí la honrosa invitación a participar en calidad de keynote speaker en el VII Congreso Internacional de Fenomenología y Hermenéutica que se celebraría en la Universidad Andrés Bello en Santiago de Chile (la convocatoria sigue apareciendo en internet). Para la ocasión preparé una ponencia que titulé El fenómeno en disputa: una defensa de la fenomenología pura pero, a escasos días del comienzo de tan importante actividad, irrumpieron en Chile una serie de masivas protestas que estallaron por el alza tarifaria del transporte público santiaguino y por un malestar social más hondo que no se deja reducir a esa sola causa. Como suele suceder en los países del cono sur con un pasado autoritario, la fuerzas del orden hicieron de las suyas y dejaron sin ojos a cientos de manifestantes mediante la detonación indiscriminada de balines disparados a mansalva. Las escenas que transmitían las agencias de noticias eran dantescas (sobre todo las de personas que regresaban llorando a sus casas, ensangrentadas, sin ojos). Sobra decir que el congreso fue suspendido y que tuve que guardar mi ponencia en una gaveta junto con mi pasaporte.

Debo confesar, sin embargo, que cuando me acuerdo de esos eventos más que el sentimiento de una oportunidad desaprovechada o arruinada, me lleno de una sensación de consuelo: «pfff, ¡qué salvada!» Mi intervención iba a ser polémica y no sé si debo agradecer al destino la cancelación de todo el evento. Sospechaba que me estaba metiendo en un problema al proponerme desinflar el frenesí que desde hace años se venía alimentando de esa palabra embrujada que, pronunciada con un aire de seriedad y de urgencia, de supuesta actualidad y novedad, nadie se atreve a poner en cuestión: interdisciplinariedad. En fin, un filósofo hablando paja… ¡qué tan típico! Así que, bueno, me salvé: si no de un papelón, al menos de ceños fruncidos, de penas ajenas disimuladas, o de la pérdida de un prestigio (que, gracias a Dios, no tengo). O salvé al filósofo y amigo Nicolás Trujillo del chasco de haberme invitado como uno de los conferencistas plenarios. Todos nos salvamos.

La cosa misma. Mi keynote lecture iba de los usos y abusos de la recepción de la filosofía fenomenológica en la ciencia cognitiva y la filosofía contemporánea de la cognición. No voy a entrar acá en esos temas más bien especializados, pero sí me gustaría reflexionar sobre el tema de fondo que motivaba oscuramente mi intervención (quizá como un ejercicio de aclaración a mí mismo). Lo que me proponía en el fondo no era otra cosa que una suerte de Protréptico (así se llama a un escrito polémico de Aristóteles que exhortaba al filosofar y que no se ha conservado íntegramente, sino solo mediante citas de otros autores y de chismes). Una exhortación semejante debe establecer la importancia fundamental de la filosofía, sus alcances y su necesidad ineludible; algo que, actualmente, suele más causar bostezos que otra cosa. Pero no creo que sea una casualidad que, desde siempre, la filosofía se haya encontrado en el predicamento de defenderse en un movimiento que, al mismo tiempo, explica la necesidad de su existencia como algo vital y humanamente ineludible. Seguramente siempre ha habido gente a la que la filosofía le irrita y que no reconoce su valía. Es sorprendente, pero no inconcebible, que el mismo Estagirita haya sentido esa irritación que motiva la escritura de un Protréptico.

Mi ponencia tenía como trasfondo la idea de que la filosofía va de una radicalidad que se puede resumir, precisamente, en la insistencia de que su asunto, para ser genuinamente filosófico, debe ser resguardado celosamente de su dilución en otros temas y problemas que no le atañen y de los que ninguna disciplina actual le han despeñado, incluso en tiempos del frenesí por el ascenso de las ciencias de la cognición a partir de la mitad del siglo XX. Sin embargo, si reducimos todo el debate a una idea básica, supongo que quería decir que la cosa misma del pensar (su asunto) es una tarea que la filosofía asume como suya y que no puede delegarla a otras disciplinas. Por ello, de cierta forma, la filosofía es autónoma en un sentido radical que puede causar extrañeza, porque caracterizarla de esa forma es como decir que puede (y debe) mantenerse por sí misma, por su propia cuenta, sin apoyos aledaños que hagan las veces de elementos de sostén para evitar su desplome. Mi propósito era decir claramente que hay una soberanía, una autonomía y una independencia del filosofar que nadie que haya sido poseído por el filosofar está dispuesto a negociar («estamos condenados a ser filósofos», como decía Hegel). Sin embargo, no es difícil caer en la cuenta de que a esa pretensión tan radical de autonomía podrían también asociarse acepciones nefandas como esoterismo, falta de contacto con el mundo real y con las preocupaciones de la mayoría de los mortales, repulsa ante el diálogo y ante la colaboración con otros saberes, y tantos otros defectos semejantes. Sobre todo: falta de actualidad, es decir, irrelevancia en lo que respecta a los problemas acuciantes que aparecen en las noticias y que nuestro algoritmo de las redes sociales insiste en presentarnos una y otra vez para contagiarnos de un virus de urgencia. Bueno, quería decir que la filosofía no es interdisciplinaria por esencia (aunque, pensándolo bien, no lo quería decir tan a raja tabla para no causar tanto aspaviento). 

Razones para opugnar esta pureza abundan. Si quienes se dedican a la filosofía menosprecian los usos mundanos, científicamente relevantes y actuales de una filosofía práctica que tenga incidencia en lo que a todo el mundo interesa o en lo que supuestamente es urgente, podemos estigmatizarles: están contaminados con aquella vieja concepción del filosofar como philosophia perennis. Metafísicos típicos, borrachos poetizantes; gente graciosa, pero peligrosa de alguna forma. Reliquias que caminan por los pasillos de las universidades, pero que están, tristemente, en la vía de la desaparición. Porque, en tiempos como los que corren, lo frecuente es la intersección, el encuentro, los puentes y el diálogo entre los saberes. Lo urgente es ser relevante, responder a las urgencias inmediatas. Una defensa de la autonomía de la filosofía puede, por ello, antojarse gesto insolente, pero enteramente prescindible. Y peligroso: hay que explicar a toda la comunidad que la filosofía es necesaria, no vaya a ser que nos cierren la Escuela de Filosofía. Así que seamos claros: ¡que el filósofo puro vaya a encerrarse en su cabaña en la densidad del bosque con su copiosa colección de libros! Pero no parece que su presencia sea necesaria en las universidades actuales. El intelectual relevante (interdisciplinario) sabrá aparecer en podcasts y opinar con autoridad sobre el acontecer noticioso. El intelectual relevante (interdisciplinario) sabrá defender la importancia nimia y humilde de la filosofía para ocuparse de lo actual, para darle un barniz cultural a los estudiantes de primer ingreso. El intelectual relevante (interdisciplinario) sabrá explicar la utilidad de la filosofía tratando de convencer de su potencial práctico y de sus usos imprescindibles para colaborar con las ciencias. Y lo más útil, si somos honestos, es que la filosofía, de cierta forma, desaparezca y que se convierta en teoría: una mezcla amorfa de saberes sociales, crítica política, teoría cultural, historicismo redivivo, teología latinoamericanista, regodeo acomplejado en torno a los descubrimientos científicos, filosofía de genitivo (filosofía de esto y de aquello). Necesitamos que la comunidad filosófica levante la mano y que aclare si de algo sirve su existencia.

Lo peor de todo no es que colegas de otras disciplinas no entiendan muy bien de qué va la filosofía o por qué tendríamos que tolerar su existencia. La situación de la filosofía semeja la de un ejército infiltrado: no solo debe avanzar de forma pujante entre cráteres humeantes y escombros dispersos en tierras enemigas, sino que, dentro de sus filas, acecha ese especie rara de profesionales de la filosofía dispuestos a dinamitarla para que se convierta en otra cosa. Dentro de sus filas existen personas a las que este Protréptico apresurado que estoy escribiendo les irrita hondamente. Lo cual quiere decir que hay practicantes de la filosofía convencidos de que la filosofía debe desaparecer o de que aquí no estoy defendiendo a la filosofía, sino solamente esgrimiendo mi punto de vista: tan particular y prescindible como todos los puntos de vista cuando los vemos desde nuestra trinchera teorética.

¿A qué se debe todo el jaleo? Respuesta: a que la filosofía es, por antonomasia, la disciplina crítica. Y criticar es poner en crisis, incluso a la misma filosofía. Ello explica la relación intrínseca que existe entre la filosofía y la antifilosofía: donde esta segunda suele adoptarse como la actitud rebelde que un filósofo adopta ante el received view de la tradición. No se puede ejercer la filosofía sin ser, al mismo tiempo, crítico de la filosofía. Y a este respecto podría decirse que no existe ninguna disciplina del saber tan agónica como la filosofía, dado que forma parte del ingreso en la filosofía verse en la obligación de tomar posición acerca de la propia definición de qué sea filosofía como uno de los temas de discusión más polémicos y encarnizados. La filosofía es como en un film distópico donde no se sale del eterno retorno de lo mismo, y lo mismo no es solo una discusión sobre la propia filosofía, sino sobre el concepto de «lo mismo», «la salida», «la discusión» y del propio concepto de «concepto». Esto incide en cierta percepción pública de la filosofía como un asunto de chiflados. Es difícil imaginarse disputas de esta índole entre astrofísicos, ingenieros o músicos. No existen polémicas entre los geólogos donde se acusa a colegas de prácticas ageológicas, o de ejercer usos oscuros de su ciencia, al punto de condenarlos como «poetas», o «místicos minerales».

La filosofía puede resultar, para un observador externo, un verdadero show de chiflados. Asintamos que de cierta forma lo es.

La «chusma». En este momento no puedo demorarme en la relación entre la filosofía y la antifilosofía como lo demandaría quizá una exposición más académica. Pero seamos honestos en que no existe nada semejante en otras disciplinas, porque estas abstrusas discusiones en torno a la naturaleza misma de la filosofía constituyen muchas veces una piedra de tropiezo para su comprensión popular. Por ello, dada la cantidad de malos ejemplos, plantear un caso contra la «filosofía de los filósofos» es cosa sencilla. Sus practicantes no son relevantes, no aparecen en podcasts, no los llaman las agencias de noticias, no parecen tener el talento para divulgar públicamente los resultados de su conocimiento. Por si fuera poco, los especímenes más metafísicos del gremio incluso se llenan de orgullo de no participar en la habladuría de los trending topics (como lo he hecho yo acá).  

Tomemos como ejemplo a Hegel: ese filósofo tan típicamente abstruso y de verbo abigarrado que podría constituir la encarnación misma del charlatán filosófico (he dicho algo de esto acá). En uno de sus escritos del periodo de Jena, el pensador suabo afirma, sin sonrojarse, que la filosofía es esotérica y, precisamente por ello, no apta para el Pöbel. Esta frase tan rotunda casi siempre ha sido interpretada como un signo inequívoco de elitismo filosófico, como si aquel denostado Pöbel excluyese de antemano a la mayoría de los mortales y reservase el saber filosófico a un selecto grupo de iluminados. Ciertamente, las traducciones no ayudan, porque Pöbel no es «pueblo», sino —según me parece— «chusma». Hegel no está afirmando que la filosofía es cosa de un selecto grupo de iluminados, sino que no es apta para la «chusma», es decir, para una multitud grosera que no desea someterse a las dificultades del pensamiento, y que quiere hacer pasar la opinión (el virus del habla que habla sin saber de lo que habla) por pensamiento. El dictum cotidiano de «esta es mi opinión, respétela» o de «todas las opiniones son respetables» quiere pasar por alto la distinción filosófica fundamental entre doxa y episteme, es decir, entre el mero punto de vista pasajero, irreflexivo que se ha adquirido por mero automatismo social y el argumento forjado a partir de las dificultades del pensamiento. Entiéndase bien: hablar de chusma no es hacer referencia a una clase social, digamos, a un estrato social humilde o trabajador. Ciertamente hay chusma en todos los estratos «altos» también. En sentido hegeliano, habría incluso mucha chusma en la academia. Pertenecer al Pöbel, entonces, es una forma de existencia cotidiana que nos descarga de la seriedad del pensar. Ser chusma es algo, no solo que podemos ser todos en ocasiones, sino que somos la mayoría de la veces. También las personas con instrucción filosófica y científica.

Visto de esta forma, la sentencia hegeliana hace referencia al carácter radical de la filosofía, al hecho de que se ocupa de su propio asunto, sin preocuparse si el entendimiento común lo avala o le da permiso de existir. De hecho, como añade Hegel, «el mundo de la filosofía es en sí y por sí mismo un mundo invertido». La misión de la filosofía es ponerlo todo patas arriba. Y lo más natural, casi de forma definitoria, es que la filosofía y su asunto no sean del todo populares. En arreglo con la tesis hegeliana del mundo invertido, está bien si la filosofía causa molestia y enfurece, está bien si por su misma esencia resiste su popularización, porque pensar es difícil, el pensamiento no se da de forma espontánea y, más bien, requiere de un esfuerzo violento. Filosofar demanda que pongamos el mundo al revés; exige lo inusitado y lo arduo. Todo filosofar genuino conduce al choque frontal con lo que tenemos por usual y de fácil intelección. Sin embargo, nadie quiere pasarse la vida haciéndola más pesada y trabajosa. La gente asume las respuestas preparadas que le son provistas por la religión, la educación y la cultura. Las personas intelectuales también asumen respuestas preparadas: las que encuentran maravillosamente sistematizadas en los -ismos. Todo es parte de la misma mediocridad. Ser chusma es una condición de la existencia cotidiana muy extendida, no solo de las personas incultas, sino muchas veces de aquellas que han gozado de una formación intelectual. De forma que chusma somos todos, de cierta forma y cuando la ocasión lo demande. La ocasión es casi siempre.

El bestseller de Marinoff. ¿Para qué complicarnos la vida si podemos vivir edificando, viendo el vaso medio lleno en vez de medio vacío? ¿Para que enredarnos irremediablemente en los pantanos de una forma de cuestionar sustentada en un asombro infinito, si podemos hacernos de un esquemita doctrinario que nos sirve para comprenderlo todo (o para parlotear de ello)? No quiero ser demasiado temerario como para sugerir que las personas interesadas en la relevancia actual de la filosofía tienen algo de psicólogos positivos de pacotilla (aunque no voy a negar que, algunas veces, esa idea me ha surcado la mente). Pero acá hay un problema que radica en esa exigencia de que la filosofía à la Hegel, esotérica, se apee de su torre de marfil y de que no se ocupe solamente de su asunto; sobre todo si su asunto es escabroso, oscuro, de difícil intelección para el público en general y de difícil —si no es que nula— aplicación práctica, científica, política o ética. No quiero vulgarizar demasiado el asunto y tampoco es mi intención sugerir que equiparemos la colaboración filosófica con otras disciplinas científicas o sus usos relevantes y de actualidad con la empresa de aquellos vendedores de humo que se dedican a la autoayuda (aunque hay una semejanza que no puede negarse, y que también suele cruzarme la mente). Pero cualquier persona que haya leído Más Platón y menos Prozac de Lou Marinoff se ha encontrado a no dudarlo con la tesis central de la obra según la cual la filosofía no tiene por qué ser intimidatoria, incomprensible o extremadamente difícil. Marinoff no cree que tenga mucho sentido ese resentimiento de Hegel contra el pobre Pöbel. Marinoff se retuerce de cólera cuando comprueba que el mercado laboral ha sido desperdiciado por los profesionales en filosofía quienes, por su propia necedad, le regalan el espacio a tantos psicólogos, consultores y predicadores oportunistas, que son los que se dejan el billete. 

Desde luego, en el caso de Marinoff, la intersección que se propone es aquella entre la filosofía y los problemas habituales de la vida, como los relativos al amor, al trabajo y a las vicisitudes del diario vivir. No se trata de la colaboración fructífera y, dicho sea de paso, mucho más técnica y compleja que se espera de la filosofía con otras disciplinas científicas. Pero concédase que la demanda de fondo es semejante: la filosofía encuentra su legitimación si desciende de su cielo abigarrado y si logra responder a las demandas de la vida actual. Al contrario de lo que afirma Hegel, la filosofía no debería ser esotérica, sino exotérica. La filosofía encuentra su legitimación y su validez en un servicio que le presta a otras disciplinas científicas, en el entendido de que su propio asunto y ámbito temático no pueden restringirse a ella misma para sí misma. Un filosofar que solo importe a los filósofos está condenado de suyo a su propia autoculpable extinción.     

Conclusión abierta (porque se me acabó el tiempo). Hay mucha cosa aquí, muchas discusiones aledañas que merecerían un tratamiento más concentrado y menos desordenado como este. No hay duda de que la afirmación de la autonomía de la filosofía choca de frente con la narrativa de la madre miserable que terminó superada por sus hijas, las potentes ciencias, que se encargaron de robarle objetos de investigación. Cabría preguntarse si una defensa de la filosofía no es más que una estrategia de metafísicos nostálgicos que no harían otra cosa que retirarse a sus propias trincheras discursivas, como si fuesen los sobrevivientes de un naufragio, asidos desesperadamente de una puerta flotante en medio del ancho y oscuro océano. Luciano Floridi habla en los prolegómenos de su Philosophy of Information de estos filósofos inútiles como de «trabajadores miserables que cavan en una mina agotada pero que todavía no ha sido abandonada». El panorama que relata es el de un conventículo de los filósofos como miserables teóricos de cosas vetustas, guardianes de formas de pensamiento agotadas, que serán superados ineludiblemente por científicos computacionales y teóricos de la información.

Para hacerlo todo peor y concluir dudosamente, quiero recordar la frase de un medievalista, Etienne Gilson: «la filosofía siempre entierra a sus enterradores». No es un mero alegato, según me parece, sino algo que podemos comprobar en la efectividad histórica de la filosofía: la forma de pensar más indisciplinada de todas. 

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